El dolor es terco. A las dos de la mañana, en un hotelito de Socorro puede llegar detrás de un puñal o antecediendo a la saña. También puede ser vómito en un hospital de campaña en algún pueblo haitiano o abandono de la casa en cualquier ciudad de desempleados europeos. El dolor es particular, singular, tiene nombre y apellidos, no se esconde.
No se puede atenuar. El dolor tiene su propio tempo, su ritmo y sus lágrimas. O sus silencios. Esta mujer que no conozco. Callada, tratando de entender lo que no tiene más lógica que la del animalismo que nos habita.
El dolor es también una industria, el terreno abonado para políticos y publicistas de esta paradójica época del placer y el goce. Nos venden una vida llena de placeres embotellados y nos bebemos una muerte repleta de dolor y de gangrenas.
Quizá toque aceptarlo, vivirlo, beber de la sal que destila y no pararse a pensarlo. Quizá lo que corresponda es no engañarse, no pensar que esta vida es un océano de mermelada (Zuleta dixit), aceptar que la felicidad es ese leve espacio que acolcha los paréntesis de la muerte y que desperdiciarlo es, en todos los casos, un acto de irresponsabilidad, de falta de amor, de desidia.
10/11/10
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