26/8/08

Algo se cuenta



Publicado en El Tiempo (Colombia) el domingo 24 de agosto de 2008. Algo se cuenta. Para leerlo, hacer click en la imagen.

22/8/08

Texticos del insomnio V

En esto consiste

Todo es bastante ridículo. La sucesión de luces que contienen vidas, estos motores que sí funcionan, los tragos –dos-, los silencios –dos-, las distancias –una- y los lánguidos bufets –cero-. Mas es justo al sentir todo más prescindible cuando las esquirlas cobran sentido. Vivir, vagar, respirar sin más propósito que profanar la tumba que ya nos ganamos. Se resume casi todo en quebrar el estúpido empeño de trascender para limitarse a ser, a permitir que las pasiones sin objeto prosperen en un corazón gozoso.

Lo importante

Cuando menos hilarante. Se toman en serio lo que acometen, aseguran que dejarse la piel por lo más boludo es un acto de responsabilidad. Mientras, en las goteras de la mitomanía, hay seres conscientes de lo liviano de su tarea, de lo fútil que es darle importancia a las coyunturas, o a los papeles que otros denominan contratos.
Lo importante va a ser este abrazo. La sincera rabieta instantánea de G. La marca en el cuello. La llamada del sur. Las palabras de B. desde su refugio de cenizas y sensibilidad. Ese pubis minimizado y dulce. Aquel otro rebelde y poblado. Uno desconocido y salado. Un verso disperso. El café de la mañana conjugado en portugués. Y los reencuentros. Esos que logran la ficción de que hay algo fijo, que espera, al otro lado de la deriva.

Bondad


Averiguar por qué siguen luchando los que luchan es tarea de inmortales. Escribe L. y relata su amargura al ver caer uno a uno los árboles del bosque que la cobija. A renglón seguido se rearma, vuelve a la carga, a la lucha. ¿De qué están hechos los que siguen luchando? Debe ser de bondad, ese luminoso impulso tan ajeno a lo humano y tan propio de las personas.


Quizá

Durante décadas he diseñado planes para desbaratarlos justo cuando estaban a punto de concretarse. Los guiones, excepto en el cine, son vanos propósitos de controlar lo imposible. Quizás, ahora, desheredado de anhelos, pueda comenzar a disfrutar la incertidumbre, esa infinita vereda de lo posible.

Texticos del Insomnio IV

Ventanas

Hay ventanas cuya existencia es necesaria. Plantar los pies a unos 15 centímetros de la pared, proteger las manos en los bolsillos o anudarlas tras la espalda, afinar la vista para que lo que capte no sea nada concreto, permitir que el horizonte de paredes o de campos desiertos sea una excusa, aislar los oídos de la grosera realidad y quedarse ahí, clavado, dispuesto a perder el tiempo para recuperarlo. Hay ventanas que nos obligan a esto. Otras nos empujan a armarnos de papel de periódico y de saliva para hacerlas invisibles. O a encararlas con una botella de ginebra vacía para dejarlas adoloridas y astilladas. O a sustituirlas por una puerta –siempre más amplia para estos corazones flexibles.
Las ventanas necesarias suelen enquistarse frente a nosotros. Nos acompañan en viajes y rumbas, en conversas y en silencios. Las ventanas necesarias lo son porque su ausencia sería equivalente a la ceguera y a la asfixia, a un verano sin calor y a un torero sin capote. Estas ventanas, las necesarias, son las más absorbentes de este mundo. No permiten que se las comparta, no dejan que sus hojas se abran ante nadie ni por nadie. Solo, cuando pasean su buen humor, permiten entreabrirse para permitir que el suave y benévolo viento nos roce la cara, nos susurre una palabra de esperanza y huya con la misma velocidad inconsciente con la que se coló en nuestra intimidad.
Hay ventanas, muchas ventanas. Solo algunas son necesarias.

Guardados para alguien desconocido

Llevo años añorándote. No te conozco. Sé, humildemente, que estamos condenados a hablarnos, a compartir las ansiedades como quien intercambia cromos en su infancia de vinagrillos y moreras. En estos días, la añoranza se ha transformado en dolor. Aquí, justo aquí, cerquitica del esternón, donde la dureza de los huesos camufla la flacidez de nuestras vísceras más sentimentales.
¡Me gustaría tanto toparme contigo! Imagino que no precisaríamos de presentaciones ni de credenciales, ni de marcas de tinta que nos dieran pistas al momento del encuentro en la Central Station, o en Atocha, o en el Zócalo o en tantos tópicos lugares que servirían de decorado para nuestro abrazo.
En silencio, una vez reunidos en nuestro acuario de vidrios enmohecidos, la nascencia del amor debería abortar su proceso para dejar que primero nos entreguemos los guardados. Lo que cada uno ha ido acumulando para el otro. No hace falta hablar porque el arcón de nuestros presentes son nuestras pupilas. Las tuyas brillantes, las mías, plegadas al sueño de verte.
Eso no va a ocurrir. Lo sabes. Lo sé. Nacimos para no conocernos, para extrañarnos en el universo sin siquiera tener certeza de ser reales, de merecernos, de merecerlo.

Temperatura de fusión

Cuánto nos duele lo ajeno si nos duele, cuánto el dolor de los que han visto convertidos en cenizas sus afectos, en jirones de piel sus abrazos, en pedazos de madera pegajosa sus recuerdos. Las maletas, portadoras siempre de lo imprescindible de cada cuál, arden más lento que los cuerpos tratando así de retrasar el terrible momento del olvido, del entierro de las imágenes que algún día grabamos en nuestra memoria. Al final, se fusionan los materiales y las pieles, se derriten entre gritos hipotéticos los miedos concentrados en segundos. En algún lugar, mientras, tú tomas una in-fusión de menta. Quieres tranquilizarte después de una carrera apresurada y destinada a esperar a nadie. Tu rostro, como la memoria, arde de sofoco intuyendo que después de hoy las llamas nunca volverán a significar lo mismo.

Buzones

Polizones de nuestras propias vidas, requerimos –a raticos- los empujones que nos proporcionan los correos llegados de improvisto.
El buzón de los paréntesis lleva dos días con rostro impávido y aburrido. No se mueve su listado de cariños, no se agrega ni se resta nada a su cadencia de distancias. Busco una señal en negrita que me diga que estás o que estamos, o que podríamos estar. Todo permanece inmóvil y yo, malacostumbrado, malconteto y malparido –a raticos- me contengo para no arrancar la estaca virtual y quemarla junto a todos mis deseos.
La otra opción es no volver a calzarme para salir al quicio de la puerta. No esperar para no anhelar. Hacerme acompañar de dos tragos en la mañana que conviertan el día en un riel por el que desplazarse sin mayores sobre-saltos.

19/8/08

Texticos del Insomnio III

/impúdico, sigo compartiendo estos texticos paridos en muchas noches de muchos días/

Sonámbulos


Los sonámbulos son unos pendejos mitológicos. Tratan de mantenerse despiertos en el sueño y buscan rendijas por las que colarse en la realidad para intervenirla. Pobres infelices incapaces de entender que los sueños deben mantenerse fuera de la Zona Verde para no contaminarse del olor, del sudor, de la cansada desidia de vivir.


Acertijo


Si-la-vida-es-para-vivirla-que-hago-hoy-muriendo-de-esta-forma-tan-estúpida.


El dolor


Soy una fábrica de dolor. Todos se sienten adoloridos por mis músculos cansados, por mi esperanza ingenua, por mi aliento desenmascarado. Qué de verdad es el dolor, cuánto de autoinfligido tiene, cuánto de literatura, cuánto de miedo. Miedo y dolor van de la mano cuando del alma se trata, cuando no podemos localizar la herida por el color rojo ni por el sabor metálico de su lamida. El alma, sujeta a exhibición pública, duele porque sí y porque tiene que doler, porque no se puede concebir que algunas heridas sangren en silencio, hemorragias internas que un día revientan el cuerpo sin que síntoma externo alguno hiciera presagiar el drama. El dolor hoy, fabricado por mi con tesón, en el silencio de mi propio dolor, es doble: para que sea menos en el otro debe ser más intenso en mi estirpe. El dolor del alma, conjugado en clave de fracaso teórico, no es más que una vedete chillona que no permite escuchar el armónico sonar de mi balada.

Cosa de refugiados


La mayoría coincide en la máxima del carpe diem. En teoría. Funciona a la perfección en el papel, o en el discurso de pavoneo, el que requiere de carácter y arrogancia medida. Vivir al día parece cosa de náufragos, terminales o de refugiados de frontera. Los demás, los únicos que podríamos hacerlo, pasamos el día planeando vivirlo hasta que cerca de medianoche, entre pequeños fracasos y esquirlas de alegría, perdemos el oxígeno y la dignidad. Y el aliento. El aliento también, sin hombro en el que vaciarlo.

Pespuntes

Viste una bata azul oscura con motitas blancas. Es sutil el dibujo, pero te aseguro que es un gesto de alegría después de décadas de luto. Gorda y tierna, ¡ay Julia!, siempre a mi lado, mirando mi vida con la sonrisa complaciente que me regalaste hasta que decidiste empacar para siempre. Julia, la abuela prestada y única, cosía y cosía pero antes de cerrar la herida en la tela aseguraba una última prueba no sin antes advertir que todo estaba en pespunte… apenas sujeto para no deshacerse, frágil, temporal.
¿Cómo se da un pespunte al dolor? Quizá con la seguridad de un médico ante un cuerpo desmembrado, con la calma de quien sabe qué es lo que se debe hacer: unir las piezas mientras reconozcamos sus yuntas.
Convivo con la duda de si Julia hubiera aprobado los pespuntes que yo doy permanentemente a mi vida, dispuesto a deshacerlos con un gesto contundente para reinventar la costura, para rediseñar las ropas que me han de vestir, que me han de dar calor. Es lo único bueno de esa técnica: el hilo blanco solo marca un proyecto, una idea, no la definición final.

La adolescencia

Enfermedad temporal que, como los granos rebeldes, amenaza permanentemente con reaparecer. Uno piensa, pensaba, que, una vez pasada, el estómago no volvía a doler, que las flores exóticas que aturdían los sentidos permanecerían marchitas, que los amores turbulentos o los deseos extremos no encontrarían refugio en nuestra vida. Nada que ver. Cuando uno menos lo espera, en edades que rozan lo gastado, la pubertad regresa. Adolescentes eternos, algunos adultos tenemos el humor cambiante, los deseos mutantes y unas terribles ganas de salir corriendo y reventar lo que nos rodea. Caprichosos, antojadizos, deseantes de todo lo prohibido por el otro, los adolescentes adultos somos peligrosos, imprevisibles, sufrientes sin pena y suicidas de lo ajeno. Nuestro dolor explosivo no es diferente al de un gótico floreado de espinillas, pero nuestra rabia es equivalente a mil años de injusticias.

18/8/08

Las farsas

Farsa I

No sé qué es más repugnante. Si la bravuconada de Georgia al atacar Osetia del Sur, la brutal respuesta de los rusos, siempre dispuestos a demostrar que imperio es imperio, o la vergonzosa reacción de Estados Unidos jugando ahora a defensor de la moderación.
Eso sí, ha sido perfecto. El sonido de las medallas olímpicas al chocar entre sí, minimiza esta extraña guerra y a las 180 mil víctimas desplazadas de las que apenas hemos conocido detalles.
Este mundo es tan extraño, que no me parecería raro que Sarkozy -el rey del coito interruptus diplomático- proponga ahora que le cedamos la organización de los JJOO a Eurosport, se distribuyan las cometencias durante todo el año y así el mundo será mejor (o no sabremos lo mal que está, lo que es lo mismo).

Farsa II

Se realiza una votación 'democrática', se ratifica a un presidente con casi el 70% de los votos, este sale y habla de negociación con los opositores (también ratificados con altísimos porcentajes) y la respuesta es asaltar un cuartel de policía, cerrar carreteras y amenazar con tumbar al presidente electo. De locos.... lo bueno es 'escuchar' el silencio de la llamada comunidad internacional. Pareciera que todos estuvieran deseando que caiga el indígena influenciado por el horrible Chávez. ¿No es esto lo que se quiere desde el primer día? !Repsol, aguanta, que al final las aguas vuelven a su cauce!

Farsa III

Estoy de Oabama y McCain hasta el moño. propongo que hasta que no nos dejen votar en EEUU (tenemos todo el derecho como ciudadanos del imperio) no hablemos más de estos payasos con nariz diferente pero con el mismo papel en esa obra teatral de Washington. Si Bush hizo bueno a Clinton (¿Recuerdan Somalia o el Plan Colombia?) -Mónica hizo que no se hablara de lo sustancial-... ahora habrá que temer que Obama el cambiante o McCain el patriota hagan bueno a Bush. No sé qué es peor.

Farsa IV
Las noticias de la toma de posesión de Fernando Lugo en Paraguay no hablaban de su plan de gobierno, ni del futuro de ese país, ni nada de nada. Solo dos cosas eran importantes: que crece el "club de la izquierda" -como lo denominó El Tiempo de Bogotá- y que es ex obispo. La profundidad del acercamiento a nuestros países cuando la izquierda llega al poder por las rutas democráticas es un buen adelanto de por qué salen tan rápido de ese poder.

Bonus track
Human Rights Watch y la Comisión Colombiana de Juristas han acusado a las FARC por el atentado indiscriminado de Ituango. Sería bueno escuchar ahora a los funcionarios del Gobierno colombiano y a los editorialistas de algunos medios de ese país que tanto han acusado a organizaciones de DDHH como estas de ser el brazo diplomático de la guerrilla. No los escucharemos, sin duda.

15/8/08

Texticos desde el insomnio II




Lo interminable


Hay cosas finitas. La riqueza, la harina de trigo, el amor, la pasta de dientes, el buen ron bueno, la pasión, las ganas y la desgana, las frituras, el queso francés, el vino de crianza y las rabietas, los libros acaban como acaban las películas, y el sexo, y los nísperos, y los créditos, mueren las personas y las canciones, los animales y los proyectos, los silencios, las fiestas y la algarabía, los desfiles militares, las condenas, los rosarios, las procesiones y las tristes putas tristes y las inconsciencias, acaba la libertad como nunca empieza, como las dictaduras y las corridas de toros y de nosotros, y los conciertos, y el cariño y los carnavales.
La mayoría de cosas son finitas y eso consuela porque su prolongación en el tiempo las haría vulgares, cansonas, a penas insoportables. Pero el sufrimiento es interminable. Primero te desplazan, te roban y te amedrentan, después de estigmatizan, te condenan a la soledad y a la pobreza. Más tarde, si les queda fuerza para hundirte más el machete, te quedará ver morir a tus hijos y a tus esperanzas, caer tu casa y tu salud y quizá, el único final posible, será el olvido de quién fuiste. Tu sufrimiento, tan interminable como implacable, habrá sido solo tuyo. E interminable.

La apuesta

Cuando el pesimismo no es una coartada, cuando se sabe de qué está fabricada la tristeza, el día se convierte en una apuesta. Terminal. No se puede ceder, ni tan siquiera dudar de que morir tiene más sentido cuando se ha luchado, de que renunciar no es más que refugiarse en la pecera particular, donde todas las maticas de plástico y las piedras artificiales nos son conocidas y donde todos los días, como una lluvia generosa, nos llega el alimento necesario para dar una vuelta más a las cuatro esquinas inquebrantables. La lucha no es cuestión de heroísmo, nada más lejos de su genética. Es la responsabilidad de los que, alimentados y leídos desde la infancia, no se pueden permitir la pesadumbre de la costra, del amor tibio, de las mañanas previsibles. Tampoco suena razonable que sus capacidades, las nuestras, queden a merced de una cuenta corriente o del vaivén de la bolsa. Menos aún que, prendidos de una metáfora fabricada, se caiga en el error de quedar atrapados una banda sonora de Morricone o en un sofá reclinable desde el que observar la vida.
Cuando el optimismo es auténtico y se conocen los éxitos de la dignidad, no queda más remedio que apostar a uno mismo a través de los otros, tirar los dados y ponerse en marcha sin esperar a que el movimiento cese y nos enteremos del resultado. Ya se sabe, apostar es solo cosa de escépticos y de optimistas.

De la trascendencia

¿Será verdad que pase lo que pase no pasa nada? ¿Qué ocurre si la lancha se vuelca o si los motores del avión se agotan? ¿Qué ocurre si no nos volvemos a ver para cumplir la peor de las hipótesis? ¿Cuál es la trascendencia del amor que no ha sido? ¿Y del que ha sido? Casi todo pendejada, casi todo trascendental. Nuestra futilidad es tan aplastante que nos obliga a ser heroicos, creyentes de ti para poder agarrarnos al casco rojo que ha de salvarnos en el naufragio. Únicos, hermosos, intrascendentes. La grandiosidad está en la fragilidad.

Pelícanos

Once pelícanos estiban pescados que se creían libres. En el abismo, organismos sin ojos niegan la luz ausente. No hay olas ni sobresaltos, no hay viento ni tumultos. Tan solo el picoteo preciso de esta superficie inabarcable, el quejido inaudible de los que ya están en boca de otros… y, yo, miro desde este bote de rocas con la esperanza de que lo que hay sea lo que debe ser. Este mar que es tan tuyo, esta luz para la que me faltan las palabras, y la respiración. Si precisara de una imagen para sobrevivir, probablemente amarraría mis pies a este atardecer, pegaría mis manos a la loma que desaparece, a la sonrisa que no alcanzo a capturar.

14/8/08

La naranja azul

A algunos se les olvida que el subcomandante Marcos sigue sembrando por ahí. Por si acaso. Algunas breves palabras suyas:


Si estoy en un error ahí lo corrigen, pero creo que fue Paul Eluard quien dijo que “Le monde est blue commme une orange”, que mi francés de sans papier traduce como “el mundo es azul como una naranja”.

He visto también algunas de esas fotos que del mundo se toman desde el espacio. La tierra se mira, en efecto, azul y sí, bien podría ser una naranja.

A veces, en las madrugadas que me encuentran deambulando sin reposo posible, alcanzo a treparme en una voluta de humo y, desde muy arriba, nos miro.

Créanme que lo que se alcanza ver es tan hermoso, que duele mirarlo.

No digo que sea perfecto, ni acabado, ni que carezca de huecos, irregularidades, heridas por cerrar, injusticias por remediar, espacios por liberar.

Pero sin embargo se mueve.

Como si todo lo malo que somos y cargamos, se mezclara con lo bueno que podemos ser y el mundo entero redibujara su geografía y su tiempo se rehiciera con otro calendario.

Vaya, como si otro mundo fuera posible.

Vengo después acá y escucho entonces que alguien dice que nuestros pueblos son ignorantes.

Yo relleno de tabaco la pipa, la enciendo y entonces digo:

¡Carajo! ¡Qué honor el poder ser alumno de tanta y tan rica ignorancia!


Subcomandante Insurgente Marcos.

13/8/08

Cuestión de no morir

(este es un relato larguillo, pero es que el tema siempre da de sí)


Las enumeraba. Sí, las numeraba. Sé que puede parecer infantil o incluso obsesivo, pero es que el amor no se podía dejar pasar así como así. Ahora, con la distancia y los sarpullidos del cansancio, pienso que era una reacción a mi verdadera incapacidad de amar de manera profesional, sistemática, consistente, perdurable. O, si fuera más cruel conmigo mismo, o más hijo de puta, diría que la reacción verdadera tenía que ver con la incapacidad de mujer alguna de enamorarse de mi. Por tanto, yo me enamoraba de muchas. No de cualquiera. De muchas. El Metro de Madrid era mi inmenso nido de amor. Horas y horas de camino a la universidad, de regreso, en busca de un amigo, de una amiga, de un cine o de Eduard Hopper.

Cuando iba a visitar a Hopper, la chica de la cafetería Chop Suey no me quitaba la vista de encima. Su frialdad de óleo, la geometría del pincel, la acartonaba en un mundo de rectángulos y líneas demasiado rectas que la hacía deseable pero imposible. Quizá por eso, cuando su sombrero desfasado, sus pechos caídos y el arete exageradamente azul de la oreja izquierda me recordaban lo patético de mi enamoramiento, corría a aferrarme a Magritte. Más europeo, más críptico, más pedante, más yo. Aunque sombrerero desfasado también, Magritte me prestaba uno de sus bombines, debajo de una luna decreciente, casi agonizante, apenas una línea, una herida por la que escapar del también exagerado paisaje azul. Con él yo me sentía tranquilo, insondable, embutido en mi traje negro, sin rostro, en todo caso una manzana verde para sonreír verde y un paraguas para aguantar algunas lágrimas fraticidas, grises, pesadas como el plomo del que estaban hechas. Magritte siempre logró serenarme, casi tanto como me inquietaba. Su mundo, el de la contradicción, me hacía pensar, pensar en lo poco que se parece lo que creemos vivir a lo que realmente vivimos. Un juego algo amanerado para engañarnos y hacernos ver en el lienzo lo que desearíamos que fuera el pedazo de realidad a pintar y no el que realmente hay para reproducir. Le Thérapeute y su jaula abierta y su falta de rostro es uno de los bálsamos que encontraba cuando alguna de las redondas y artificialmente decentes mujeres de Hopper se abalanzaba sobre mi.

Decía que el Metro era mi inmenso nido de amor. Lo era. Viajaba y no leía el periódico, ni fingía devorar un bestseller en edición pobretona y gastada de dobleces y olvidos. Sólo tenía dos posiciones. O dormía, lo que suponía un terrible riesgo para mi salud –mi cabeza siempre basculó más de lo recomendable y la vecina lanzaba su codo porque solía pensar que un abuso se escondía tras mis aspavientos de ojos cerrados-. O numeraba las mujeres de las que me enamoraba. Y a cada una le imaginaba una vida conmigo, hasta una separación de mi. Decidía si la víctima era superficial, profunda, una gata salvaje o una tierna desvalida necesitada de mi cuidado y destreza. Yo entraba en sus vidas decidido hasta que la próxima parada o mi destino inútil me hiciera perder de vista a la chica. Cuando esto ocurría yo entraba en un estado de turbación parecido al desasosiego. No lo era tanto, debo ser sincero, pero me gustaba pensar que era desasosiego.

Lo cierto es que más tarde, solía compartir con uno de los tres turbios amigos habituales mi hallazgo. Con lujo de detalles les relataba cómo hubiera sido el tránsito con la mujer de mi vida número 67 si ella hubiera reparado en mi mirada y, persuadida de lo indefectible de nuestro amor, se hubiera lanzado en mis brazos, o me hubiera hecho el amor en un pliegue de los enrevesados pasillos del subterráneo, o hubiera deslizado su teléfono en mi chaqueta para propiciar el encuentro que cambiaría nuestros rumbos, o rozado con el reverso de dos dedos mi sexo, fingiendo un desequilibrio cuando el vagón dudase de su estabilidad… Tantas posibilidades que no se daban, no porque la mujer de mi vida número 67 -o la 34 o la 86- fuera tonta o ciega, sino porque el destino era en esa época juguetón conmigo, algo canalla, siempre cabrón.
La cuenta la llevé por casi dos años y fueron de los más estables de mi vida. Yo sentía el amor sin necesidad de practicarlo, me masturbaba con rostros reales e historias que casi lo eran sin tener que amanecer junto a una cara gastada por la noche y un cuerpo con tantas imperfecciones como el mío.

Era un amor estéril, lo sé, algo enfermizo, quizá. Pero práctico, eso no me lo pueden negar. Si no recuerdo mal, hice el amor en esos dos añitos con unas 95 mujeres. Muy jóvenes algunas, sin méritos para denominarlas como mujeres; de mi edad otras, las más aburridas; se colaron algunas mamás –siempre eróticas con su superávit feromónico y sus ansias reprimidas dispuestas a vengarse del aburrimiento-; e incluso novicias, ejecutivas de falda gris y medias conteniendo un volcán; varias pijas, de esas que tras la apariencia de coderitas frágiles y pedantes pueden o podrían esconder una bestia ataviada de cuero y provista de látigo…. En fin todos los tópicos convertidos en historias de amor y, cuanto menos, en apasionadas y originales aventuras sexuales que terminaban en eyaculación solitaria pero complaciente.

Esos amores de humo los compartía en aquellos días con una modalidad del amor mucho más peligrosa y dañina: el platónico. Eran momentos en que el olor de aquel amor platónico me alimentaba durante semanas. Revelar en el cuarto oscuro cerca de ella era la antesala a un jardín real, repleto de sorpresas y extravagancias. Creía en el amor, y estaba seguro de que sufrir por él era lo correcto. Inmolarse por esa mujer, es decir hacerse su amigo a regañadientes, se convertía para mi en un ritual diario que mantenía mis complejos poéticos a tono. Como todo amor platónico, al convertirlo en realidad se provoca una suerte de reacción química de miedo escénico, un miedo al amor imposible de controlar cuando se cree a ciegas en ese sentimiento tan voluble.

Eso ocurrió en otro tiempo. Lejano ya. Después… algún amor esporádico, nunca tan satisfactorio. Muchos polvos salteados, nunca tan terapéuticos. Navegaba por el amor con la libertad y la incertidumbre de la deriva, como quien lo busca para demostrar que es necesario. Tuve grandes amores, no puedo ser injusto, pero al fin siempre se tornaban opresivos, posesivos, inquietantes.

Hay en el amor una especie de condena al no fracaso que lo hace pesado y flácido. Reconocer que estás cansado del amor era, hasta que me liberé, una derrota profunda y vergonzante, de las que no puedes reconocer en público, una hemorroides del corazón que, como la del esfínter, pica todo el tiempo, duele cuando utilizas el órgano en cuestión y no puedes compartirlo con nadie, excepto con los hermanos de padecimiento. Igual es el amor, inestable, un poco amanerado en casi todas sus manifestaciones y doloroso cuando se te ocurre darle cancha al corazón y no a los genitales. Empieza lindo, no nos vamos a engañar aquí. Seducción, acaramelamiento, bromas, picardía, provocación, prospección minera en el alma contraria. Esa es la fase del amor garrapiñado. Pero el amor, untado de herencia cristiana, requiere de sacrificios. Individualidad al carajo, intimidad en régimen de visitas controladas, tiempo consagrado al otro o a la otra se desee o no, y compensación en forma de melcocha y de compañía. Fase abducción, definitivamente. Y los amores de calidad evolucionan a las amistades perpetuas. Nos conocemos tanto, nos consentimos y toleramos tanto que no imaginamos un decorado mejor para envejecer y morir. Fase tanatorio.

Al final, todo parece ser un asunto de soledad contra compañía. O de planes eternos versus desprogramación permanente. ¿Cómo no? Todo requiere de sacrificios.
Yo gocé de esos amores en sus dos fases iniciales. Pero siempre, cuando estaba poniendo un pie en la fase tanatorio me pregunté si las cosas deberían ser así, sin más, sin opciones. Fonambulista en el vaivén del placer y la molestia. Incómodo por sentir que no era yo quien hacía el papel sino que era un doble entrenado para las situaciones más difíciles. Él era quien seguía haciendo el amor con cierto aburrimiento y con un afán cumplidor desmedido. Él se esforzaba en decir un te quiero a tiempo y en disfrutar las salidas programadas para romper la rutina de trabajar-dormir-trabajar-tomar un trago-trabajar-soñar-dormir-beso-trabajar-sexo extemporáneo-dormir-dormir-trabajar.

Mientras mi doble se ganaba el salario y mostraba sus mejores cualidades sociales, yo… Yo solo me consolaba siendo espectador de mi vida y de las ajenas. Soñaba con aferrarme a la maleta cuando viajaba por trabajo y quedarme sin planes dos semanas en una ciudad hostil y apenas rozada en la epidermis; miraba a otras mujeres sonreír y contonearse sabiendo que no eran mejores que la de mi vida, pero eran nuevas, diferentes, con otros olores, con otro acento, con una frase distinta para el despertar, con una maña diferente en el amor; miraba libros que yo no había escrito y aventuras que solo planeaba y que nunca realizaba; miraba la revolución lejana queriendo que fuera mía y la insolencia ajena la veía con la excitación del manifestante a punto de romper las vidrieras de una oficina bancaria…

El doble no siempre aguantaba la intensidad de la fase abducción. En esos momentos, requería de mi presencia y relevo. Me reencontraba con mi vida como un torero vegetariano que en el interior no soporta lo que hace pero sin más oficio ni posibilidad de reconocimiento que salir al coso y matar a la bestia negra para que los aplausos y vítores restañaran las heridas de la incoherencia. No me desagradaba tanto. Las mujeres con las que experimenté esta fase se lo merecían. Inteligentes, cariñosas y llenas de amor para mi. Yo, vacío desde hace mucho tiempo y sin drama por ello, mostraba una capacidad de amar absoluta y que no por real era menos fingida. Ahora me doy cuenta. Como de tantas cosas.

El amor es una experiencia cercana a la muerte si no se cauterizan ciertas hemorragias y cuando uno está amando, en ese preciso momento, se confunde la sangre –caliente, amarga y densa- con una piscina olímpica llena con fresco de flor de jamaica -rojo, dulce, refrescante-.
Ahora soy inmortal gracias a mi abstinencia amorosa. No se trata de desamor. No hay que confundirse. El desamor es un fracaso, una decepción, una renuncia forzada, algo parecido a la soledad opresiva del preso en celda de lujo. Mi abstinencia es más bien una irreverencia consciente, ir contracorriente cansado de formar parte del ejército de autómatas que aman porque les toca, que fingen amar para que cuando les toque tener un cuento que echar, que convierten a su amada en caucho maleable que estirar hasta conectarlo con la muerte.
Así las cosas, no me voy a morir, no voy a enterrar mis incertidumbre en un solo amor, en una apuesta sin solución, en una quiniela con 14 posibilidades de 1X2 cuyos partidos nunca acaban… Hoy cumplo cinco años sin amar y por eso lo escribo, para, como el alcohólico que verbaliza su adicción, neutralizar la tentación adictiva de volver a amar. El 28 de enero de 2001, en la habitación 233 de un hotel cualquiera, decidí quererme a mi, no volver a caer en la trampa de amarme a través de una mujer. Reconozco que la decisión fue provocada por un casi amor y ese tiro al larguero me hizo darme cuenta de que pasar la vida tratando de meter la pelota entre tres palos era de una infantilidad patética. Hay que correr demasiado por la cancha, hay que sudar, estirar los músculos a su límite, llorar de la rabia por el pase perdido o por la torpeza mostrada ante 80.000 espectadores. El placer del acierto dura 15 segundos y después te persiguen las estadísticas y la comparaciones durante décadas. Dejé ese juego estéril que cuando ha finalizado te convoca a una nueva cita épica siete días después y que después de años de práctica solo te sirve para contar batallitas del pasado.

Tengo ahora grandes pasiones, planificadas y trabajadas como toda pasión adulta. Juegos breves o largos –algunos se dificultan- que hacen de mi vida una aventura con resultados, con principio y final. No todas las mujeres que pasan por mis sábanas grises participan del juego conscientemente. Las que sí lo hacen son ya parte de mi vida, de mi eternidad, morirán un día, pero no por mi, sino conmigo, muertas de la risa, de la libertad de mandarme al carajo o de renovar en mil besos sin reclamos su elección temporal. Las que siguen atrapadas en la ratonera del amor, mueren un poco en cada orgasmo, en cada fracaso, en cada una de las decepciones que les proporciono sin rubor.

No enumero estos escarceos. Ya no tengo la ansiedad del amor ni la necesidad de acumular breve memoria de momentos gloriosos para sentir que la vida merece la pena. Solo vivo. Y deseo.

Cadenas bajo los anillos olímpicos

Publicado en la revista K de Panamá / 08.08.08 -el día de la inauguración-


Los Juegos Olímpicos Beijing 2008 son los más caros de la historia. 25 mil periodistas los cubrirán en directo y media humanidad verá batir marcas en gestas deportivas. Mientras, en China se produce una de las situaciones más escandalosas de dictadura y violación de los derechos Humanos.

Paco Gómez Nadal
El mes de las Olimpiadas. El evento mundial que aúna más voluntades e interés, el sueño de un planeta mejor, del hermanamiento universal. La propia declaración de principios olímpica insiste: “El Olimpismo se propone crear un estilo de vida basado en el respeto por los principios éticos fundamentales universales”. ¿Le choca algo de esto con el hecho de que se estén celebrando en China? El brillo de las Olimpiadas Beijing 2008 trata de ocultar una historia de dictadura, violación de derechos humanos y explotación laboral casi esclavista. Esta es la historia.
La idea no es amargarle el día, pero revise el closet. Mire en la etiqueta el origen de su ropa o de sus zapatos y comprobará que la mayoría se produce en China. La cosen las llamadas Dagongnei (chicas trabajadoras) y lo hacen en jornadas laborales de entre 12 y 15 horas a cambio de un salario (en el mejor de los casos) de 130 dólares mensuales del que se restan los “gastos de alojamiento y alimentación”, duermen compartiendo cuarto con otras 15 trabajadoras y si se portan mal pueden perder el derecho a los ocho días de vacaciones anuales.
Si quiere no escuchar estos datos de la infamia puede enchufarse a su iPod y poner la música a todo volumen, pero tampoco será muy tranquilizador. Un informe publicado por la revista Macworld en Inglaterra devela cómo este artefacto, que ha cambiado el concepto de ocio musical en los países desarrollados, se produce en inmensas fábricas como la de Longhua, donde unos 200 mil trabajadoras ensamblan estos aparatos a razón de 50 dólares mensuales y duermen en espacios compartidos por 100 personas. La modernidad tiene sus víctimas.
Campañas alternativas
Los informes sobre explotación laboral en China son brutales y las Olimpiadas han servido para que diversas campañas internacionales hayan presionado al Gobierno chino y a las marcas transnacionales a mejorar las condiciones de esta producción en masa y barata. De hecho, Juega Limpio 2008 ha logrado que algunas marcas de ropa deportiva, como Adidas o Rebook den pasos en ese sentido. Queda mucho por hacer mientras la pelota que patea su hijo siga siendo cosida por un niño o una niña en China por cincuenta centavos de dólar cada unidad y las zapatillas Puma o New Balance con la que sale a hacer ejercicio por Amador hayan salido de las manos de un trabajador chino que cobra entre 2 y 4 dólares al día (un día muy largo de 15 horas de jornada laboral).
¿Qué tiene que ver esto con las Olimpiadas? Según organizaciones como Human Rights Watch, mucho. “Con las Olimpiadas, el Gobierno de China quiere legitimizarse en el panorama internacional”, asegura la organización en un comunicado. Pero la verdad es que las Olimpiadas nunca han sido un evento meramente deportivo. El intelectual francés Guy Sorman publicó el pasado febrero un artículo titulado Las Olimpiadas de la represión en el que denunciaba alto y claro el barniz político del movimiento olimpista: “Las próximas Olimpiadas de Beijing serán un torneo político. Desde su reinvención por Pierre de Coubertin, siempre han sido politizadas. Las primeras se realizaron en 1896, en Atenas, para fastidiar a los turcos que todavía ocupaban la parte norte de Grecia. Las de Berlín, en 1936, celebraron el triunfo del nazismo. Las de Seúl, en 1988, abrieron las puertas a la democratización de Corea. Las de Pekín ¿se parecerán a las de Berlín o a las de Seúl? ¿Serán la apoteosis de un régimen autoritario o el comienzo de su desaparición?”.
No parece que el régimen totalitario chino sienta que se está conduciendo cerca de abismo alguno. En los últimos meses ha conseguido silenciar con malabarismos diplomáticos las protestas en todo el mundo que amenazaron el recorrido de la antorcha olímpica por la represión que se desató en el mes de marzo en Tibet. En esta mítica región, ocupada por China en 1950, comenzaron manifestaciones exigiendo la independencia que terminaron con duros enfrentamientos y un bloqueo informativo casi total por parte de las autoridades chinas. Según la información que pudo recabar Amnistía Internacional, murieron entre 79 y 140 manifestantes, fueron detenidos casi 2000 y 100 están desaparecidos. El gobierno solo reconoce la muerte de 18 civiles.
La guinda a los despropósitos chinos previos al evento fue el veto que China impuso, junto a Rusia, a la resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que imponía sanciones al régimen de Rober Mugabe, el dictatorial presidente de Zimbabwe. La comunidad internacional se mostró perpleja.

Promesas incumplidas
Los acontecimientos tumban las promesas del propio Gobierno chino que, cuando postulaba la candidatura de Beijing, prometió un avance sustancial en los derechos humanos. En abril de 2001, el vicepresidente del Comité de la Candidatura Olímpica Beijing 2008, Liu Jinguamin, hablaba así ante las autoridades del Comité Olímpico Internacional (COI): “Si permiten que Beijing albergue los juegos, contribuirán al desarrollo de los Derechos Humanos”.
No es lo que piensa la organización Human Rights in China (HRIC), que a mediados de julio denunciaba un incremento en la represión a las voces críticas. Para muestra, valga la detención solo en junio de este año cinco disidentes en diferentes regiones del país. Su delito, publicar ensayos o artículos críticos con el Gobierno. “El estado actual de la situación (de los derechos humanos y la libertad de expresión) es intolerable”, ha dicho la directora ejecutiva de HRIC, Sharon Hom. “Bajo el anuncio de unos 'Juegos Olímpicos pacíficos' las autoridades continúan empleando métodos de seguridad contraproducentes y contradictorios, que sólo sirven para exacerbar la crisis de los derechos humanos y provocar una mayor inestabilidad en China”.
Por si todo esto fuera poco, las ciudades que son sede de los juegos están siendo “limpiadas” de vagabundos y activistas. Una realidad poco parecida a los comunicados del Diario del Pueblo del Partido Comunista Chino donde se asegura que “actualmente, China está atravesando su mejor etapa en cuanto a protección y promoción de los derechos humanos de su población”. En cuanto se rasca un poco en las posiciones oficiales se descubre también que la interpretación del Gobierno chino de lo que son derechos Humanos es bastante peculiar. Zhu Muzhi, presidente honorario de la Sociedad para los Estudios sobre Derechos Humanos de China asegura que “en los países occidentales existe la opinión de que los derechos humanos son más importantes que la soberanía. Este punto de vista se opone esencialmente al principio universalmente aceptado de que la soberanía de un país no puede ser vulnerada, e inevitablemente podría usarse como arma de la hegemonía y políticas de poder”.
Temor a protestas
Mientras, el espectáculo está servido. Los Juegos Olímpicos más costosos de la historia donde competirán 16 mil deportistas se desarrollarán bajo el temor a manifestaciones, plantones de atletas solidarios con el Tibet o acciones de defensores de Derechos Humanos de todo el planeta. Para evitar sorpresas, el Comité Olímpico Chino informó a principios de julio que queda prohibido a los espectadores asistir a los recintos con vestimentas, banderas y pancartas con motivos comerciales, medioambientales, religiosos, políticos, militares o sobre los derechos humanos. Eso sí, en esta sociedad hiperreglamentada ya se han establecido tres zonas en Beijing donde están autorizadas las manifestaciones.
La pregunta es si todo quedará igual después del brillo del oro olímpico. Ni el Gobierno chino ni las empresas patrocinadoras del evento están seguras del todo. Algunas, como Wolsvagen, han pedido apertura a las autoridades comunistas. Otros, como los directivos de Coca Cola restan importancia a las críticas sobre China y los derechos humanos y las califican de mal informadas. El consuelo de Coca Cola es que dice estar trabajando con organizaciones sin fines de lucro para llevar suministros y servicios sanitarios a Darfur y que va a invertir 5 millones de dólares en llevar agua limpia a Sudán. Una medalla de oro a la Responsabilidad Social Corporativa de dudosa calidad.
Tampoco parece que el Comité Olímpico Internacional (COI) haya manejado bien la situación. Reporteros Si Fronteras ha criticado al COI por “la enorme responsabilidad que tienen en la actual crisis. Cerrando los ojos ante la política represiva de las autoridades, el COI ha hecho trizas el efecto positivo que se esperaba en el terreno de los derechos humanos en China”.
El deporte no ha quedado fuera de la discusión mundial y Beijing 2008 entrará a la historia como lo hicieron Berlín, México o Corea.

¿Cuál es el escándalo?

Tenemos una hipertrofia del sentido. Medio mundo escandalizado ahora por las mentiras chinas durante la "espectacular" ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos, pero poco pasa porque hayan detenido a un periodista inglés por cubrir una manifestación a favor del Tibet... por cierto ¿alguien ha podido ver algo en los medios sobre estas protestas? No, para eso estála policia china y la ceguera occidental. Muy bonito todo, muy macho Phelps, y nada de nada de la situación de los millones de esclavos chinos que siguen trabajando a nuestro servicio en las maquilas de la esperanza roja.
Felices juegos...

12/8/08

Algunos medios sí publican

Fui injusto. Como era previsible, los medios de contra información si quieren otras versiones de la realidad. El artículo La Otra Colombia que pegué en este blog hace unos días, ha salido en la web de Rebelión y en Indymedia. les recomiendo estos lugares donde hay otras miradas (no es necesario que coincidan con ellas, a diferencia del juego de unanimidad de los mass media)

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=71289&titular=la-otra-colombia-

Qué miedo da el miedo

El Malcontento / publicado en la Prensa / 12.08.08


Paco Gómez Nadal
El miedo es como el calor. Una cosa es la temperatura que marcan los termómetros y otra es la sensación térmica alimentada por la humedad, la intensidad y textura del viento, el día hormonal que esté pasando el cristiano y alguna bobada más. El miedo es igual. Una cosa es la amenaza real que, teóricamente, lo produce, y otra muy diferente es la intensidad de ese miedo, que se alimenta interna y externamente de muchas formas.
La clase social (existen, sí, lo siento) que más miedo tiene siempre es la mía: la clase media. Tenemos miedo a casi todo, pero todo él está basado en el concepto de “tener” y por lo tanto el miedo es a “perder”. Perder lo logrado con el sudor de nuestro trabajo, perder el empleo, perder los magros ahorros, perder el puesto en la cola del banco, perder la vida, perder, perder… Extrañamente sentimos miedo a perder la dignidad, a perder la batalla política o a perder el acumulado ético... en esos casos no hay una conciencia de la importancia de estas posesiones.
Este terrible miedo paralizante se extiende a cosas menos prosaicas, como el miedo al amor o a sentir, o a expresar lo que realmente se siente. Si se da cuenta, cada miedo trae consecuencias, pequeñas castraciones que van cercenando la belleza con la que todas y todos nacemos. Vamos acumulando costras, cicatrices que curan mal después de cada miedo expuesto al ambiente. Por eso, cuando maduramos y sumamos años, nos vamos volviendo, excepto en loables casos, en seres un poco más hoscos, más cobardes, menos dispuestos a arriesgar para enamorarnos, para embarcarnos en nuevas aventuras, para mostrarnos como somos.
El miedo es por tanto, un determinante claro de nuestras actitudes individuales y sociales. Véase si no como los gobiernos y las iglesias han usado siempre el miedo para controlarnos. Miedo al Dios castigador, al infierno o al purgatorio –cuando existía-, miedo a que se nos cayera la mano si nos masturbábamos, a que nos cayera un rayo si perjurábamos, al cura, ala monja, a todo… En el caso de la política, los miedos clásicos pasaban por las invasiones bárbaras –el bárbaro siempre es el vecino-, el coco del comunismo y la temidísima “inestabilidad”, que solia animar a militares y salvapatrias a provocar un caos mayor para luego presumir de “estabilizadores”.
Después de 2001 y de los tristemente famosos atentados de Manhattan, el miedo pasó a arma de destrucción masiva. El miedo al terrorismo se mostró más mortífero que el propio terrorismo y está siendo usado cada día por las administraciones estadounidenses y por todos los gobiernos arrastrados del planeta, que son la mayoría. Ya se sabe que cualquier idea que pare Washington, sea en el ámbito político, económico, militar, cultural y hasta familiar, suele tener mucho éxito entre nuestros políticos que las adoptan unas veces con camuflaje y otras sin él.
El miedo a un incremento de la inseguridad en nuestras calles es lo que enarbola el gobierno de este muchacho que parece que no rompe un plato –aunque ya quedan pocos en la vajilla que estrenó en 2004- para la reforma de los organismos de seguridad. Nadie duda que haya que reformarlos, pero sí cuestiono ampliamente la propuesta. Primero porque el gobierno Torrijos lleva como tres planes integrales de seguridad, millones de dólares en carritos con luces, capacitaciones, armas, etc… para que al final no dé la sensación de que mejoren las cosas.
Segundo, porque Panamá no vive una situación de inseguridad, por mucho que algunos medios quieran alimentar esa sensación ‘térmica’ y que a los militaristas les interese presentarse como los ‘salvadores’. Seguimos teniendo unos índices bajos de criminalidad y la que hay se debe o al auge del narcotráfico o a la dramática brecha socioeconómica.
Si en realidad quieren abordar el tema de la inseguridad, reformen el desaparecido Ministerio de Desarrollo Social, dejen de perdonar impuestos a empresas como Odelbrech, no derrochen la plata en tanto coctel y tanto hotel (visiten cada cierto tiempo www.panamacompra.gob.pa para llorar), olviden los bonos populistas que no son transferencia real de recursos sino de migajas y trabajen para que en este país la mayoría de ciudadanos no se sientan de cuarta clase. ¡Que estupidez de consejo! Todos pensando en qué puesto tendrán en el próximo gobierno y yo sugiriendo que piensen en la gente. La ingenuidad, la mía, no tiene límite. El miedo tampoco parece tenerlo, pero el día que ciudadanas y ciudadanos pierdan el miedo será el comienzo de un nuevo tiempo donde las mentiras y la manipulación no sean tan fáciles de regar.
[“Hoy me gusta la vida mucho menos,/pero siempre me gusta vivir: ya lo decía. / Casi toqué la parte de mi todo y me contuve / con un tiro en la lengua detrás de mi palabra”, César Vallejo comienza con C. Y deja las palabras de éste chiquitas, casi en retirada. Ya lo decía, a pesar de lo poco que me gusta siempre me gusta vivir.]

Bang, Bang

(una frase que parió un relato. O un relato que precisó de una frase)



Me empeño en imaginarme huyendo de mi casa a medianoche sin nada que acumular ni recuerdos que cargar, solo correr para evitar la muerte o para rehuir al miedo a la muerte. Trato de concentrarme para ponerme en la piel de esta mujer que arrastra la escobilla ensuciando el vidrio de mi carro y mi conciencia cuando me promete limpieza por 200 o 400 pesos. No promete en vano, la limpieza no siempre es transparente. Su mirada no está perdida, siguiendo el tópico está clavada en mi, en todos nosotros, en todos los que no somos ellos. ¿Es odio? No creo. Más bien me atrevo a intuir incomprensión. No comprende nuestra incomprensión.
Qué más da, no debería perder el tiempo cargando mi día de angustias ajenas que no puedo transformar, insistiendo en entender mi país cuando hay miles de expertos estudiándolo desde hace décadas para concluir que todo es fruto de una enajenación colectiva –lo que nos gusta porque nos excusa a todos de la responsabilidad personal-.


Al llegar a casa retomo el control de mis pensamientos. Uno de esos besos interminables y casi susurrados de Ángela me tranquiliza, me devuelve al mundo de los que sí tenemos recuerdos… y expectativas. Uno de los abrazos de pierna de Guillermo me anclan al piso, al terreno del que no debo desplazarme. Volví a engancharme en las verdaderas razones de vivir, en los afectos, en las caminatas bajo el sol que eran aventuras iniciáticas para G. –la forma en la que yo llamo a mi hijo y que tantas críticas genera en el entorno cercano-, en las miradas furtivas de adolescentes que A. –también tengo el vicio con ella- y yo nos lanzamos en cada recodo de la existencia, en lo viable que me parece todo cuando estoy protegido por esa cobija conocida y sorprendente que es el hogar… No todo hogar, eso sí. He probado varios y no todos proporcionan el mismo calor, ni la misma cadencia a la vida. Este lo lograba y lo cierto es que, rehuyendo de las explicaciones como siempre he hecho, no tengo una tesis que lo pueda justificar. Es así, punto.


Hay tres problemas que provocan ansiedad a mi jefe. Tener que regresar a su casa con su familia, el balance del contador y que algún día lo amenacen. Que las tres coincidan no es más que un juego de azar. El condicional pasó ayer a ser presente. Jaime ya volvía a su apartamento, feliz de saber que parte de su equipo en la ONG seguía trabajando, para complacerlo a él, fundamentalmente, para imitar el ritmo de quien no solo dirige el proyecto, sino que vive a través de él. Sonó el celular, con esa melodía de Queen que le permitía engañarse y sentir que alguna vez fue joven. Al menos, más joven que ahora. Jaime, no te va a gustar esto, acabo de terminar la proyección. Di, no jodás, no le metas más emoción de la que ya tiene. Bueno, pues si te jodo, porque estamos así: jodidos. Como no confirmes la donación de los suecos, tienes que empezar a botarnos en dos meses. ¡Putas!


Ya en casa, Jaime se sirvió un ron con tres hielos, miró al fondo del vaso tratando de enfriar su cabeza y el dolor que le atrapaba todo el lado derecho, desde el cuello hasta la sien, y vació el contenido dorado antes de que su compañera le hiciera esa pregunta inocente que hoy lo heriría como fierro de comuna. ¿Cómo fue el día amor? No le dio tiempo a contestar a Vicky. Sonó el teléfono fijo. Su tercer miedo se hizo densidad, ocupó sus pulmones e hizo que durante unos tres segundos su cuerpo temblara antes de que la mano se abriera y dejara caer el vaso.


La reunión fue a primera hora. Nos convocaron de forma inusual, sin el buen humor que solía justificar el mal salario. La amenaza a Jaime se convirtió en un puntapié a casi todos que los suecos no estaban dispuestos a acolchar. La verborrea de siempre: protocolo de seguridad, estamos pisando callos, es mejor trabajar en incidencia que seguir en la inútil estrategia de denunciar, hemos generado una burocracia innecesaria, no hemos generado retorno… y el epílogo funesto: no somos sostenibles. En las siguientes horas siete personas del equipo recibimos la llamada que copa todos los instantes venideros. La voz se nos clavó a todos como puñal incandescente. ¿Cómo se pueden poner de acuerdo todos los miedos para jodernos la vida?


Hago el recorrido de siempre, paro en los semáforos habituales. No está. No está la mujer ni su miseria. Ni rastro de la botella de Colombiana convertida en surtidor de agua jabonosa ennegrecida, ni del niño que suele sacarse los mocos y construir un mosaico con ellos en el bolardo que instaló la alcaldía para embellecer esa zona seminoble de la ciudad, ni de las bolsas de tela en la que suele guardar su existencia hasta que termina la jornada laboral del desempleo… La ansiedad me puede. Boto el carro lo mejor que puedo para preguntarle a otra desplazada que, habitualmente, comparte semáforo con la mujer que siempre me mira a los ojos. Directa. Cuando le pregunto por ella, la compañera de penurias sale corriendo, tiene miedo, miedo de todo, de todos los que no compartan su desgracia. Trato de gritarle que se tranquilice que yo la entiendo, que estoy de su lado. Parece imposible de creer para quien está acostumbrada a que todo extraño sea un mal presagio. De hecho, es imposible que la comprenda, estoy jugando conmigo, una vez más, al socialdemócrata complaciente.


A. tuvo un buen día en el trabajo. Está radiante. Suele estar radiante. Mucho más que yo. Ha llegado temprano hoy y, gracias a ese imprevisto, ha podido salir al parque con G. y disfrutarlo como lo hacen quienes además de vida tienen tiempo. Hoy, hoy que tanto necesitaba yo el beso interminable y casi susurrado, me recibe con un beso fuerte y sonoro, breve, como un regalo de cumpleaños al ser abierto. Está activa y cocinando. No sé qué decir. No sé si quiero decir algo. Toco el celular en mi bolsillo temeroso de que empiece a vibrar. Le he quitado el sonido para que, si llama la Voz de nuevo, poder contestarlo en el baño, o en el cuarto y no tener que dar explicaciones.
Pongo la mesa y trato de ser simpático con G. ¿Qué culpa tendrá él de toda esta locura?, ¿quién lo mando a nacer en donde somos? Termino y me asomo a la ventana, ver la calle, el movimiento sin prevenciones de los carros, de la gente, de los perros que los acompañan, de las hojas que el viento desplaza, me tranquiliza observar todo lo que se desplaza por propia voluntad también. Me tranquiliza. Bajo la mirada y me topo con un cuerpo que se apoya sobre uno de sus pies en la pared de ladrillo amarillento del edifico que está frente al nuestro, tan altivo en esta loma de estrato seis. No la había visto antes. Es un joven, de no más de 20 años. Hago que mis ojos se crucen con los suyos aprovechando el segundo piso en el que vivimos. Lo logro y cuando el contacto es completo, puedo ver casi en cámara lenta, cómo levanta el brazo, apunta hacia mi con una pistola de carne hecha con la mano y después puedo leer en sus labios cómo dispara un “Bang, Bang”.


Jaime hizo todo lo que se supone que se tiene que hacer. Las llamadas pertinentes, las visitas precisas. En su cartera de cuero marrón ya están los tiquetes y los planes. En menos de 24 horas, Vicky y él estarían en Malmö, tan sueco y tan cerca de Dinamarca, siempre e la frontera, siempre con una posibilidad de huída a través del puente sobre el Öresund. No tuvo las agallas de hablar conmigo. Ni con nadie. A ninguno de los siete que compartimos la Voz con él nos preguntó cómo íbamos a solucionar, qué planes teníamos o, al menos, qué carajo estábamos sintiendo. Siempre fue así: duro en su discurso y blando en su coherencia. Tampoco muy diferente al resto de nosotros, de todos.


Ese Bang, Bang habría sido diferente si G. no existiera. Habría propuesto a A. que lucháramos, que no nos dejáramos amedrentar por las ratas que tenían miedo a la verdad, a las verdades que en este país nos hemos ocultado o arrojado a la cara de manera alterna. Pero existe G. y cuando ese pelao hizo el gesto, flexionó dos veces su dedo índice y me disparó simbólicamente, no sabía que me había alcanzado en la víscera más sensible de mi cuerpo: el miedo al sufrimiento de G.
¡Es todo tan rápido! Obligo a A. para que deje a medio cocinar la pasta con langostinos que estaba casi terminada. Cierro las cortinas repitiendo gestos de alguna película. Le pido a G. que aliste su morralito. Doy explicaciones truncadas, sin sentido, a A. mientras la llevo al dormitorio y cierro la puerta para no asustar más a G., que tiembla de puro despiste. Echamos algunas ropas desordenadas y sin criterio en una maleta. Llamo por celular a Camilo para pedirle refugio temporal, ese de ciudad pequeña en el que se ha instalado junto al silencio que le ha permitido sobrevivir en este cementerio de vivos. Cuelgo antes de que conteste por miedo a estar pinchado –ahora entiendo a Jaime y su silencio-. Agarro dinero y tarjetas, y las pastillas para la alergia, y un registro de nacimiento de G. y una foto de los tres que me acompaña en el sueño cuando duermo en mi vida. Bajamos rápido, por la escalera, como si estar encerrados en el ascensor les diera papaya. Arranco el carro, arrancamos de una…


Son las 8 de la noche y la ciudad está en plena actividad. Quien nos mira en nuestro carro ve a una linda familia de paseo, quizá saliendo a una finca cercana a pasar unos días. No hablamos. A. tiene una lágrima atrancada que lucha entre tocar su labio superior o desviarse hacia el lado derecho de la mandíbula. Freno en el semáforo. Es el semáforo. Y ella está ahí. No limpia el vidrio. Mira mi mirada perdida y la cara congelada de G. Su hijo levanta la mano desde el bolardo y sonríe. Sé que no vamos a volver. El miedo, cuando se instala, no deja que se huya. El miedo, gratuito y particular, desplaza más que las balas. Hay muertes que no precisan del cuerpo yerto para ser verdad.

11/8/08

Nubes mejor que sueño

(es la semana de la ficción)

Nubes
mejor
que sueño

La imaginación nunca me ayudó a dibujar nubes como estas. Desde acá, más cerca del fin, se parecen a los cuadros que vende Robinson en la plaza a los turistas despistados que asoman por nuestra pobreza. Así, como repintadas, inmóviles en el lienzo igual que en este cielo. No sé si será cuestión de perspectiva. Hoy el sueño está detenido y ellas no hacen menos. Mis ojos, repletos de mar, no pueden apartar la vista de ellas. Tampoco quieren mirar a otro lado. ¿Para qué?, ¿por quién?
Siento mi olor y la cara de asco de la mujer que se sienta a mi lado. Para ella un rato desagradable junto a una desconocida; para mi el retorno interminable a la parálisis de la que me despedí hace tan solo seis días. Huelo mal, lo sé. Como las otras 11 mujeres y niñas que me acompañan salteadas y vigiladas por el fracaso. No me he lavado en este tiempo y las huellas de muchos hombres y mujeres están estampadas en mi antebrazo. Uno, incluso, hurgó en mi boca con un dedo enguantado. Otra, incluso, tuvo el derecho que le negué a Bip durante tantos meses de amor y reparos. Con rostro profesional, inmutable, me abrió las piernas, subió con su tacto de plástico hasta mi sexo y comprobó que dentro de él solo había sequedad y tristeza. Lo único húmedo en mi era ese maldito sudor que se resistía a ceder incluso bajo el aire acondicionado más persistente.
En estas circunstancias el ser humano pierde todo atributo. Yo no he sido Calima, no he sido mujer, no he querido serlo. Hay un paréntesis en los afectos, en los recuerdos, en las segregaciones del cuerpo –excepto el sudor, claro-, en la sensibilidad de la piel. “No eres nadie hasta que no salgas del limbo”. Me lo repetía a mi todo el tiempo para mantener la esperanza de que sí había salida… y de que puedo –podría, podrá, pude- ser alguien.
Cuando me embarqué había un ambiente festivo cortado por la duda. Todos nos subimos al bote con la esperanza de que al quemar en la playa todo lo innecesario estábamos garantizando el éxito de un futuro que comenzaba, como casi todo, sin historia acumulada. Los mitos se habían encargado en los días previos de alimentar el insensato entusiasmo. Mitos sobre cómo sería, sobre cómo prosperaríamos, sobre lo que ayudaríamos en casa… entre nosotras llegábamos a imaginar cómo podrían ser los hijos del encuentro, de la mezcla, de nuestro cuerpo negro y aruñado por la desgracia con el de ellos, blancos y suavizados con cremas costosas y cariño de mamás que no tenían que pensar en nada más.
Llegar al bote había parecido lo más difícil. Durante tres meses caminé, logré trayectos prestados gracias a algunos camioneros que esperaban más de lo que les pagué, comí poco, oriné en rincones ya repletos de orina, dormí con un ojo abierto para proteger mi pequeña fortuna de papel gastado, te recordé Bip, añoré nuestra pobreza y me arrepentí de no haber estado en ti, repudié una vez más la imposibilidad de soñar. Me avergonzaba también de haberte despreciado por no iniciar ruta conmigo. Lo siento tanto. Ahora.
En esos tres meses me faltó de todo, menos sueños. Por primera vez podía soñar en una vida diferente y eso, me repetía, ya merecía la pena. Era una sensación tan nueva. Hacer planes había sido un ejercicio vacuo que terminaba al poco tiempo de comenzar, cuando una ráfaga de viento hirviendo o una voz reconocida me devolvía a la realidad.
Cuando quemamos lo prescindible en la playa estábamos viendo arder nuestra alma sin saberlo. Hasta ese punto, peleamos con nuestra dignidad en lastre contra un mundo que conocíamos para buscar uno que, según el mito, era mucho mejor. No sabíamos, no sabía, que desde el momento que subí el primer pie en el bote mi vida sin futuro pasó a ser una vida de otros. El capitán gritaba, ordenaba –“no se muevan”, “abajo”, “si digo ‘al agua’ saltan todos sin excusas”, “las preñadas son igual que los otros, que esto no es la beneficencia”-, se reía de nosotros cada ciertas olas, imagino que hacía planes de en qué iba a dilapidar la buena ganancia de este viaje de desganados.
Al poco de comenzar la ruta, en la noche cerrada aún, alcancé a ver un avión que nos sobrepasaba en la misma dirección. Me recordó a mi hermana Bluga, cuando consiguió una pequeña linternita en el pueblo y en medio de la noche, cuando dormíamos sobre el piso de la choza en el pueblo que nos parió, prendía y apagaba esa lucecita roja, en silencio, moviendo el brazo en un recorrido lento y ritual para ella que no supe nunca adónde la llevaba. El avión avanzaba en el silencio de la distancia y solo unas lucecitas rojas y azules se intuían desde el contracielo de agua negra sobre el que nosotros habíamos depositado todos los anhelos.
Cuando estaba amaneciendo vimos la costa a lo lejos y el capitán regresó a su tono marcial: “no tendrán más de 3 o 4 minutos”, “van a saltar cuando estemos a unos 60 metros de la playa, ahí no cubre”, “les recomiendo que se escondan lo antes y lo más lejos posible”, “si les agarran, no hablen, no digan de donde son, ni su nombre”, “si mañana están de vuelta, no se extrañen, jejeje”. Con sus hirientes carcajadas se confundió el motor de otro avión que salía de detrás de la costa. Esta vez, hacia nosotros. Avanzaba pavoneando el ruido de sus motores gracias a la poca altura que había logrado todavía. En ese momento, quise subir a uno, me parecieron aparatos extraños pero fascinantes. Como burbujas de metal dentro de las cuáles nada puede pasar, un entorno protector del que nunca salir. Un útero ajeno en el que descansar el vacío propio.
Todo fue muy rápido, ni el capitán se salvó. Unas lanchas rápidas llenas de ruido y hombres salieron de la nada. Extrañamente, mantuvimos un silencio no menos denso que aterrador. Ni el capitán abrió la boca. Casi intentó girar, pero creo que calculo sus posibilidades y supo que acaba de entrar al mundo de los perdedores con sus flamantes motores. Probablemente, pensó en el desperdicio que era no utilizar el bidón de gasolina que llevaba reservado para la vuelta ni beber la botella de wiski que aguardaba la solitaria celebración. Quizá por eso, mientras se acercaban, él sí tuvo tiempo para echarse un trago y reír hacia dentro sin señal alguna externa que remarcara el sarcasmo de la vida.
De ahí a hoy no hay nada. Solo un paréntesis. Palabras hechas para no ser entendidas por mi. Malas caras dándonos mantas y agua. Camioneros disfrazados de policías que miraban a las mujeres con los mismos pensamientos húmedos de los camioneros sin disfraz que me regalaron carretera sobre ruedas. Cooperantes de la hipocresía que se interesaban por nosotros antes de pasar página y olvidarnos como a miles. Y yo. Yo mirando a la pared, yo intuyendo tras ellas un mundo más hostil de lo que imaginaba y demasiado limpio para ser de verdad. Solo vi lo que permitían los trayectos de un centro de reclusión a otro. Nada. Porque a pesar de no ser durante esos cuatro días y medio, mis ojos estaban como ahora, con una inagotable cortina de lágrimas que nunca se despeñan por el rostro pero que tampoco secan.
Las nubes, desde este avión, son diferentes. Es lo único que me llevo de este sueño que me ha vacunado contra los sueños. No es que me falte capacidad de soñar, pero como a los diabéticos se les prohíbe el azúcar que endulza la vida de la mayoría, para los que nacimos donde yo lo hice un exceso de ensoñación nos puede producir la muerte.
Las nubes, como las circunstancias de la vida, se ven muy diferentes dependiendo del lugar desde las cuáles se observen. En este avión, bajo esta cobija que uso para disimular el olor, desde esta quietud suspendida, desde el desprecio de los que nos miran intuyendo que llevamos alguna marca indeleble y deshonrosa, las nubes son mías. Voy a tratar de fijarlas en mi retina para, en lugar de recurrir a los sueños, llamar a los recuerdos.
Ahora, cuando han saltado del techo unas bolsas amarillas colgadas de una goma transparente, cuando todo el mundo se lanza a ellas como quien ve a su madre después de meses de separación, las nubes se mueven mucho. Bueno, en realidad, creo que es el avión el que se agita de manera violenta. Las 12 estatuas negras de este embarque no han agarrado las bolsas, ni hacen aspavientos en sus plazas, ni lloran más, ni gritan. No sabemos si esto es normal, pero sí estamos seguras de que la vida no debería ser como las nuestras. Por alguna extraña razón, ahorita me siento igual al resto. Ellos están supurando mal olor también. El olor del miedo. A mi de ese no me queda, el mío es el de la humillación y el fracaso. Todos somos iguales y si este avión sigue bajando a la misma velocidad es probable que nunca nos separemos. Las nubes ya no están repintadas. Son una fotografía movida como las que toma Bip por poco dinero en las fiestas de 15 años de las niñas-mujeres de mi pueblo y que luego perduran en las paredes de adobe de nuestras casas hasta que no se distingues rostros ni colores. Cómo te añoro Bip, como extraño todo lo que no he hecho ni te he dicho. También éramos hermosos sin sueños.

10/8/08

El sentido de la vida

(otro intento de relato sin datos)







La muerte,
a veces,
no es seria.



O es tan seria que se resiste a que uno decida por ella. Coincidirá conmigo en que no es de recibo la actitud esquiva de esta muerte pacificadora, dolorosa pero pacificadora. Me preparé sin ansias para morir y, sin embargo, el esfuerzo para lograrlo me pareció innecesario. Ella me dio la razón.
La mayoría de las personas me consideraba un hombre fuerte, decidido, “de carácter”, aseguraban los más educados que no querían molestar a mi ego ni a mi madre al decir “un hijoeputa sabelotodo”. Instalado en la seguridad que aboné y que me implantaron en esos años en los que las malformaciones se perfeccionan a punta de la tabla del 7, casi siempre he sido jefe y bueno en lo que hacía. Sí, y nunca tuve problemas de humildad, lo reconozco. Lo complicado de casi toda caricatura es que una vez que el trazo es firme ya no hay borrador que la enmiende.
Las etiquetas, digo, son tranquilizadoras. Clasificar al otro como algo, ponerle nombre a ese algo y estamparle el cartel en la frente es un mecanismo de autorelajación como otro cualquiera. El pusilánime lo es hasta la muerte, el sensible perdura, el cobarde nunca deja de serlo y el seguro, osea yo, no se permitirá desliz alguno que contradiga la etiqueta. Hasta la muerte.
Mis últimos días fueron realmente buenos. Ni una mala noticia en la oficina, dos amantes ocasionales que me devolvieron los besos que con absoluta seguridad les repartí, la estabilidad estable de casa sin cambios –por eso es estable- y un par de guerras veraneras en televisión para distraer los insomnios. Incluso me sentí sociable durante minutos aislados, algo que contrasta con mi habitual distancia de mis similares.
Hay ciertas decisiones que se deben tomar en un contexto positivo. Una de ellas es la de morirse. El momento perfecto, el día ideal –cumpleaños de mi hijo mayor para que nadie lo olvide y darle un toque dramático especial-, la luz teatral necesaria arrastrándose entre las cortinas y una mierda de pistola con menos balas de las necesarias.

Primer intento. Colmado de emoción, apunto la pistola a mi corazón. Las palpitaciones no son de miedo, son de emoción y de descanso. Se acabó ser fuerte, terminó esta vida sólida y envidiada, que jodan a todos y que mi memoria los torture. Aprieto el gatillo. Hueco en el tambor. No hay redobles, no hay disparo, no hay bala. No muero.
Segundo intento. Las carcajadas se escuchan al otro lado de mi oficina y mi familia debe pensar que, como siempre, el hombre seguro y fuerte que soy mantiene su tono en la hora de encierro habitual a la que los he acostumbrado durante años. Es la hora de mis tres tragos de ron y de gastar 60 minutos en no hacer nada. El único lujo que me he impuesto para respirar. Me río de mi y de mi falta de previsión. Esto de la muerte es así. Un pequeño componente de azar permite sospechar que no es uno el que decide y dejar de este modo intacto el ego de la parca, de la zorra caliente que abre sus brazos para recibirme en su cama de sábanas almidonadas. Intuyo que si una bala faltó, por qué no más ausencias. Hago rodar el tambor del revolver y sigo sonriendo pero ya con la mesura del momento previo. Vuelvo a apuntar al corazón, ya más tranquilo. Disparo y la sonrisa se torna turbia. No muero. Otra bala esquiva que huyó de su lugar para no afrontar su responsabilidad. La historia de la humanidad: llena de escapistas que nunca están donde deben estar en el momento clave.
Tercer intento: Nada de alegría. Ahora el azar me ha recordado que no controlo todo, ni siquiera mi muerte y eso me enfada. Soy así, paso de la alegría al mal humor en un nanosegundo. Abro el tambor y al menos compruebo que eran solo dos las bromas que me reservaba el destino. Ya no le doy margen. Me cansé. Hay balas, están en su sitio. Yo solo necesito una, pero ellas solo son quienes son en compañía gregaria. La tercera sería la vencida. Una vez más dirigí el artefacto hacia mi corazón. No hay manera mejor de terminar que parando en seco este extraño motor que moviliza la sangre a la que tememos tanto miedo. Listo, serio, relajado al fin, aprieto el gatillo y se me olvidan las dos clases de tiro que recibí hace años, cuando compré este estúpido cacharro. La posición de la muñeca –a quién se le ocurre agarrarla con la mano derecha-, los nervios y mi falta de firmeza levantan la pistola cuando la bala sale y es mi hombro el que resulta perforado.
Cuarto intento: Respiro entrecortado, gimo levemente como después de un buen polvo, la sangre me recuerda que estoy vivo justo cuando debería estar muerto. ¿Cuál es el chiste? Mi familia ya no se mueve tranquila al otro lado de la puerta entretenida en su aburrida y monótona cotidianeidad. Ahora se agolpan contra el marco, gritan, pregunta qué pasó. “!Papá, papá!”, la voz de Angélica es tan delgada como ella, y el punto de histeria que y transmite me pone nervioso. Por suerte no hay nadie con fuerza para forzar la cerradura, pero me están poniendo nervioso. El melodrama siempre me ha superado, los excesos de dolor fingido y aún el real, me han sacado de quicio desde que tengo memoria. Hay que actuar rápido. La pistola se me ha caído al piso en el fallo estrepitoso. Me agacho. La recojo con la mano izquierda. Nunca hay que confiar en la derecha, me digo en la última broma para la que me queda aliento. Vuelvo a cargar. Ya no quiero juegos con la muerte. Los labios reciben con alivio el frío del acero y todavía mi humor sin remedio se ríe de esta imagen fálica y terminal. No recuerdo qué pasó al apretar el gatillo, pero debió funcionar. Angélica ya no grita y yo ya no soy.

La vida comienza a cobrar sentido.

8/8/08

La Aparecida

/Foto de KIM MANRESA/

(Intento de cuento que solo es realidad)

LA APARECIDA

Jamás se repitió esa raza. Nunca más se conoció en el río un hombre de aquellas míticas características. “Tito sólo hay uno”, se escuchaba decir a un viejo sin caja de dientes que dormitaba siempre junto al bulto de papas fosilizadas que nunca llegaron a venderse ante la competencia de la cerveza helada.
Tito fue de esa raza casi desaparecida de seres que vivían de la costumbre de vivir. Profesión: vivir, hubiera dicho su hoja de vida si alguna vez la hubiera necesitado. Sentado de espaldas a la puerta de una cantina –siempre dijo que no quería ver el rostro del hijoemadre que lo levantara-, Tito sorbía el ron muy lentamente en cada trago y muy rápido en la noche. Lo rodeaban siempre tres o cuatro de esos campesinos con algo de platica en el bolsillo y uno de los ‘vividores’ oficiales del pueblo en cuestion. Tito esperaba a que pasara alguna muchacha de trenzas y piel morena. Observaba el cuerpo, la sonrisa, las goticas de sudor que se desplazaban a su antojo en los hombros descubiertos. Sorbia del pequeño vaso de ron y entornaba los ojos. Toda esa operación no demoraba más de 40 segundos. Entonces se ajustaba las gafas reencauchadas, tomaba aire y comenzaba a recitar su decima.
Las risas de los acompañantes se escuchaban desde las escaleras del atrio de la iglesia. Solian ser fruto del ingenio de la décima, de algun giño picaro que brotaba de la garganta de Tito, o de alguna referencia en la rima a personajes o circunstancias conocidas en el pueblo.
Esas risas eran una buena señal. Equivalían a trago gratis, alguna empanada fría a última hora y un camastro para pasar la noche. Con lo que Tito recogía haciendo décimas por encargo mantenía a una prole de hijos y mujeres regada por el río.
Hubo un tiempo en que la raza de Tito era respetada. También odiada. Los mortales normales, aquellos que tenían que trabajar el campo o pasar horas en el río esperando que un pescado despistado apareciera por el trasmallo, lo envidiaban. ‘Pura mierda es lo que habla y pura gloria lo que se come’. El hombre común siempre ha temido y envidiado al singular, aquel que pasa por la vida sin miedo a la vida, aquel que entiende que trabajar no puede ser un anclaje tan fuerte como para no dejar aspirar el olor del sudor de una morena dentada, o como para no permitirse abrir un espacio de dos horas para emborracharse al pie del puerto y contar las gotas de agua que arrastra la corriente. El hombre común no puede ser decimero.
Tito nunca tuvo un peso y si lo tuvo lo gastó en guaro o en mantener ‘errores’. Sin embargo, mantenía una elegancia medida que no dejaba ver sus gafas remendadas con pega de zapatero, ni los rotos en la planta de su par de zapatos, ni los zurzidos de su ropa interior. Su mirada y su lengua tapaban todo. Algo encorbado, con andar cansado pero energía infantil, la sonrisa de Tito iluminaba cualquier oscura cantina que lo acogiera. Del odio se protegía con tres limones. Aquellos que le dio su compadre Segundo cuando estando en San Pablo creyó que vivía su último día. ‘Los limones te hacen invisible Tito. No dejes que vean todo lo que tu alma chismosea’. Y Tito hizo caso. Los tres limones compartían bolsillo en peligro de extinción con el lapicero roído y el papel doblado hasta no ser papel.

Rosabel no era guapa. Rosabel era hermosa. Sentada junto a la mesa verde de cuatro patas que parecían tres, pasaba las horas riéndose en la mierda de vida que le había tocado en la rifa amañada del destino y manteniendo a flote sin querer el negocio de Lina. El local tenía estirpe. Durante 45 años las mujeres de la misma familia sin hombres habían sido las encargadas de que los campesinos, al llegar el domingo, sanaran el cuerpo antes de llegar a la iglesia y fingir que salvaban el alma.
La Casa Verde era verde. Verde los estantes que aguantaban desde hacía cuatro decadas botellas elegantes nunca destapadas. Verde el frente de la rocola que servía de alojamiento para rancheras indolentes, canciones de despecho y los corridos prohibidos por hablar de coca, de malos y de putas como las de la Casa Verde. Verde el sujetador que sostenía desde meses remotos los pechos secos y bellos de Rosabel. Verde el elixir para el aliento que utilizaba Rosabel por las mañanas para tapar la pena moral de lo ocurrido en la noche.
Rosabel tenía un hijo de cinco años y cinco años de no estar con él más de tres meses al año. Los que descansaba de la Casa Verde. Los nueve meses restantes –‘Un parto mano, un parto’- los pasaba haciendo gastar a los campesinos y desgastando su energía en polvos trashumantes sobre el catre duro pero limpio de la Casa Verde.
Lina siempre decía que Rosabel nunca encontraría oro, proque ella lo tenía dentro aunque la vida se hubiera empeñado en enterrarlo bajo un pedrusco de carbón ajeno. Para contrarrestar ‘la indignidad que parece digna’, Rosabel siempre cantaba. Cuando estaba dejándose manosear, cuando bebía aguardiente con el estómago vacío o cuando se le ocurría salir de Casa Verde y las muy putas de las mujeres respetadas en el pueblo la llamaban puta sin dejar salir la palabra de los dientes apretados de rabia. Cantar redimió a Rosabel.

Jonás saltó en el monte y se dio de bruces con la salvación. Él nunca había creído en nada, pero se empeñaba en cambiar el refrán e insistía: “Quien nada espera, algo encuentra”. Desde hacía dos años Jonás había cambiado la yuca por las granadas de fragmentación, las alpargatas por unas botas pantaneras que salvan de la culebra pero delatan en el retén y sus únicos dos amigos por unos cadáveres de feria que sólo esperaban que el cliente acertara el tiro con la escopetas trucada.
Cuando los compas pasaron por la finca en la que su papá era viviente, Jonás les hizo un interrogatorio que en realidad estaba dirigido a su padre. “¿Oiga, entonces, a usted le parece normal que mi viejo gane 7.000 pesos al día por cuidar estos potreros?”, preguntaba sin alzar la vista. “¿Será que está bien pudrirse acá esperando que el futuro se cague en uno como lo hace todos los días con mi papa?”, insistía con los ojos rastreando tres milímetros de tierra rojiza. “¿Cómo ven ustedes esto de que vengan a pedirnos votos, a pedirnos comida, a pedirnos candela parta luego amenazar con quemar todo?”, y los tres milímetros ya eran dos. “Vea home... ¿será que uno se desahoga quebrando a otros para sentir por una vez que el que se desplaza es el alma del otro desgraciado?”. Un milímetro y el papá de Jonás rezando a la virgen del Carmén. “¿Sabe qué viejo...? Ya que ustedes han sido tan amables de no jodernos la vida esta vez creo que me voy con ustedes a joderle la vida a otros?”, y Jonás levantó la vista para mirar a su viejo y decirle sin palabras que quería morirse.
Dos años y Jonás pudo comprobar que joder a otros no le aliviaba el dolor ese y que aterrorizar a los campesinos no parecía ser la revolución que soñaba. Seguía con los compas por inercia, por la misma inercia que cuando saltó en medio de la trocha para esquivar la serpiente tropezó con un tronco y rodó por una loma de más de 40 metros hasta quedar inconsciente al borde de la finca de don Segundo Vélez, donde lo recogieron, limpiaron y visiteron con harapos de campesino para no levantar sospecha.

Jonás se despertó una mañana porque unos tiples desafinados como gatos sin ratones se empeñaban en sonar juntos a pesar de que la lógica y el sentido musical los obligaba a separarse de por vida. Segundo estaba feliz. La noche anterior apareció por La Aparecida su hermano Tito. Pasaron la noche en vela, sí. Bebieron más guarapo del que su aguante aconsejaba, sí. Y cantaron más desentonados que el diablo, pero más contentos que cura con cesta llena. Tito le contó a Segundo que estaba cansado. Que se levantó a una mona tremenda y ya en el momento de ser quien era no se le levantó nada. Le contó también que se le había olvidado dos décimas y que eso no podía ser indicio de nada bueno.
No comieron porque el trago no dejó a Segundo pensar en comida. Él vivía sólo desde los 24 años. En esa época conoció un ángel, lo amó y se casó con él y el demonio se encargó de que una herida gangrenara las alas del ángel y se lo llevara demasiado pronto. Cuando Tito le recomendaba a Segundo que buscara otra mujer que lo acompañara, él siempre contestaba: “Compadre, cuando uno ha conocido a un ángel no se conforma con una mujer”.
Segundo le contó esa noche a Tito sobre Jonás. Le confesó que le había agarrado cariño auunque el pelao aún no hubiera abierto los ojos y él todavía no supiera que se llamaba Jonás. Imaginaba que no tenía más de 18 años y que la guerra para él debía ser tan buena como el Incora para los campesinos: en la teoría todo, en la práctica una muerte lenta.
A eso de las cuatro de la mañana los dos viejos salieron a caminar por la vereda, agarrados para no caerse y aferrados a la pipa de guarapo para no encontrarse. Llegaron, casi sin percatarse, a donde las luces del pueblo hacían pueblo y donde se encontraba el lugar donde hacía 30 años Tito había pasado dos meses viviendo. Allá, donde le prestaban catre y trago a cambio de chascarrillos y décimas. Allí donde hacía 40 años Segundo había liberado al angel que dormía con los demonios como él a cambio de 2 pesos y una botella de sabajón casero.
La Casa Verde estaba cerrada, pero golpearon la puerta como si los verdes se estuvieran tomando el pueblo. Les abrió la puerta una mujer que era demasiado parecida a doña Berta para no ser su hija. Les pidió que se fueran y ellos le pidieron que no echara así a dos viejos desdentados pero enamnorados de la vida.
El caso sólo podía ser manejado por Rosabel, una santandereana cuadrada, de sonrisa fácil, de cantar alegre y con el cuarto libre esa noche. Lina volvió a cerrar la puerta y dejó dentro de La Casa Verde al trío risueño en la mesa verde de cuatro patas alrededor de la cual giraba la tierra en ese momento. Los viejos no querían coger, querían hablar, contarle a alguien que se querían del putas y que ese amor de hermanos valía más que cien polvos buscados. Rosabel estaba de acuerdo con ellos, y el trío hizo el camino de regreso a La Aparecida con el galón vacío y haciendo equilibrios para no perderse en la noche cerrada.
Cuando Jonás despertó en el único cuarto de la finca sin tierra de Segundo, junto a él dormía Rosabel, con sus sostén verde y el pelo enredado en los sueños. Fuera los tiples desafiaban al sol que mojaba los pies de los dos viejos. Nada que ver con el cambuche, nada que ver con el sonido del silencio miedoso que acompañó a Jonás por dos años. Jonás convencido de que en los sueños todo es posible, besó la espalda de esa mujer y lo demás fuero jadeos que ni siquiera los tiples destemplados pudieron disimular. Segundo sólo alcanzaó a decir: “Lo ve hermano, la vida siempre es más sabrosa que la muerte”.


“El plan de recuperación del espacio público ha sido un éxito doctor”. El alcalde estaba orgulloso. Algunos aseguran que las promesas de campaña son sólo eso: una campaña de promesas. Pero no, con este alcalde no. Al tumbar los chuzos de la 22 se había concluido el plan de recuperación del espacio público prometido por el alcalde. En el lugar donde durante años se crecieron como hongos miles de chabolas de madera y zinc, ahora se levantaría el espectacular parque del Nuevo Amanecer.
El alcalde se subió a su carro blindado –“pero sin cristales tintados, que eso aleja del pueblo”- y fue a dar una vuelta por los predios de la esperanza. Ya no quedaba nada de ese tugurio que afeaba la ciudad y provocaba el miedo de los ciudadanos de bien, los que pagan los impuestos, los que cumplen. Después de dar un paseo acompañado de ingenieros y ayudantes de ingenieros, el alcalde se subió de nuevo en su carro blindado y al cerrar la puerta sintió una mirada clavada. Los cristales eran transparentes, tanto como la mirada de un viejo algo encorbado, con sombrero blanco y gafas reencauchadas que lo miraba fijamente desde la piedra en la que recostaba su desesperanza. El carro arrancó y se puso en marcha dejando una polvareda que tapaba al ejército de desplazados que aún rebuscaban entre los escombros los enseres que la policía no les dejó recoger antes de que las máquinas dieran el primer paso hacia el Nuevo Amanecer.
Al viejo Tito todavía se le ve en el parque. Lo llaman loso, el ‘piedrero’, riéndose de su inmovilidad. Nadie intuye que lo suyo es una misión, un deber para con lo único real y fijo en su vida. No se separa de la piedra porque debajo tuvo que aruñar el hueco donde descansa su hermano. Para Segundo, dejar la finca fue el principio del fin. En un sólo día se reencontró con Tito, salvó a Jonás y vio como éste liberaba las alas de Rosabel susurrándole al oído que no había sonrisa más tierna en los límites del universo. Cuando escuchó repicar los charcos de botas amenazantes, supo que venían a por el pelao y que sólo la vejez los salvaría.
A Jonas lo encontraron varios días después. El olor delató a ese cuerpo sin pene en el que sus compañeros se ensañaron. Rosabel ahora habla de ángeles incomprendidos, arrancados del cielo, podridos en la memoria de los muertos, del muerto, de su muerto. “¿Cómo se recuperan las alas besadas en el amanecer de la muerte?”, repite una y otra vez antes de darse una vuelta por La Casa Verde donde el cariño se traduce en un plato de comida que Rosabel revuelve sin interés y en una botella de guaro que la absuelve del recuerdo y de la nostalgia por unas horas.

En el bolsillo del viejo loco del Nuevo Amanecer hay tres limones desecados, ya lloraron todo lo que podían y, aún así, cuando la ciudad y sus miedos acosan a Tito, él se echa la mano a eso que nadie llamaría bolsillo.

Comenzó el show

Mientras se desarrolla la "espectacular" ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos hay miles de mujeres y hombres trabajando en las maquilas chinas para que nosotros compremos barato ropa, electrodomésticos y tonterías varias. En Tibet, las mordazas hacen su trabajo para evitar tonterías y los periodistas de Occidente loan las maravillas de China, este país con un Gobierno violador de todos los derechos humanos.
!Qué más da! Que el show no pare, pan y circo para nosotros las ciudadanas y ciudadanos ¿libres? del mundo.

Algunos texticos de insomnio

Magritte

Si Magritte hubiera presidido la asamblea, los hombres, venturosos cabestros en reunión, nunca se habrían visto la cara.

Masa


Informe y bulliciosa, la masa se dispone a afrontar un recorrido de vidrio. Mira, perpleja, ante los rebuznos de los estantes, dichosa de ansiar lo que no tendrá, nerviosa por la imposibilidad de capturar en su almacén de fracasos todo lo que le está vedado.
La plaza del pueblo está techada y la fuente es un kiosko de helados y pornografía donde las más afilan sus pezones mientras los padres otean con lujuria el amanecer de unas rodillas. Deambulo por estos pasillos plagados de pobres embetunados, de aburrida clase media sin plan de escape ni ganas de emprenderlo.
Tantas vidas y tan poca vida en un recinto acomodado en las sombras. Afuera, el metal se enfría en hileras bien dispuestas. Solo algunos, ansiosos por iniciar este camino circular, han abandonado sus piernas en medio de la calle oscura, sin prestar atención a las huellas dispuestas para acomodar los dedos.
Acá, téngalo en cuenta, todo es rápido [la comida, la transacción, el aburrimiento, el deseo, el tiempo] y ausente [la inteligencia, el sexo, la caricia, la conversa, la luz]. Son las reglas del juego para estos animales heridos de trabajo y futuro maltrecho.

Himnos de destierro


Hay un pequeño ejército disperso / lo componen los desterrados / de la historia / sin derecho a las causas/ que justifican/el monopolio de la verdad/sin derecho a las razones/que servirían/para mover este pesado planeta de vacíos/Regados en fronteras invisibles/no se adaptan a los lìmites/de lo previsible/no pueden/no quieren/ser mártires en tiempos de estrellas/fugaces/Más bien, transitan, en la montaña/ rusa de las ilusiones/pasajeras/entre el fragmentado sueño de la justicia/y el real fraude/dela verdad./La realidad, soldados des-almados/está en manos de usureros,/ cuentistas y charlatanes/y a vosotros solo os queda/ganar la batalla/de la dignidad/refugiados en esta negra bandera/sin colores,/en este himno/sordo y mudo que gritamos/cuando a los gorilas les da por descansar"

Sin esperanza


Aquí, verá usted, hay niñas que devoran con lascibia paletas de colores retorcidos, hombres con botas amarillas que esconden nuestra escoria, muchachos que se cuelan por ventanas diminutas, detectores de metales que urgan en nuestros sexos, un carro rojo de mentira y una cafetera dormida a punto de estallar. Y ninguna esperanza. Estas son las cartas que nos han tocado".

4/8/08

Los fantasmas de Bojayá

(otra nota que nunca será publicada en los medios masivos. Seis años son demasiados para que a alguien le importe lo que le pasó y lo que le pasa a esta gente. La comparto por estos lados)

Por Paco Gómez Nadal
Minelia sabía que no estaba bien esto de que cabezas y troncos no estuvieran juntos. Hay ciertas cosas que no deben suceder. Hasta en la muerte debería haber reglas. Tampoco consideraba Minelia que vivos y muertos debieran yacer revueltos entre vísceras y lluvia. Por eso, Minelia gastó su tiempo entre las balas cruzadas de paramilitares y guerrilla en dos tareas urgentes. La primera, regalarle pequeños sorbos de agua con sal a modo de suero improvisado a las pocas personas que habían quedado con aliento dentro de la iglesia de Bellavista, cabecera del municipio de Bojayá (Chocó), y que no alcanzaron a hacerse oír y así escapar del infierno con el resto de aterrorizados supervivientes. La segunda requería de más pericia: poner junto a cada cuerpo ensangrentado de las decenas de niños que dejaron de serlo ese 2 de mayo de 2002, la cabeza con la que nacieron y de la que se separaron cuando las FARC lanzaron dos tanques de gas convertidos en bombas caseras sin precisión que cayeron en la iglesia donde se protegían de las balas unos 500 civiles.
Minelia, en este juego de apariencias, es la loquita del pueblo pero esa noche demostró tener más frialdad y humanidad que cualquiera. Más, eso seguro, que El Alemán –Freddy Rincón-, el jefe del Boque Élmer Cárdenas de los paramilitares que tomaron este pueblo unos días antes de la tragedia y que ha reconocido haber presenciado los largos días de batalla campal entre armados desde una avioneta, “con binoculares”. El Alemán, en las versiones libres rendidas ante la fiscalía colombiana, dentro del marco de la denominada Ley de Justicia y Paz, sólo reconoció ser responsable de una muerte: la de Minelia.
Los binoculares debían estar mal calibrados, porque Minelia, seis años después de esa matanza, la mayor en la historia sangrienta de Colombia, que dejó casi 90 muertos, 100 heridos e hipotecó el futuro de las otras 1.500 almas que poblaban Bellavista, sigue viva y habla, y habla, dicen unos que sin sentido. “Es la que dice más verdades en este pueblo”, refuta Coca, o Bernardina Vásquez, una de las líderes naturales de este pueblo ahora desgajado, trasplantado a la fuerza, despistado y enfrentado.

Trasplantados a la fuerza
Hasta septiembre de 2007, Bellavista era Bellavista. Un pueblo como tantos otros a las orillas del contundente río Atrato, expuesto a todos los actores de esta guerra colombiana que dice no ser guerra, a las crecidas de este caudal que asusta, al abandono estatal, a la lluvia que a veces parece incesante en esta región calificada como una de las de más pluviosidad del planeta. También era un lugar tranquilo. Allí, en las precarias bancas de madera clavadas en la ribera del Atrato he tomado algunos de los mejores rones de mi vida y he conocido a sus gentes, acostumbradas a convivir con el río, dispuestas a no perder la partida ante la pobreza. “No nos dejan disfrutar de esta tranquilidad”, me decía en julio de 2007 una muchacha de mirada triste y sonrisa floja.
Desde septiembre de 2007, Bellavista ya no es Bellavista. En ese mes, los últimos moradores fueron trasplantados a lo que el gobierno denomina Nuevo Bellavista y que la voz popular llama Severá –porque fueron años de promesas incumplidas hasta que se levantó este pueblo artificial a un costo de 34.000 millones de pesos colombianos (unos 15 millones de dólares)-. El viejo Bellavista es hoy un esqueleto sin piel. Lo camino con Carmencita, una de las cuatro misioneras agustinas que se han quedado como únicas habitantes de este pueblo fantasma sin fantasmas. Propios y extraños se han robado la madera de las casuchas, el piso del centro de salud, los techos de zinc… Lo que quedaba, ha sido pasto de las llamas en las que soldados colombianos han enterrado la memoria de este lugar. Solo queda en pie la iglesia donde ocurrió la matanza y la sólida casa donde viven las agustinas. Carmencito reúne en sus 150 centímetros de altura la dignidad de los que resisten. “Nunca estuvimos de acuerdo con como se hizo lo del nuevo pueblo, fue un chantaje”. Y así fue. Presencié en 2003 una reunión de la comunidad con Everardo Murillo, el responsable del proyecto por parte del gobierno nacional. Las opciones eran dos: o el nuevo pueblo tal y como lo habían diseñado los burócratas desde Bogotá o nada. Demasiados años de nada como para despreciar 265 casas nuevas.
Eso sí, hay maneras muy diferentes de describir Severá. Llego al Nuevo Bellavista en el bote de Macedonio, de un verde desgastado y con esas sillas plásticas recortadas en sus patas que hacen la vez de butacas de primera en el Atrato. Compró el renqueante motor de 15 caballos de potencia con parte de los 13 millones de pesos (unos 7.000 dólares) en los que el Estado valoró la vida perdida de su hijo de seis años, una de las víctimas de aquella matanza. “Ahora hay que subir todo porque hay ladrones en el pueblo. Uno no puede dejar nada en el bote. La Policía está ahí y no hace nada”.
La cuesta para subir al Nuevo Bellavista se torna descomunal en este calor sofocante. El barro corre por la loma como testigo de la lluvia que inundó las nuevas calles hace unas horas. Es medio día y casi nadie está en estas calles sin árboles donde el sol multiplica su poder. Las casas –diseñadas por la comunidad según el pomposo informe especial de la Presidencia de la República- fueron pensadas para otro lugar, seguro. No hay un solo vecino que recuerde haber participado en el diseño de estas cajas de fósforos, con poca ventilación y cuyas paredes de bloque acumulan el calor del día para convertirlas en hornos en la tarde.
Los pisos son de cemento sin pulir, sin pintar, sin nada. Las pocas paredes repelladas –“dicen que van a ir repellando todas”- son tan precarias como el clima. Durarán poco.
El balance final de la Presidencia se hizo a propósito de la visita del presidente Álvaro Uribe el pasado 23 de octubre para entregar este decorado de pueblo. Se hizo acompañar del secretario de Comercio de Estados Unidos, Carlos Gutiérrez y de varios congresistas de ese país. El show fue casi perfecto. El informe oficial asegura que desde todas las casas se ve el río para mantener la cultura de estas gentes. Debe ser desde el techo, y no desde todos. El barrio conocido como las 80 casas está a más de un kilómetro del río. “Yo echo de menos mucho el otro pueblo, allá teníamos nuestro río y se conseguía la comidita fácil”, me dice una vecina que se esconde del calor tras los muros de su nueva casa. En el restaurante Punto y Coma –dos mesas acomodadas en la entrada de una casa como las otras- ya no acompañan el arroz y el pollo con patacones fritos de plátano verde, sino con un banano crudo. Extraña mezcla que se explica porque los botes que pasan por el río vendiendo pescado y plátano –ingredientes básicos de esta supervivencia- ya no paran en el Nuevo Bellavista por lo lejano de las casas. “Cuando paran, entonces cobran más caro por vender arriba. Le digo que estamos pasando apuro con la comida”.
No hay mucho que hacer acá. Ya no hay centro del pueblo, que antes se identificaba en el triángulo formado por la iglesia, la escuela y la cancha de fútbol del viejo Bellavista. Bueno, y por las tiendas-bares que se ponían en fila frente al río para construir un malecón ficticio. Ya no hay grupos de vecinos reunidos. Sólo se ve la actividad de los policías armados para combate y cuatro hombres jóvenes que beben cerveza en el lejano billar de la entrada.
“Con los policías ha entrado la vagabundería. Ahora se vende marihuana y bazuko (crack) y los pelaos (muchachos) la pasan tomando cerveza con ellos y aprendiendo malas cosas”. La queja de otra de las mujeres que guarda nombre para salvar vida se mezcla con el silencio generalizado sobre casi todo. “Es que hay informantes infiltrados y uno no sabe quién es quién”. Un silencio que según todas las fuentes también ha sido comprado en forma de empleos oficiales para los principales líderes del pueblo que hasta 2005 fueron respondones y ahora son corderitos.

La nueva guerra
La guerra en esta zona del Atrato ha cambiado de forma, no de crueldad. Cuando pisé por primera vez esta región, en 1998, el río era controlado por la guerrilla y los paramilitares desafiaban ese dominio entrando por tierra a las cuencas de los ríos Jiguamiandó y Curvaradó, donde a punta de sangre y desmembramientos abrieron espacio para los cultivos de Palma Africana. En esos últimos y amedrantadores años del milenio no había transporte público por el río, las tomas violentas de uno u otro grupo se sucedían en Vigía del Fuerte, Mutatá, Pavarandó, en los ríos, en toda parte.
La matanza de Bojayá fue un punto de inflexión que reorganizó el control territorial y modificó sustancialmente la estrategia del Estado. Entré a Bellavista el 4 de mayo de 2002, dos días después de que, en medio de los enfrentamientos, 90 vidas, la mayoría de menores de edad, convirtieran la iglesia en una tumba abierta.
Para llegar allá, superamos al menos siete controles de la guerrilla, que dominaba Vigía del Fuerte, población en la otra ribera del río, frente a Bellavista. Allí se apelotonaban guerrilleros del Frente 58 de las FARC y víctimas del desastre. En Bellavista, junto al cementerio, como metáfora de esta guerra, se enfrentaban unos 250 paramilitares contra unos 500 guerrilleros. Una lucha desigual que trataba de compensar el ejército con bombardeos selectivos que mantuvieron a la población civil bajo las colchonetas y sin la posibilidad de hacer el duelo. La mayoría de los muertos de la iglesia fueron a parar a una fosa común que hoy nadie visita.
Hoy el Ejército y la Policía colombianos están en los principales núcleos de población. Lanchas rápidas artilladas –pirañas-, patrulleras y puestos de control se reparten a los largo del río generando una ficción de control que se debilita con la realidad. Nada evitó a mediados de mayo que la guerrilla robara un bote con mercancía en un punto conocido como Brazo de Buchadó, nada evita que los miembros de Aguilas Negras –paramilitares reagrupados bajo otro nombre- estén en Vigía del Fuerte o en Quibdo, la capital del departamento del Chocó.
Todo es más sutil ahora, pero igual de peligroso para la población civil. “Desaparecieron a un vecino en Napipí hace 10 días”, “De Bellavista se han tenido que ir cuatro muchachos que aparecían en una lista de los paramilitares”, “En el Bajo San Juan mataron a un líder indígena y desaparecieron a otros cuatro”… los relatos son interminables. “Pero ahora es muy difícil tener información, que la gente denuncie. Hay mucho miedo por los infiltrados. Los derechos humanos se siguen violando pero ahora, además, no existe el derecho a la libre expresión”, se queja Uli Kollwitz, de la Comisión Vida, Justicia y Paz.
Y las comunidades están más solas. El dinero y las presiones han sembrado la división en muchas de las organizaciones civiles de resistencia que lograron que estos pueblos no se desmoronaran en los duros años entre 1997 y 2002, Naciones Unidas se excusa en las reuniones privadas con el argumento de que todo lo que ocurre es tema de narcos y en Colombia el Chocó sigue siendo el lugar lejano, inhóspito e inviable que siempre han retratado los medios y los opinadores.

El peso de las mentiras

La metamorfosis de la guerra contamina casi todo. Antún Ramos es el sacerdote que se convirtió en un héroe para la población de Bellavista el 2 de mayo de 2002 cuando, bandera blanca en mano, logró arrastrar entre las balas a los supervivientes de la iglesia hasta los botes en los que huyeron del infierno. Ahora, Ramos es párroco en el barrio Las Américas de Quibdó. Está orgulloso de las obras que está haciendo en su nuevo destino, pero no sale del asombro de la declaración de El Alemán ante la fiscalía en las que éste lo responsabiliza de la muerte de ese mundo de civiles por meterlos en el templo y, según el paramilitar, haber cerrado con llave.
“Yo no sé si hay que contestarle a ese hombre…”. Esa duda ronda en todos a los que El Alemán ha untado con sus palabras. “La sensación es que lo que él dice vale más que lo que nosotros vivimos”, insiste Coca desde su nueva casita en Bellavista.
Rosa Emilia Córdoba, a sus gastados 48 años, describe a las víctimas de otra manera: “Somos las sobras del mundo”. Esta mujer carga como una losa en su alma la muerte en aquella iglesia de su hijo Ilson, de 19 años, de su madre Rufina, de 76 años, y el estigma de ser desplazada en Bojayá. Rosa no había vuelto a Bellavista desde que salió de allá el 4 de mayo huyendo en pijama, con una hija de 15 años herida de bala y dejando atrás todo lo material y sus dos muertos. Viajó hasta allá el pasado 28 de mayo para escuchar las grabaciones con las palabras de El Alemán que la fiscalía presentó a la comunidad para someter a una especie de terapia colectiva de 6 horas y dudosos beneficios a los habitantes fantasmas del nuevo pueblo. “no me atreví a ir al pueblo viejo, demasiados recuerdos. No pude”. Como tampoco va poder regresar a vivir en la casa que le correspondió: “Yo no quiero regresar a mi pueblo por los recuerdos, como por la tristeza y bueno… por la rabia que tengo. Rabia con la guerrilla, rabia con los paramilitares y… y con el Gobierno oiga, que eso no debía de haber pasado”.
Rabia y resignación son los dos estados que más aparecen cuando se pregunta a estas gentes cómo están seis años después. Han tenido que esperar este tiempo para que un juez administrativo de Quibdo confirme que el Estado es responsable por omisión de aquella matanza, ya que recibió alertas tempranas de diferentes organizaciones días antes del suceso, advirtiendo de la inminencia de un choque armado de grandes dimensiones en pleno casco urbano. Seis años para escuchar eso y para sentir aun que no se ha hecho justicia. Ahora, en Quibdo se encuentran cientos de desplazados de aquellos miles que salieron de todo el municipio de Bojayá en 2002. Los estudios señalan que apenas regresó el 60% de los huidos. No hay empleo en una ciudad sin fuentes de empleo y las condiciones de vida son muy precarias. “De mi familia cayeron 12 en esa iglesia. Yo no pienso volver, tengo todavía el nervio en el cuerpo”. Miriam Martínez, de 58 años, habla con los brazos cruzados y la tristeza enquistada. Junto a otras cinco mujeres trabaja por unos pesos fabricando hostias para las iglesias. “Es poca plata, pero lo agradecemos, aquí es difícil amañarse [sentirse bien] porque nos miran como si con nosotros llegara todo lo malo”.
Seis años han pasado y la sensación de frustración es más fuerte que la posibilidad de un futuro. A Bellavista entré en plenos combates el 4 de mayo de 2002 con la primera comisión humanitaria que rompió el cerco de miedo y riesgo. Estaba conformada por miembros de la Diócesis de Quibdó, los únicos que han estado con los civiles todo el tiempo, sin pestañear. La religiosa Yaneth Moreno iba en ese bote y con ella estuvimos bajo los bombardeos y retenidos por la guerrilla en la retaguardia del frente de esa guerra. Hoy, la hermana Yaneth siente que nada mejora, aunque sigue luchando con la misma energía. “Es tan frustrante ver como no solo las cosas han vuelto a ponerse tan mal sino que los medios en Colombia ya no están interesados en nada de lo que ocurre. Ahora estamos en el silencio”. Cuando me dirijo al aeropuerto de Quibdó, de salida, siento que volver acá es regresar a la realidad más perversa de Colombia, la que queda solapada tras los aspavientos de los Uribes, los Chávez o de los bravucones armados de uno u otro bando. Y al caminar hacia el avión, volteo la vista y una pancarta me recuerda que en esta guerra, como en casi todas, la verdad queda solapada por los discursos y las mentiras: “Bienvenidos al Chocó, tierra de biodiversidad y seguridad. Policía Nacional de Colombia”. Ciao.