10/4/08

El desayuno del abandono

Decidido a combatir la estupidez, nuestro superhéroe anónimo comenzó a apilar todos los periódicos y revistas que acumulaba en su casa desde hacía años. Metódicamente, con la calma de quien no tiene que cumplir metas, C, que así lo llamaremos, removía el papel para ayudar al fuego a penetrar hasta el último centímetro de tinta acumulado en la rústica torre de Babel.
Por las llamas fueron pasando personajes de la política nacional e internacional, actrices en traje de baño, expertos en psicología, autores de esa bazofia llamada autoayuda, chefs y deportistas. Ardían con la sonrisa impostada, la que congelaron las cámaras fotográficas que buscaban su mejor lado y terminaron sacado su perfil más falso. Jugaban las imágenes compitiendo por ver cuál era la que se quemaba mejor, con un rictus más digno a la hora del fin.
C, contento al ver el fin de tanta mentira, sentía que el Planeta, o al menos su casa, era ahora un lugar mucho más habitable, más sano. Su plan, metódico, como explicábamos antes, contemplaba el fin de los discursos, un sistemático aniquilamiento de los tituladores de noticias. No se trataba de ocultar la realidad, sino de hacerla aflorar, de parirla diferente. Quizá, reflexionaba C, se trataba de sustituir esa mirada plana de rotativa por versos, por párrafos robados de libros nobles, por una realidad creativa que nos hiciera imaginar que lo que somos, solo es un estado aparente.
Recordaba C cómo disfrutó durante años vivir con los personajes fantasmales que le contaban la historia de Pedro Páramo, como si fuera el Juan Preciado imaginado por Rulfo. Ese tiempo fue real por imaginado y los fantasmas eran de carne y hueso cada vez que C los abordaba en el recodo del pasillo de su casa o al salir a la Avenida Balboa dispuesto a llenarse de imágenes falsas de la realidad. Los primeros escarceos con la huída, la primera rampa fue puesta por D, y ya nunca pudo nuestro personaje evitar la manía de abrir todas las puertas de emergencia esperando encontrar, al otro lado, una imagen, un instante de belleza.
Después, muchas otras realidades paralelas ocuparon el tiempo de C. Por momentos pensó que su angustia era la de César Vallejo y juraba haber escrito sentado en las rocas al pie del paseo Esteban Huertas líneas como estas: “Y, desgraciadamente,/el dolor crece en el mundo a cada rato, / crece a treinta minutos por segundo, paso a paso, / y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces / y la condición del martirio, carnívora, voraz, / es el dolor dos veces / y la función de la yerba purísima, el dolor / dos veces / y el bien de ser, dolernos doblemente.”
Esas convivencias literarias fueron las que convencieron a C de que a veces, cuando la realidad contada cansa tanto, cuando resulta incomprensible que la mayoría de los que te rodean crean tanta sandez, tanta mentira, es mejor pasar a la otra realidad, a la proyectada, a la escrita por mentes libres que nunca necesitaron del dolor real para escribir el dolor letal.
Es como Matrix pero con tinta china, es un viaje en el espacio para evitar esta densidad de tonterías. Acá, donde super C, sobrevive, es como en el resto del planeta: la amnesia es el desayuno que borra todo lo ocurrido. Un gobernante puede escupir una locura a sabiendas de que después del café de la desmemoria nadie le pasará factura. No es que a C lo que más le moleste es lo que se dice, sino lo que no se dice. El silencio de los intelectuales ante la realidad (si es que quedan todavía), el pasivo devenir callado de la mayoría de ciudadanos ante las injusticias que los laceran, el molesto hilo musical de la vida laboral o el chirriante rechinar de copas de la vida social.
Por eso, después de terminar con la pira de papel periódico, C ha decidido emprender la fase revolucionaria de su plan. Caminando, en carro, en bicicleta, pretende recorrer la ciudad. Metódicamente, como siempre aborda todo. Metódicamente, digo, C va a regalar a cada persona que se tope un párrafo, un verso o dos quizás, unas líneas para facilitar su huída cuando sea necesario. Si su plan surte efecto, el desayuno será un momento de abandono, el momento en el que dejaremos solos a todos los canallas que creen dirigir nuestras vidas desde los estrados del poder, de cualquiera de los poderes. Así, la mañana en que C haya distribuido los miles de párrafos y versos que ya tiene seleccionados, los enemigos de la verdad se habrán quedado absolutamente solos. Entonces, políticos, economistas, curas, empresarios, vendedores de biblias, proxenetas, policías, espías, tituladores, publicistas, alcaldes, científicos a sueldo, mercenarios, asesinos, boxeadores, malandrines de saco y corbata y todo su mundo habrán quedado aislados, en una especie de isla mediática de mentira.
Mientras, los miles de ciudadanos que posean un párrafo o unos versos seleccionados por C, estarán descansando en el regazo de las palabras y en el solaz del pensamiento.
(“¿Se pierde o se gana? / Hay manos que triunfan / al quedarse vacías / y otras como puños / que no conservan nada”. Ernestina de Champourcín).

La hora de los hambrientos

La acomodada sociedad del hipercapitalismo tiene un nuevo problema. Ha sido engendrado, como todos, por ella misma. La insaciable necesidad de consumir, de acelerar la vida artificialmente a punta de excesos sobre ruedas, el tenaz individualismo que excluye la posibilidad de compartir recursos, la mala leche de la publicidad engañosa (es decir, toda la publicidad), la buena cama que disponen nuestros países para especuladores y cantamañanas, el cortoplacismo de casi todo lo que hacemos, la educación por omisión que muchos de los que son padres proporcionan a sus hijos basada en la consola de juegos, la obsesión por lo último, lo más pretty y lo más costoso, la moda para anoréxicas y la bulimia fagocitadora del medio ambiente…
Son tantas las causas del nuevo problema que cualquier análisis se convierte en tesis doctoral. Dirán los Montaner, Vargas Llosa y compañía –ya se sabe: los que no son idiotas latinoamericanos- que esto es catastrofismo de izquierdas, resentimiento de perdedores. Diría el nuevo ídolo de la región de derechas, Uribe, que escribir así es casi como postular a un puesto vacante –hay muchos ahora- del secretariado de las FARC. Diría algún –algunos- articulistas de opinión de este diario que se trata, fundamentalmente, de falta de fe en Dios, el que todo lo estropea (si hubiera que juzgarlo por el paraíso terrenal que creó y a las bestias que puso como criaturas dominantes).
Pero da igual. El problema es real. Muy real. Lo denomina un prestigioso diario como “La revuelta de los hambrientos”. Pongan atención porque esto va a terminar reventando en la Panamá que se enorgullece de crecer al mismo ritmo que China (¿será con el mismo sistema de esclavitud capitalista en el que la mayoría solo son piezas de las cadena de montaje?). Se trata pues, el problemita, de manifestaciones violentas de poblaciones hastiadas de ver como el precio de la leche y sus derivados se ha triplicado desde el año 2000 mientras sus salarios están más congelados que un iglú abandonado. O como se ha duplicado el precio del pollo o del maíz en el mismo lapso.
En México, Camerún, Burkina Faso, Mauritania, Marruecos, Guinea, Indonesia o Senegal ya se han vivido multitudinarias y violentas protestas que han terminado sin solución y con muertes.
Y es que, el dichoso biodiesel, uno de los enemigos públicos número uno del planeta –fomentado por Bush y Lula, entre otras perlas-, y el aumento del consumo de China e India han reventado los mercados. La información detalla como los cultivos para consumo humano han aumentado desde el año 2000 en un 7% mientras que los destinados a biodiesel han crecido un 25%. Ya se sabe: para ver a los pobres sin temer por la seguridad hay que hacerlo montados en un carro veloz y con el aire acondicionado prendido.
El aumento de la canasta básica, entonces, no es un simple indicador de primera página de la sección Negocios. Es el índice de tolerancia de los pobres al cúmulo de injusticias y vejaciones a los que los sometemos cada pinche día de su existencia. A ellos y a sus hijos.
Aguantan la explotación laboral, la triste educación que reciben en las escuelas públicas, el maltrato y la crueldad del sistema de salud que reformó este gobierno para salvar finanzas y no vidas, las humillaciones de las y los patronos que se ofenden porque el ‘servicio’ rompió una copa y se la descuentan del pírrico salario, la desfachatez de los nuevos ricos que ostentan sus dólares como si los hubieran sudado en zanja de carretera, soportan el dolor de no tener futuro y la dura realidad de su presente… pero… el hambre… el hambre no.
La pueden aguantar unos pocos, unos cientos de miles, pero no la mayoría. Y cuando se tocan cosas tan básicas como el maíz, el pollo o los porotos, la cosa pasa de castaño a oscuro y puede provocar reacciones de rabia que rocen la violencia (aunque seguro que tal y como están las cosas en el país les cobraremos hasta la última parada de bus que rompan).
La revuelta de los hambrientos, para consuelo de muchos, no es ideológica. No tendrá, cuando llegue, un partido político instigándola, ni una propuesta de sistema alternativo que nazca de una constituyente –la obsesión inútil de todos los reformistas de Latinoamérica-. Será mucho peor: será rabia pura, violencia sin razón para expresar la angustia y la frustración. Alguien capitalizará el movimiento, seguro, pero comenzará de manera espontánea y despistará a la inútil y costosa policía de Mirones, tan ocupada en los falsos montajes en Jaqué, que no sabrá contener en la ciudad un fenómeno humano que no respeta toques de queda infantiles, leyes de Migración sin cabeza, ni planes de un gobierno sin planes.
[“Llorar dentro de un pozo,/en la misma raíz desconsolada/del agua, del sollozo,/del corazón quisiera:/donde nadie me viera la voz ni la mirada,/ni restos de mis lágrimas me viera.”, Miguel Hernández en la revolución particular de C]

El héroe es el villano

En Europa el peso del judeocristianismo es brutal. Tanto, que a los viejitos les da por confesar en público lo que han estado mascullando para sí durante largas décadas. Algo así como expiar el sufrimiento para irse a la tumba en paz. Una soberana estupidez porque a la tumba uno siempre se va dormido, sin nada más que un ramo de flores aburridas y alguna que otra lágrima vertida sobre el ataud.
Pero a ellos les da por ahí. ¿Se imaginan que por acá ocurriera lo mismo? Un Pinochet reconociendo cómo había disfrutado arrojando al mar izquierdistas desde los aviones, un Kissinger atormentado por su pasado pidiendo perdón a medio mundo, un Uribe renqueante confesando antes de dar el último respiro cómo armó y fomentó escuadrones de la muerte de manera entusiasta y jovial…
Tampoco es que a todos los europeos les dé por esto. No les voy a engañar. Suele ser por el norte y no dejan de ser casos aislados, anecdóticos, noticiosos cuando poco.
Cuando lo hacen, las trincheras se separan y los hay que apoyan al viejito en solidaridad con su silente y senil dolor, y otros que lo machacan públicamente y lo dibujan como un ser malvado buscando redención.
Uno de los casos más sonados fue el de Günter Grass y las confesiones alrededor de su juventud nazi. Él juró que ya lo había escrito antes, pero es ahora, cuando está mayor y canoso, cuando sus palabras han sido creídas.
El más reciente acto de sinceridad es el de alguien a quien habría que condecorar. Primero, porque nos sacó de la mitología para demostrarnos que la realidad es más prosaica que los cantos de sirena de los que nos alimentamos. Segundo, porque acabó con la vida de un peligroso personaje que, a punta de letras, ha inoculado el gen de la rebeldía en cientos de miles de ingenuos lectores. “Un comunista cualquiera”, dirán algunos; “un lobo con piel de corderito (eso sí, un corderito dibujado dentro de una caja)”, asegurarán otros.
La historia será injusta con Horst Rippert, ahora de 88 años. Desde que confesara hace unos días que fue él quien, en 1944, tumbó el avión que pilotaba Saint-Exupéry sobre el Mediterráneo, este honorable anciano ha debido perder la simpatía de nietos y sobrinos, sus vecinos lo deben mirar de reojo y en el fondo debe sentirse como si hubiera violado salvajemente a Blancanieves o a la Caperucita Roja.
Pero mirémoslo desde otro punto de vista. Saint-Exupéry no era más que un revolucionario encubierto. Se le ocurrió escribir ese librito tierno y violento a la vez titulado El Principito. En cada página cuestionaba a los adultos y reivindicaba la autonomía y lógica de los menores (los opusianos del patio pensarán que es un aliado de las feministas horribles que quieren soliviantar a niñas y niños con la Ley de Menores), apuntaba contra el consumismo y el capitalismo, se permitía reivindicar la tristeza y trastocaba todo lo que ya funcionaba mal en los años cuarenta del siglo pasado y que, repasando sus páginas, no ha cambiado mucho.
“Conozco un planeta –asegura El Principito- donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella, y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas y restas. Y todo el día se lo pasa repitiendo: ‘¡Soy un hombre serio, soy un hombre serio!’. Al parecer esto le llena de orgullo. Pero no es un hombre, es un hongo”. La lindeza, supuestamente escrita para niños, es un atentado directo a la carrera profesional de la mayoría de abogados y banqueros del país. Una vergüenza.
Imaginen cómo ataca a los adultos: “A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo jamás preguntan lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: ‘¿Qué tono tiene su voz?¿Qué juegos prefiere?¿Le gusta coleccionar mariposas?’. Pero, en cambio, preguntan: ‘¿Qué edad tiene?¿Cuántos hermanos?¿Cuánto pesa?¿Cuánto gana su padre?’. Si le decimos a las personas mayores: ‘He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geráneos en las ventanas y palomas en el tejado’, jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: ‘He visto una casa que vale 100 mil pesos’. Entonces exclamarán entusiasmados: “¡Oh, qué preciosa es!”.
En nuestros tiempos, Saint-Exupéry habría sometido a torturas bajo el agua en un avión secreto de la CIA, o hubiera sido juzgado por apología del terrorismo. Así que el pobre Rippert, en el fondo, le hizo un favor al callarse la verdad por 64 años y dejarnos pensar que, como en su libro de infamias, estaría perdido en el desierto, aprendiendo de El Principito cómo disfrutar 46 puestas de sol en un día o discutiendo sobre la utilidad de las espinas de una rosa.
Rippert se habrá quedado sin amigos en su vejez, pero yo me solidarizo con él desde acá. Además, el mismo zorro que hablaba con El Principito de forma irreverente sobre los seres humanos ya se lo advirtió: “Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos”.
Estimado Horst, aquí tiene un amigo. Es preciso acabar con quiénes difunden ideas tan corrosivas, aunque lo hagan camuflando sus textos de cuento para niños.
[Muerto el mito perdido, a C no le queda desierto en el que refugiarse ni flor que oler]

Digamos que hoy no es martes

Publicado el 01.04.08

Digamos que se descubre una magnífica reserva de petróleo en Punta Pacífica o en Paitilla. Nadie dudaría que, por el bien nacional, se debería explotar, sacando a todos los vecinos de la zona, con escasas indemnizaciones (¡el Estado no es un banco, por Dios!) y dando en concesión la minita negra a alguna compañía extranjera experta en estas lides (que los cholitos siempre confiamos más en la eficiencia ajena, aunque esta no esté probada).
Digamos, y es solo un suponer, que una de esas multinacionales en busca de incentivos fiscales en el tercer mundo se empeña en instalar su fábrica contaminante cerquita de un núcleo de población como David o Penonomé. Nadie dudaría de que el monto de la inversión y los empleos prometidos (casi nunca comprobados ni en cantidad ni en calidad) justificaría cierta afectación pulmonar o cancerígena para los habitantes de la zona (alegres y agradecidos ante las promesas del desarrollo).
Digamos, y nadie nos puede asegurar que no ocurra, que Panamá se sume a la furia nuclear francesa y decidamos sustituir las costosas y contaminantes termoeléctricas por las ‘limpias’ y silenciosas máquinas de vapor a punta de plutonio. Lógico sería aplaudir tan novedosa iniciativa y condecorar al ministrillo de turno responsable de la gestión (es decir, del regalo).
Son escenarios que parecen improbables pero que, cuando poco, son posibles. En nombre del desarrollo hemos destrozado medio planeta y nadie dice que no vayamos a hacer lo mismo con lo que queda. Para que usted y yo podamos comprar las gangas asiáticas en las megatiendas de Panamá, hay decenas de miles de asiáticos que crían a sus hijos con malformaciones, que sufren cáncer a edades inimaginables y que trabajan en condiciones de esclavitud. Para que usted y yo prendamos la luz con tanta tranquilidad y dejemos focos prendidos por doquier con la alegría irresponsable de infantes, estamos acabando con los recursos hídricos y forestales y desplazando a miles de campesinos, víctimas del exceso de consumo de los citadinos. Para que usted y yo nos comamos una hamburguesa (yo ya no las como hace tiempo), una sola hamburguesa, se debe arrasar con 6 m2 de selva tropical, se consume 500 litros de agua y se erosionan 3 kilogramos de tierra. No está mal. La lección, si es que hay alguna, es que toda acción tiene su consecuencia.
Las campesinas, campesinos e indígenas que tuvieron que vagar en la Plaza Catedral durante 18 días hasta que el presidente se dignó a dedicarles unos minutos de su tan ocupado tiempo lo único que piden es que no se acabe con su paisaje, sus propiedades y su historia en nombre del ‘desarrollo’ sin dialogar antes con ellos. Hidroeléctricas, minas, ahora la promocionada palma aceitera son amenazas directas a su universo por la simple razón que la galaxia consumista de la ciudad necesita más candela.
Piense por un minuto si algo así ocurriera cerca de su casa, en el vecindario, en el lugar en el que usted puso sus pocos ahorros y sus muchas ilusiones. Es probable que no le gustara.
Pero esta gente no es importante. La sordera congénita del presidente de la República, olvidadizo hasta con sus propias palabras, es dramática cuando además de afectar la vida de los ciudadanos, machaca su dignidad ignorando que detrás de cada una de esas personas hay una historia, un rostro, unos anhelos… Bueno será ver algún día a Carlos Slim esperando 18 días a que Torrijos lo invite a un cevichito en el Palacio de Las Garzas.
Yo tiendo a imaginarme a Torrijos, o a cualquiera de sus encorbatados funcionarios, en cocteles, regalando hectáreas al club de yates al que ellos mismos pertenecen, negociando en grande con productores de jamesbonds cualquiera, asistiendo a cumbres internacionales, quejándose de lo agotador que es el trabajo de Estado… incapaces de mirar por el vidrio de las Prado tintadas y blindadas contra toda emoción.
Si tuviéramos dignidad, todas y todos dejaríamos de consumir lo que las empresas devastadoras producen (casi todo), si tuviéramos dignidad no votaríamos a nadie en las próximas elecciones, si tuviéramos un ápice del patriotismo que tanto se nos restriega no cabrían los humanos en Plaza Catedral, nos encadenaríamos todos a las rejas del miedo presidencial y, después, invitaríamos al presidente y sus lacayos a un sancocho sin presa, hecho con agua contaminada de metales pesados proveniente de los ríos panameños, con verduras letales cargadas de fertilizantes químicos y lágrimas de las niñas y niños panameños que están creciendo en un mundo que se desmorona y que todavía no han prendido a robarse las migajas del Canal que llegan en forma de Prodec, maná ridículo y menguado de los réditos de la joya de la corona.
Digamos que hoy no es martes, que el presidente va a cerrar la boca y a escuchar un poco más; digamos que nuestra gente es escuchada; digamos que me despierto…
[Pablo Antonio Cuadra, el PAC patriótico y enraizado: “(…) en la casa que perdimos / en la vieja casa grande junto al río / donde yo vuelvo ahora / donde yo vuelvo siempre / apenas cae un poco de sueño en mis ojos vacíos”. C regresa a la carga].

Una nueva vida para salvar la vida

Publicado 08.04.08

Hay que pagarles unos cursitos o unas lecturas a nuestros genios planificadores. Panamá, como buena parte del mundo, se enfrenta al reto del suministro energético, el tratamiento y uso del agua, y al manejo de desechos, que está íntimamente ligado al calentamiento global y a la brutal huella ecológica que dejamos todos y todas en este maltrecho planeta de huecos de ozono y de huecos humanos. Pero nuestros políticos no leen mucho y esperan el memorando de las empresas o de Washington para hacer propuestas de ahorro o manejo tan inútiles como nocivas.
Es evidente a estas alturas del partido que la responsabilidad social corporativa o las políticas públicas de megainversiones no han dado resultado. El estado del ambiente es cada vez más precario y, si hacemos caso a algunos científicos tan pesimistas como yo, probablemente ya no hay remedio. Podemos atrasar el desastre y garantizarle cierta calidad de vida a algunas generaciones venideras, pero ya no hay marcha atrás.
Por eso, haría falta una camada de políticos atrevidos e imaginativos que echaran mano de propuestas menos espectaculares pero más efectivas.
Algunos factores para la reflexión. Panamá depende de manera suicida del petróleo, no solo por el consumo esquizofrénico a bordo de las cuatro ruedas, sino por la generación térmica de electricidad: chimeneas mortales que dilapidamos cada día en nuestros hogares y en negocios con exceso de neón. Nuestro país, privilegiado en fuentes de agua dulce y sana, regala diarreas mortales a sus ciudadanos por un manejo poco adecuado de las mismas y por el derroche brutal que, de contabilizarse, nos pondría los pelos de punta. Por si eso fuera poco, la contaminación de acuíferos, ríos y mares con aguas negras y grises es una sentencia a muerte para todo tipo de vida, la nuestra incluida.
Sin embargo, las soluciones pasan por gastar más electricidad, por quemar más gasolina, por consumir más –y por tanto, por desechar más-, y por talar hasta el último palo del país para instalar un resort o un edificio desde el cual se vea el mar, aunque el mar huela a podredumbre.
Si queremos contener la devastación, lo que hay que cambiar es de modelo de vida. No estoy hablando de empeorar la calidad de vida, sino de modificar muchos de los hábitos cortoplacistas que ahora nos dan placer. Lo demás será pan para hoy y hambre para mañana, medidas que permiten mantener el estatus actual sin pensar en los que vivirán cuando nosotros ya no estemos para rendir cuentas. Aquellos que tiene hijos o hijas deberían tener pesadillas nocturnas y diurnas con este asunto, aunque parece que la paternidad y la maternidad irresponsable ahora también incluye la mala educación a los vástagos para que sigan comiendo como cerdos y comportándose como tales en sus hábitos cotidianos.
Un gobierno valiente le apostaría a un gran proyecto híbrido de energía eólica y solar; un líder visionario metería al país de lleno en la cultura del reciclaje; promovería el compostaje casero y el industrial; exigiría a las empresas privadas la inversión multimillonaria que nos deben en tratamiento de aguas y residuos –y no tanta caridad publicitada en Mundo Social y similares-; penalizaría con impuestos asustadores el uso del plástico no reciclado, el mal uso del agua, los aires acondicionados de baja eficiencia, la venta de detergentes y productos agrícolas o de jardinería con químicos contaminantes, la tenencia de tres carros en una familia de cuatro miembros…
No estoy planteando medidas utópicas, en otras partes del mundo ya se está haciendo y acá, donde la clase media-lata y la alta consume más que la del primer mundo, hay que poner un freno cuando todavía se está a tiempo y quedan un par de selvas y de ríos en condiciones potables.
Panamá dizque es un paraíso, pero ya se sabe que de morder mucho la pinche manzana se puede provocar un terremoto divino por el que hay que pagar karma los siguientes tres mil años. En lugar de ensanchar la ciudad para los carros, hay que limitar el uso de los carros, a cambio de construir inmensas plantas de tratamiento de aguas que son más costosas de mantener que de levantar deberíamos invertir en un cambio de cultura alrededor del agua, en lugar de perdernos en debates estériles sobre un Club de Yates que debería buscarse la vida con los ahorros de sus adinerados socios (aún no entiendo como si quiera se plantea el asunto, se trata del regreso a la era preindustrial de privilegios señoriales) lo lógico sería que el país estuviera inmerso en una gran discusión sobre cómo garantizar el desarrollo sostenible y el futuro de los que aún no han nacido.
[Para C., hoy se está construyendo la memoria del futuro. Una memoria vergonzante por lo que no estamos haciendo: “La memoria es nuestra identidad, nuestra alma. Si tú pierdes hoy la memoria, ya no hay alma, eres una bestia. Si sufres un golpe en la cabeza y pierdes la memoria, te conviertes en un vegetal. Si la memoria es el alma, disminuir mucho la memoria es disminuir mucho el alma”. Si las palabras de Umberto Eco son ciertas, estamos matando el alma del futuro.]

Será que sin la contentura se vive

Comienza este blog y no sé muy bien si irá a alguna parte. La idea, si es que la hay, es ir posteando mis textos periodísticos y algunos de los personales, aunque el pudor servirá de control remoto para estos últimos. !Tranquilos!
Cada martes colgaré la edición de El Malcontento, una columna que publico en el diario La Prensa de Panamá. Además, trataré de volcar acá lo que me quita el sueño -son bastantes asuntos- y evitaré lo que me provoca sueño. Por c apoco, también colgaré algunas crónicas propias y ajenas.
Si alguien encuentra esta botella en el océano, espero que el mensaje no le decepciones.
Saludos