18/6/08

La dignidad de Macario


Yo sé que usted está cómodamente sentada o sentado en la silla de la mañana revisando el diario sin muchas ganas de viajes paralelos a lugares incómodos. Yo también. Pero déjeme llevarla o llevarlo unos minutos hacia una de esas realidades que discurren al tiempo de su vida, de la mía también. Habrá oído hablar de Jaqué. Normalmente, en relación con desastres, desplazados, muertes o pánico a la invasión de la horda guerrillera vecina. Nada bueno habrá escuchado usted de este poblado caliente y húmedo como el infierno, olvidado del Estado (excepto para mandar policías) y del resto de la sociedad panameña (como puede pasarle a Sambú, Puerto Obaldía y decenas de localidades de la periferia de la periferia del país).
En Jaqué, justo en el centro de la ¿calle principal?, está el Kiosco Donde Estoy. Desde la primera vez que pisé este pueblo, el kiosco me llamó la atención: carteles animando al uso del condón, pidiendo respeto para la cultura de los indígenas de la zona, solicitando la unidad de la comunidad para lograr el desarrollo de Jaqué…
No era un proyecto de alguna ONG nórdica despistada, ni, por supuesto, la iniciativa de un legislador grafitero. El dueño de ese negocio donde usted puede conseguir desde una galleta de coco hasta una bicicleta, desde una libra de cebollas hasta un trabajo de plomería, es Macario Morales Pino. Lo definiría como la ‘sonrisa de Jaqué'. Su optimismo y su energía son contagiosos, siempre dispuesto, siempre educado.
Macario acaba de protagonizar uno de esos episodios que jamás se conocerán acá en la capital, pero de los que hacen que uno vuelva a creer en la fuerza de nuestra sociedad civil frente a los politiqueros clientelistas que se riegan por nuestra geografía como una plaga de insectos casi imposible de eliminar.
La historia es la siguiente. Visitaban Jaqué hace unos días el alcalde de la localidad, Benigno Ibarguen, y el representante Francisco Moreno. La llegada de estos personajes no deja de ser exótica ya que Jaqué depende de La Palma y la presencia de lo público en estas tierras se limita a carteles de instituciones inoperantes que pagan unas 120 botellas que alimentan la microeconomía local con la misma desidia con la que acogen sus responsabilidades como funcionarios.
Macario, que importó “de la ciudad lo que es manifestarse”, colgó en el lateral de su kiosco un cartel que rezaba: “De nuevo los políticos. Oh Dios, mete tus manos para que Darién no vuelva a tener gobernantes plomos como los 3 actuales (Diputado, Alcalde, Representante de Jaqué): fueron un fraude para todo Darién. Macario M. PE 9-21-98”. Además, Macario puso junto a la única cabina telefónica que funciona una nota dirigida al representante Moreno en la que le recordaba su inoperancia y le recordaba “Señor representente, las críticas y los aplausos se ganan, pero lastimosamente usted se ha hecho acreedor a las críticas solamente. Nota: todavía usted puede cambiar nuestra forma de pensar trayendo logros a favor de nuestros pueblos, lo esperamos con tres manos”.
El revuelo en el pueblo era evidente y el alcalde, al pasar frente al kiosco pudo leer el cartelón pintado en blanco sobre una gran bolsa de basura desplegada. Ni corto ni perezoso Benigno Ibarguen se fue a hablar con Macario y lo amenazó con llevárselo detenido a La Palma si no retiraba el cartel de protesta.
“Confieso que me dio miedo, que pensé que no podía dejar abandonado mi negocio y que… bueno, la protesta ya la había visto, porque yo lo que quería es que despertaran en el poco tiempo que les queda de periodo porque acá no hacen nada”.
El atentado contra la libertad de expresión de Macario tuvo el efecto contrario al esperado por el alcalde. Un grupo de vecinos mostró inmediatamente su solidaridad con el comerciante, puso notas en los tableros recordando a Ibarguen que ya no existen leyes mordaza y animó a Macario a seguir con su lucha.
El siguiente paso de este héroe sin focos que lo muestren fue echar mano de la ironía y empapelar el pueblo con el siguiente mensaje dirigido a los tres políticos: “El señor Macario Moreno les pide disculpas por las molestias causadas por mi letrero y perdonen mi ceguera por no ver todas las cosas que tiene el pueblo de Jaqué: el centro de salud lleno de medicamentos y de comodidades; la casa comunal, una maravilla; la escuela, bien cercada y con portón eléctrico; las calles totalmente terminadas; la casa comunal de Biroquerá, una maravilla; un gran depósito de la junta comunal donde reposan los materiales del pueblo; a la corregiduría no le falta nada; las cosas que están pero que por estar ciego, yo no veo; por favor, regálenme unos lentes para ver estas cosas que Jaqué tiene”.
Al final del paseo, cada uno en su sitio. La dignidad de Macario ha quedado afianzada y la vergüenza de los políticos confirmada. Y, un pequeño fallo de cálculo del alcalde:
por muy abandonado que esté Jaqué por el Estado, esa comunidad todavía recibe visitas de personas que, como yo, estamos dispuestos a seguir insistiendo a la ciega Panamá en que estas gentes existen y merecen ser respetadas.
[Poco le queda añadir a C. cuando la realidad ya es revolucionaria. Pero Gioconda Belli puede poner el epílogo a esta historia: “Ahora vamos envueltos en consignas hermosas,/desafiando pobrezas,/esgrimiendo voluntades contra malos augurios”.]

15/6/08

Frontera Panamá: Atrapados en conflicto ajeno


“Con balas no vamos a poner solución al problema”. El oficial de policía anónimo cree ciegamente en la inversión social para lograr que las 11 comunidades de Jaqué que conviven con el conflicto armado heredado de la vecina Colombia sean aliadas del Estado. Pero la realidad contradice los deseos del verde uniformado. En las poblaciones aisladas entre mar y selva que franquean esta frontera tan parecida a un paraguas lleno de huecos la sensación es la contraria. “El Gobierno debería estar para proteger a los panameños civiles que vivimos acá, pero parece que estuvieran buscando nuestro lado flaco”, asegura un habitante de Cocalito, la última huella panameña en esta costa del Pacífico imponente y desolada.
Para las autoridades, de Jaqué hacia la frontera es “zona roja”. Eso limita los movimientos y reduce la poca ayuda estatal que caía por esta región. “Este año solo hemos podido hacer una gira médica, eso está muy peligroso”, señala el doctor Meneses, responsable del puesto de salud de Jaqué.
Zona roja, así la denomina el mayor Villalobos antes de dar su bendición al viaje. “¿Ustedes saben dónde van? Habrá que pedir autorización a mi comandante”. Autorización innecesaria para moverse por parte del territorio nacional donde legalmente no hay restricciones pero donde, en la realidad, se está practicando el juego del gato y del ratón con las unidades de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que se mueven con tranquilidad en esta franja de territorio desde hace décadas.
“Ahora son más”, asegura otro agente de la policía de fronteras fuera de turno. Y todas las fuentes apuntan a lo mismo, a un incremento de la presencia guerrillera debido a la presión que, desde el lado colombiano, están ejerciendo las fuerzas de seguridad de ese país, envalentonadas después de los éxitos militares de los últimos meses –con varios miembros del secretariado general de las FARC muertos-.
La orden sigue siendo la de no buscar el enfrentamiento con los irregulares. De hecho, hace tres semanas, en un operativo de la Policía de Fronteras se tuvo a tiro a un grupo de varias decenas de guerrilleros. En la tensión cubierta de vegetación, se pidió autorización a Panamá para proceder, la llamada llegó hasta el Palacio de las Garzas y la respuesta fue clara: “eviten el choque”. “Fue lo más parecido a una emboscada que hemos tenido”, insiste con una expresión entre la decepción y el alivio un policía raso.
Pero, lo que parece un juego de guerra sin guerra para estos hombres, es una situación de alto riesgo para los indígenas que moran estas playas sin Dios ni Estado.

Presión policial
La presencia de la Policía es ahora más intensa que nunca. A Guayabito, una playa ubicada a unos 35 minutos de Jaqué, la patrullera o las lanchas de la fuerza pública llegan cada dos semanas. Los policías pasan el día en la comunidad, reparten algunas bolsas de comida –“es la labor humanitaria en la que nos concentramos”, explica un oficial; “a cambio de información”, matiza un local- y vuelven a irse. Mientras, quien se alimenta es la tensión. “La última vez, un oficial me dijo: ‘Les vamos a poner un puesto de Policía acá para que se jodan’. Y yo digo… ¿por qué para que nos jodamos?, a nosotros no nos importaría. Ve como ellos nos señalan de colaboradores con la guerrilla”. Este morador de Guayabito tuerce el gesto cuando se le pregunta si tiene miedo. Claro que tienen miedo. Ahora, los vecinos de Playa Luciano, acusan a los de Guayabito de haber ‘vendido’ a la Policía a su patriarca, Josefino Chimicui, de 66 años, conocido en toda la zona como Yaviza. Y en Guayabito temen una represalia de la guerrilla.
Yaviza está ahora en un calabozo de ciudad de Panamá acusado de colaborador de la guerrilla y de actividades relacionadas con el narcotráfico.
Su segunda detención –ya había sido capturado a principios de marzo- estuvo precedida de un imponente ejercicio de abuso de la fuerza por parte de la Policía. Este diario pudo comprobar los estragos de un ‘allanamiento de playa’ –si se puede describir así- que efectuaron cuatro lanchas rápidas del Servicio de Fronteras, una patrullera y dos helicópteros en Playa Luciano. Allá estaban la esposa de Yaviza, Horacia, su hija, dos mujeres más, tres niños, Aladino, otro de sus hijos de 33 años y un adolescente de 14 años. El rumor, propagado en la zona, es que en esa playa descansaban 100 guerrilleros. Pero en realidad, a las 12 del medio día del 25 de abril, solo estaba este ejército de civiles. Los policías llegaron disparando –los casquillos siguen en la zona-, soltaron dos granadas –una explotó, la otra, no- y golpearon y vejaron al adolescente de 14 años que preguntaba donde estaban los papeles que autorizaban la requisa.
Todavía hoy, se puede ver en Playa Luciano la fibra de vidrio retorcida de la lancha que quemó la policía, los restos de decenas de platos rotos, lo que fue una máquina de coser, los huecos abiertos por las balas dirigidas a guerrilleros invisibles…
Horacia no ha regresado a la playa hasta el jueves 29 de mayo. “Yo no salgo de mi playita, tengo que cuidar a mis cerditos. Ojalá me devuelvan al hombre bien”, dice sentada en el quicio de la puerta del tambo desordenado que le dejó la Policía. Triste como un semáforo jura esta mujer cansada y convaleciente de una picadura de culebra que jamás han tenido que ver ni con drogas ni con guerrilla. Apenas normal.
La sugerencia de sus hijos mayores, Luis, Negro, y Aladino, Joy, de que se desplace a Jaqué ha sido descartada de una: “Aquí en nuestra playita estamos bien, no tenemos miedo. Además, en el pueblo todo es con plata, es feo vivir allá”, explica una de las hermanas menores.
“Si tenían que detenerlo, pues bien, pero lo que hicieron es abuso policial”, denuncian dos vecinos de Jaqué conocedores de esas playas y que conservan el anonimato porque ahora todos se sienten sospechosos de algo. En la zona es la sensación, casi nadie defiende abiertamente a Yaviza pero no coinciden con los métodos policiales.

El estigma
Lázaro Pacheco, el líder de Guayabito, muestra con orgullo la escuela que, después de años de lucha, se ha construido en la comunidad. La bandera de Panamá guardada para que la lluvia no la dañe y Lázaro con un sentimiento doble: felicidad por la escuela y por el orden que respira su comunidad de unas 60 personas y tristeza por la situación de seguridad. “Lo que no entendemos es por qué por ahí se dice que nosotros colaboramos con la guerrilla pero a nosotros la Policía no nos dice nada directamente. Si hay alguna fuerza que quiere que nosotros salgamos de estas playas… no sé, yo no creo que el Gobierno de Panamá se quede nulo en eso, no nos proteja, nosotros somos panameños, como ellos”. Lázaro está convencido de que si algún día pasa algo, le ocurrirá a él. “Vendrán a por el líder, pero yo estoy limpio señor y solo Dios puede juzgarme”.
No solo el miedo atenaza a esta comunidad, sino la presión del lado colombiano. Acostumbrados a vender su pescado en Juradó (Colombia) y a comprar allá víveres y enseres, en las últimas semanas han sabido lo que es el aislamiento. El Ejército colombiano limita las compras –“Dicen que traemos cosas para la guerrilla y lo que están es haciéndonos pasar hambre”- y la pesquera que compraba el pescado a buen precio ha cerrado. Las desgracias nunca llegan solas.
En Cocalito la situación es similar. Con el agravante de que están más cerca de la frontera. “Yo le pido a mi pueblo que no vaya a Juradó. Allí están los Águilas Negras, lo que antes llamaban los paramilitares y como a nosotros nos marcan como colaboradores de la guerrilla… no vaya a ser que por una mala información maten a alguien”, explica Edores Pacheco, Pilacho, el líder de estos 90 indígenas que habla en la precaria escuela de madera donde se ha reunido una parte de la comunidad.
Su padre, el abuelo, Leonidas Pacheco, recuerda como hace cinco años los paramilitares incursionaron en Cocalito: el susto aún no se ha pasado. Y no entiende por qué la Policía panameña no es más contundente. “ Cuando uno compra un machete y una lima es para trabajar con ellas... ¿usted me entiende? Es que yo uso parábolas”, dice el viejo con sonrisa torcida refiriéndose a las armas frías de la fuerza pública nacional.
Los Águilas Negras son la reinvención de los paramilitares supuestamente desmovilizados en acuerdos de paz con el gobierno de Álvaro Uribe. Al otro lado de la frontera están actuando de manera contundente –solo la semana pasada acabaron presuntamente con la vida de dos líderes indígenas en el río San Juan. En Cocalito temen que el sello que la rumorología les ha puesto sea como una diana donde disparen los irregulares de ultraderecha.

Nadie sabe, todos saben

La pregunta del millón es la de siempre… ¿pasan los hombres de las FARC por esta zona?, ¿cuántos son?
La respuesta la calla la espesura de la vegetación y el obligado silencio de los hombres y mujeres de las playas. Tanto ellos como la policía confirman en voz baja y sin alharacas que sí, que claro que están. “Imagine qué haría usted si le llegan y le piden una gallinita o un puerquito… qué haría usted”, espeta un habitante más atrevido. Nadie dice un sí rotundo, pero los silencios hablan por sí solos. La presencia de guerrilleros y de bandas de narcotraficantes pesa como una losa sobre las comunidades.
La preocupación de estas comunidades es ahora, cómo sacar su pescado y como luchar contra el estigma. Dos tareas titánicas para ellos, aislados, rodeados por este conflicto ajeno. Ya no se fabrica hielo en Juradó para que puedan conservar el pescado hasta que algún barco pase a comprar, tampoco tienen mercado a donde llevarlo.
En cuanto al estigma… esa marca indeleble que se ha ido quedando con ellos, lo ven más difícil. “Si usted le puede hacer un llamado al señor presidente de la república, dígale que nosotros somos panameños y que somos los más interesados en que esta frontera sea segura. Nosotros también pensamos y no queremos que nos ayuden con bolsitas de comida. Eso es un problema para el gobierno y para nosotros. Que nos ayuden a sacar el pescado… y que confíen en nosotros”.

Pequeñas historias del Atrato


Diego

Diego es un toro. Mono, rubio en colombiano, pero rubio de desgaste. Como cuando las fibras renuncian a darle color a un pelo cansado de nacimiento. Los mofletes llegan a ocultar el resto de su cara que, sin embargo, se hace otra cuando sonríe y sus dientes carcomidos por la caries lo hacen pícaro y triste, un cautivador y un derrotado al tiempo.
Diego no para de correr. No se pisa los cordones de sus botas mojadas, no le importa llevar esos jeans sucios y gastados sin nada que evite el roce con sus muslos, con su pequeño sexo menguado. Sería el líder del grupo si Leo no fuera la tormenta que se anuncia. Mucho más pequeño, pero igual de abigarrado, parece ser el norte de este ejército de abandonados ajenos al abandono. Leo se mueve y todos lo siguen, pero es Diego el que marca la acción posterior. La embestida contra la reja del Tambo de acogida, o el ataque con la silla de oficina sin nada más que ruedas y tronco contra el extraño que les ha hecho unas fotos y los ha elevado hacia el cielo que les pertenece.
Diego tiene seis años, pero su cuerpo no levanta más de 96 centímetros, según el registro oficial, y pesa apenas 16.7 kilos. Diego Queregama, uno de los 46 niños y niñas de Agua Sal que se han desplazado a Quibdo antes de morir de hambre. Bueno, el reflexivo pierde peso cuando sabes que quién los ha desplazado es la hermana Yaneth, esta tierna monja bumanguesa que se debate entre la necesidad de luchar y la tristeza de los fracasos.
Hace 10 días, a la 4 de la mañana convenció a 28 mujeres de la comunidad con ellas recorrió las ocho horas caminando que las separaba de la carretera de tierra más cercana. Y de ahí a Quibdo y o los atienden como dios manda o lo denunciamos al mundo y no, al hospital no que ellos son indígenas y necesitan verde y río y me los atienden con respeto y sí hasta que los pelaos se recuperen y puedan volver todos juntitos a sus tambos de verdad, mientras en este Tambo de mentira que construyó la comunidad internacional y que se había tomado los putos líderes políticos y que ya está bien hombre…
Pasea por el tambo repartiendo sonrisas sacadas de la chistera, porque en el alma no le quedan tantas y las raciona, y Nubia Sintua la mira con hermandad. Nubia, esta huérfana de mamá que a los 11 años ya es la mamá de su hermana menor Blanca, de 2 años y de su prima abandonada, de 4 años.
Me fumo un cigarro a las afueras de este círculo de acogida y no sé por qué un tópico me viene a la cabeza y pienso en el empute crónico que se apoderó del Ché de tanto ver esto, la injusticia con piernas, las dolorosas consecuencias de este sistema de inhumanos.

Rosa

Mi nombre es Rosa Emilia Córdoba Hurtado, tengo 48 años y hay un chillido en mi cabeza día y noche. No me gusta que me maltraten y, aún así, me pesa este maltrato tanto… que solo le pido a Dios que no llegue al extremo de vivir maltratada.
Mi hijo siempre me decía vea madre cuando yo estudie y me sitúe me la llevo a la ciudad y la pongo a vivir bien sabroso. Mi mamá era como mi mejor amiga y siempre era la que me daba fuerza pa seguir porque sabe usted que acá en el Chocó los hombres son muy perezosos y a nosotras nos toca todo, soliticas. Le cuento que ese chillido no se me va jamás y yo estoy bien malita, como que se me olvidan las cosas. Me quedo mirando así, como ahorita, al frente y lloro sin saber muy bien por qué. Oh sí, porque somos las sobras de este mundo ¿sabe? Morirme querría si no tuviera a los dos pequeños vivos y con necesidad.
Mi hijo tenía 19 años y era muy juicioso y le gustaba eso de la iglesia tanto que se lo iban a llevar ya pa el seminario, a una entrevista. Ese ruido se me ha quedado como estampado en el cerebro y a veces no me deja ni pensar.
Yo no quiero regresar a mi pueblo por los recuerdos, como por la tristeza y bueno, esto no se lo digo a todo el mundo, pero por la rabia que tengo. Rabia con la guerrilla, rabia con los paramilitares y… y con el Gobierno oiga, que eso no debía de haber pasado.
Tan lindo mi hijo, Ilson se llamaba y era mi alegría. Yo soy muy sensible, sabe usted. A mi la muerte de mi hijo me destrozó y trato de recoger algo de ánimo pero qué va…
Mi futuro lo veo muy apretado. Mi hija me trata de dar ánimos, pero ella también se hunde. Fue la primera herida en esos días.
Cuando los paramilitares llegaron al pueblo arrimaron la primera panga junto a mi casa, porque yo vivía ahí en el río, junto al sentadero. Y yo diho que el chirrido ese de la cabeza es el motor de esa panga que fue como el anuncio de esta desgracia que no para.
La arrastradera negra que salió en todos los noticieros era de mi hijo. A él no lo pude amortajar, porque quedó muy poquitico de él. Trate de vestir a mi mamá antes de enterrarla con el resto pero cuando pasé de nuevo al pueblo esa ente había tirado toda la ropita al agua.
Me llamo Rosa Emilia y salí de Bellavista después de la masacre del 2 de mayo de 2002. Ahora vivimos en una casa donde llueve más dentro que fuera, imagine. Tengo a la niña en la universidad pero no tengo pa las fotocopias y esas cosas. Ella sufre mucho, pero no me dice. Ahora le duele mucho la pierna donde le dispararon pero cuando vamos al hospital nos dicen que no estamos en la base de datos. Eso lleva así desde hace seis años y tenemos el carnet y todo, pero qué…
Mi hijo y mi mamá estaban en la iglesia y yo en mi casa, con el agua hasta la rodilla. Yo vi cómo armaban la pipeta y pensé… nos morimos todos. Pero murieron ellos. Cuando cayó.. mire, uno no podía saber en qué sentido corría el agua del río, los perros no ladraban, los pájaros no cantaban. El mundo se paró. Y para mi no ha vuelto a moverse.
Mi hijo tenía 19 años y era mi vida. Allí murió tanta gente, tantos niños. Mire que yo regresé hace una semana por primera vez y no pude bajarme de la panga. Son muchos… son casi 100 niños y jóvenes y algunas mujeres las que murieron ahí. Si suma los que quedamos muertos en vida… haga la cuenta.

Nevaldo
El río marca el ritmo. Después de estos tres días de lluvia ininterrumpida, calma, inacabable, el río amaneció crecido. Las casas que subsisten en la ribera contraria a Quibdo estaban inundadas y las pangas públicas que trasportan a estos fantasmas de pueblo en pueblo decidieron no salir y poner a sus capitanes más bien frente a decenas de cervezas en este domingo de picós con la música al máximo. Tres horas esperando a ver si algún bote bajaba, pero no. A cambio: Nevaldo, este negro valiente, educado, incapaz de recuperarse del asesinato de su hijo a mano de la guerrilla pero convencido de que su pueblo merece algo mejor.
Dos horas de charla al pie de ese caudal incesante del Atrato, dos horas de optimismo camuflado entre mil historias de derrotas que no son más que pequeñas muescas para este hombre que me cuenta que está escribiendo su vida, que va lento, pero que si no me importa ir revisándoselo. Cómo no Nevaldo, hermano, es lo que más ilusión me haría. Me dice que aprendió el poder de las palabras con mi libro, que descubrió que verse ahí lo hacía fuerte, darse cuenta de que tanta pena, tanto dolor no era en vano.
Y yo siento que algo tiene sentido en este sinsentido, para mí, solo para mí, pero algo tiene sentido para mí y para Nevaldo.
La tarde la he pasado con el corazón helado aunque he aprovechado también para caminar y sudar como loco en el primer día de sol que me ha regalado el Chocó. Este sol tan picante, tan inclemente como la lluvia. No hay términos medios por acá. Lo que es, es: malo y bueno, nada de grises, nada del confortable punto medio que nos enseñaron a buscar.

Carmencita
Macedonio está al pie del muelle de Vigía del Fuerte y nos re-conocemos levemente. Dos miradas que se cruzan serias, en un lugar donde los desconocidos nunca son inocentes. Cuando me reconoce, ilumina una sonrisa en su rostro y me saluda de apretón de mano débil, nada de la fortaleza de otros tiempos. Con los 13 millones de pesos (unos 6.000 dólares en su momento) en que valoraron la vida de su hijo de seis años cuando reventó dentro del templo de Bojayá se ha comprado un motor pequeño, un 15, y un bote de segunda o tercera mano en el que están acomodadas las tres sillas plásticas de rigor, con las patas mochadas para dar estabilidad, que hacen de confortables asientos en este expreso que comunica Vigía con Bellavista a razón de 3.000 pesos, no más de dos dólares. Negocio con Macedonio y le ofrezco el doble de lo que él me pide por acompañarme todo el día y aún así las cuentas no me salen a su favor.
Llegar al viejo Bellavista produce un vuelco al corazón. El año pasado, por estas mismas fechas, bebía ron con Rymel, de la Defensoría del Pueblo, y con un grupo de chicos y chicas en el ‘sentadero’ al pie del río, mientras, atrás, la música, el alboroto de los niños y las niñas y el trasiego de las sombras hacía casi olvidar que esto es una especie de cementerio viviente.
Ahora no queda casi nada, solo esqueletos de casas de madera y concreto a los que han arrancado piel y huesos hasta desfigurar la fisionomía de este pueblito donde la guerra se ensañó con una violencia inaudita.
Se escuchan aún martillazos de los que vienen a buscar madera o un buen pedazo de zinc. Un cerdo es el amo y señor de lo que antes fueron las tiendas ribereñas y la vida se concentra en esta casa digna, de dos pisos, limpia como pareciera imposible en estos lares, donde cuatro monjas agustinas resisten, como han resistido a las presiones del gobierno que, sin embargo, surtieron efecto en los civiles, obligados a trasladarse a un nuevo pueblo con el que el Estado pretende limpiar la culpa y enterrar la memoria.
Las gentes de estos lugares le llaman al nuevo pueblo Severá, y así ha quedado bautizado. Durante cinco años, las promesas se acumulaban y no se concretaban. Ahora ya hay pueblo, inconcluso, plagado de cosas que deberían estar y no están, la magia de la corrupción y de los brindis al sol en un lugar con tanta lluvia, diseñado por algún arquitecto de mierda en Bogotá, sin tener en cuenta su cultura, su forma de vida. Ahora, si ven el río es porque van de paseo, ahora si hablan con sus vecinos es porque hacen cita. Calles casi vacías donde la falta de árboles multiplica por 100 el efecto del sol y que se convierten en afluentes del Atrato cuando esta lluvia del demonio se engancha a la selva chocoana.
Cómo contarlo… Resignación, división, enfrentamiento entre líderes, rapiña de las ayudas… ¡cuánto daño ha hecho la cooperación ciega acá! El paseo de los chalecos, le llaman ellos. “Vienen y nos miran como si fuéramos animales en un zoológico de esos”, me dice la vieja Coca, una de esas mujeres que ha tenido tiempo para todo y que ha sido un bastión de dignidad del colectivo de mujeres de Bojayá. Justo el domingo vi regresar a Quibdó de esta zona al embajador francés en Colombia con una delegación, todos con chalecos del PMA, seguros de que eso los protege, sudados, como animales en hábitat extraño, inútiles siempre.
Ahora, en Bellavista, o en Severá, como se prefiera, hay una pandilla de ladrones (con una población que no supera las 1500 personas), circula el basuko (crak) gracias a la transferencia ‘cultural’ de los agentes de policía y del ejército que están sembrados en todas las esquinas del pueblo, la panadería y el taller comunitario se fueron al garete y, por si faltaba algo, el nuevo párroco ha roto con la tradición combativa e independiente de la iglesia para ser un sapo más, que cobra un salario del gobierno por gestionar las migajas de la ayuda.
Quien ve el pueblo desde el río, allá en la altura, piensa que quedó muy bonito, porque eso sí, aunque no se pintó ni repelló una sola casa, los responsables del proyecto –dos canallas de Bogotá que responden a los nombres de Everardo y Alejandro- se aseguraron de pintar con colores llamativos y alegres la escuela, la alcaldía y el centro de salud.
La noche es una larga, larguísima conversación con la hermana Carmencita, una mujer que no mide más de 150 centímetros pero que es de las personas más valientes que he conocido en mi vida. Tiene rabia, está cansada, lleva dos de paludismo este año, tiene una bacteria alojada en el sistema urinario que la tiene mal y un dolor en el alma por las injusticias crónicas y la debilidad de estas comunidades al que cualquier desgraciado estafa y engaña en dos minutos. Junto a ella está Lucha, una negra oronda de Buchadó. Otra bien cabreada con la vida, pero peleona.
Gracias Carmencita. Duermo tan bien en ese cementerio, en ese pueblo fantasma, dentro de la casa de las agustinas, todo, todo parece posible y la dignidad se aferra a los pocos centímetros y el cuerpo endeble de esta mujer que ha decidido terminar su vida acá, aunque en otro lugar su vida sería más larga. Antes de cerrar los ojos, salgo al balcón, fumo un cigarro. Me siento solo, el hombre más solo del mundo, pero, a la vez, me siento parte de una inmensa comunidad. Todo es contradictorio.