15/6/08

Frontera Panamá: Atrapados en conflicto ajeno


“Con balas no vamos a poner solución al problema”. El oficial de policía anónimo cree ciegamente en la inversión social para lograr que las 11 comunidades de Jaqué que conviven con el conflicto armado heredado de la vecina Colombia sean aliadas del Estado. Pero la realidad contradice los deseos del verde uniformado. En las poblaciones aisladas entre mar y selva que franquean esta frontera tan parecida a un paraguas lleno de huecos la sensación es la contraria. “El Gobierno debería estar para proteger a los panameños civiles que vivimos acá, pero parece que estuvieran buscando nuestro lado flaco”, asegura un habitante de Cocalito, la última huella panameña en esta costa del Pacífico imponente y desolada.
Para las autoridades, de Jaqué hacia la frontera es “zona roja”. Eso limita los movimientos y reduce la poca ayuda estatal que caía por esta región. “Este año solo hemos podido hacer una gira médica, eso está muy peligroso”, señala el doctor Meneses, responsable del puesto de salud de Jaqué.
Zona roja, así la denomina el mayor Villalobos antes de dar su bendición al viaje. “¿Ustedes saben dónde van? Habrá que pedir autorización a mi comandante”. Autorización innecesaria para moverse por parte del territorio nacional donde legalmente no hay restricciones pero donde, en la realidad, se está practicando el juego del gato y del ratón con las unidades de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que se mueven con tranquilidad en esta franja de territorio desde hace décadas.
“Ahora son más”, asegura otro agente de la policía de fronteras fuera de turno. Y todas las fuentes apuntan a lo mismo, a un incremento de la presencia guerrillera debido a la presión que, desde el lado colombiano, están ejerciendo las fuerzas de seguridad de ese país, envalentonadas después de los éxitos militares de los últimos meses –con varios miembros del secretariado general de las FARC muertos-.
La orden sigue siendo la de no buscar el enfrentamiento con los irregulares. De hecho, hace tres semanas, en un operativo de la Policía de Fronteras se tuvo a tiro a un grupo de varias decenas de guerrilleros. En la tensión cubierta de vegetación, se pidió autorización a Panamá para proceder, la llamada llegó hasta el Palacio de las Garzas y la respuesta fue clara: “eviten el choque”. “Fue lo más parecido a una emboscada que hemos tenido”, insiste con una expresión entre la decepción y el alivio un policía raso.
Pero, lo que parece un juego de guerra sin guerra para estos hombres, es una situación de alto riesgo para los indígenas que moran estas playas sin Dios ni Estado.

Presión policial
La presencia de la Policía es ahora más intensa que nunca. A Guayabito, una playa ubicada a unos 35 minutos de Jaqué, la patrullera o las lanchas de la fuerza pública llegan cada dos semanas. Los policías pasan el día en la comunidad, reparten algunas bolsas de comida –“es la labor humanitaria en la que nos concentramos”, explica un oficial; “a cambio de información”, matiza un local- y vuelven a irse. Mientras, quien se alimenta es la tensión. “La última vez, un oficial me dijo: ‘Les vamos a poner un puesto de Policía acá para que se jodan’. Y yo digo… ¿por qué para que nos jodamos?, a nosotros no nos importaría. Ve como ellos nos señalan de colaboradores con la guerrilla”. Este morador de Guayabito tuerce el gesto cuando se le pregunta si tiene miedo. Claro que tienen miedo. Ahora, los vecinos de Playa Luciano, acusan a los de Guayabito de haber ‘vendido’ a la Policía a su patriarca, Josefino Chimicui, de 66 años, conocido en toda la zona como Yaviza. Y en Guayabito temen una represalia de la guerrilla.
Yaviza está ahora en un calabozo de ciudad de Panamá acusado de colaborador de la guerrilla y de actividades relacionadas con el narcotráfico.
Su segunda detención –ya había sido capturado a principios de marzo- estuvo precedida de un imponente ejercicio de abuso de la fuerza por parte de la Policía. Este diario pudo comprobar los estragos de un ‘allanamiento de playa’ –si se puede describir así- que efectuaron cuatro lanchas rápidas del Servicio de Fronteras, una patrullera y dos helicópteros en Playa Luciano. Allá estaban la esposa de Yaviza, Horacia, su hija, dos mujeres más, tres niños, Aladino, otro de sus hijos de 33 años y un adolescente de 14 años. El rumor, propagado en la zona, es que en esa playa descansaban 100 guerrilleros. Pero en realidad, a las 12 del medio día del 25 de abril, solo estaba este ejército de civiles. Los policías llegaron disparando –los casquillos siguen en la zona-, soltaron dos granadas –una explotó, la otra, no- y golpearon y vejaron al adolescente de 14 años que preguntaba donde estaban los papeles que autorizaban la requisa.
Todavía hoy, se puede ver en Playa Luciano la fibra de vidrio retorcida de la lancha que quemó la policía, los restos de decenas de platos rotos, lo que fue una máquina de coser, los huecos abiertos por las balas dirigidas a guerrilleros invisibles…
Horacia no ha regresado a la playa hasta el jueves 29 de mayo. “Yo no salgo de mi playita, tengo que cuidar a mis cerditos. Ojalá me devuelvan al hombre bien”, dice sentada en el quicio de la puerta del tambo desordenado que le dejó la Policía. Triste como un semáforo jura esta mujer cansada y convaleciente de una picadura de culebra que jamás han tenido que ver ni con drogas ni con guerrilla. Apenas normal.
La sugerencia de sus hijos mayores, Luis, Negro, y Aladino, Joy, de que se desplace a Jaqué ha sido descartada de una: “Aquí en nuestra playita estamos bien, no tenemos miedo. Además, en el pueblo todo es con plata, es feo vivir allá”, explica una de las hermanas menores.
“Si tenían que detenerlo, pues bien, pero lo que hicieron es abuso policial”, denuncian dos vecinos de Jaqué conocedores de esas playas y que conservan el anonimato porque ahora todos se sienten sospechosos de algo. En la zona es la sensación, casi nadie defiende abiertamente a Yaviza pero no coinciden con los métodos policiales.

El estigma
Lázaro Pacheco, el líder de Guayabito, muestra con orgullo la escuela que, después de años de lucha, se ha construido en la comunidad. La bandera de Panamá guardada para que la lluvia no la dañe y Lázaro con un sentimiento doble: felicidad por la escuela y por el orden que respira su comunidad de unas 60 personas y tristeza por la situación de seguridad. “Lo que no entendemos es por qué por ahí se dice que nosotros colaboramos con la guerrilla pero a nosotros la Policía no nos dice nada directamente. Si hay alguna fuerza que quiere que nosotros salgamos de estas playas… no sé, yo no creo que el Gobierno de Panamá se quede nulo en eso, no nos proteja, nosotros somos panameños, como ellos”. Lázaro está convencido de que si algún día pasa algo, le ocurrirá a él. “Vendrán a por el líder, pero yo estoy limpio señor y solo Dios puede juzgarme”.
No solo el miedo atenaza a esta comunidad, sino la presión del lado colombiano. Acostumbrados a vender su pescado en Juradó (Colombia) y a comprar allá víveres y enseres, en las últimas semanas han sabido lo que es el aislamiento. El Ejército colombiano limita las compras –“Dicen que traemos cosas para la guerrilla y lo que están es haciéndonos pasar hambre”- y la pesquera que compraba el pescado a buen precio ha cerrado. Las desgracias nunca llegan solas.
En Cocalito la situación es similar. Con el agravante de que están más cerca de la frontera. “Yo le pido a mi pueblo que no vaya a Juradó. Allí están los Águilas Negras, lo que antes llamaban los paramilitares y como a nosotros nos marcan como colaboradores de la guerrilla… no vaya a ser que por una mala información maten a alguien”, explica Edores Pacheco, Pilacho, el líder de estos 90 indígenas que habla en la precaria escuela de madera donde se ha reunido una parte de la comunidad.
Su padre, el abuelo, Leonidas Pacheco, recuerda como hace cinco años los paramilitares incursionaron en Cocalito: el susto aún no se ha pasado. Y no entiende por qué la Policía panameña no es más contundente. “ Cuando uno compra un machete y una lima es para trabajar con ellas... ¿usted me entiende? Es que yo uso parábolas”, dice el viejo con sonrisa torcida refiriéndose a las armas frías de la fuerza pública nacional.
Los Águilas Negras son la reinvención de los paramilitares supuestamente desmovilizados en acuerdos de paz con el gobierno de Álvaro Uribe. Al otro lado de la frontera están actuando de manera contundente –solo la semana pasada acabaron presuntamente con la vida de dos líderes indígenas en el río San Juan. En Cocalito temen que el sello que la rumorología les ha puesto sea como una diana donde disparen los irregulares de ultraderecha.

Nadie sabe, todos saben

La pregunta del millón es la de siempre… ¿pasan los hombres de las FARC por esta zona?, ¿cuántos son?
La respuesta la calla la espesura de la vegetación y el obligado silencio de los hombres y mujeres de las playas. Tanto ellos como la policía confirman en voz baja y sin alharacas que sí, que claro que están. “Imagine qué haría usted si le llegan y le piden una gallinita o un puerquito… qué haría usted”, espeta un habitante más atrevido. Nadie dice un sí rotundo, pero los silencios hablan por sí solos. La presencia de guerrilleros y de bandas de narcotraficantes pesa como una losa sobre las comunidades.
La preocupación de estas comunidades es ahora, cómo sacar su pescado y como luchar contra el estigma. Dos tareas titánicas para ellos, aislados, rodeados por este conflicto ajeno. Ya no se fabrica hielo en Juradó para que puedan conservar el pescado hasta que algún barco pase a comprar, tampoco tienen mercado a donde llevarlo.
En cuanto al estigma… esa marca indeleble que se ha ido quedando con ellos, lo ven más difícil. “Si usted le puede hacer un llamado al señor presidente de la república, dígale que nosotros somos panameños y que somos los más interesados en que esta frontera sea segura. Nosotros también pensamos y no queremos que nos ayuden con bolsitas de comida. Eso es un problema para el gobierno y para nosotros. Que nos ayuden a sacar el pescado… y que confíen en nosotros”.

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