Es el miedo a perder lo que tenemos lo que nos convierte
desconfiados y algo avaros. Nuestras dudas a la hora de abrir el corazón a
desconocidos surgen del miedo a ser lastimados. El miedo al fracaso nos impulsa
a no saltar los riachuelos de la vida y es el miedo a la desilusión el que
contiene nuestros deseos. Miedo a comer lo que nos envenena, miedo a mirar lo
que nos conmociona. El miedo al saber cierra los libros y el miedo a dudar es
el que alimenta nuestros prejuicios. Tenemos miedo de casi todo: de la
velocidad y de la quietud, de la poesía y de las Variaciones Goldberg en las
noches de insomnio que las parieron, de la naturaleza en su expresión más pura
y de la pureza cuando no está recubierta de prevención. Tenemos miedo a casi
todas las horas del día: cerrar los ojos puede ser el preludio de una tormenta
en forma de pesadilla y abrirlos a veces es tan doloroso como encarar la vida.
Nos da miedo solicitar, con la luz prendida, el oscuro deseo sexual que
amasamos en el silencio de una educación castrante; también nos da miedo no
dominar, no ser capaces de rayar las paredes con el nombre de la persona amada
o de gritar a mediodía que lo queremos entero… Tenemos miedo de los policías,
de los jueces, del burócrata que nos ignora y del abogado que nos sojuzga.
Tenemos miedo del padre violento y miedo a parecernos a él. Sin duda, nos da
miedo la vejez, la podredumbre del cuerpo mientras la cabeza sigue procesando
temores, y nos da miedo no ser suficientemente jóvenes como para cambiar de
rumbo. Nos dan miedo las encrucijadas y los túneles, los aviones y las
patinetas. Nos da miedo besar a la rana y nos da miedo el gluten o la lactosa.
Nos da miedo el Estado Islámico, las bombas y las oscuras noches iluminadas por
rayos. Los perros sin bozal, las rosas con espinas y los ladronzuelos de barrio
nos dan miedo. Nos da miedo la piel de un color diferente al nuestro y nos da
miedo lamer de la piel que nos provoca el sudor de su desconsuelo. Nos da miedo
no pisar la tierra aunque nos den miedo los bichitos que en ella se esconden.
Las arañas, las cucarachas y las serpientes unas veces nos dan asco y otras nos
provocan miedo. Tenemos miedo a los comunistas y tenemos miedo a las listas de
los escuadrones de la muerte en la que, por una torpe casualidad, podemos
figurar (nosotros que nunca hicimos nada). Los agentes de frontera gringos nos
dan miedo y también las gentes que atraviesan las fronteras desde la noche de
los tiempos. Nos dan miedo los que viven sin dinero y los que saltan de tren en
tren allá donde hace décadas no hay vías ni andenes. Nos da miedo el futuro de
nuestros hijos y nos paraliza de miedo el presente de nuestros hijos. No hay
espejo que no nos dé miedo en alguna mirada esquiva y es extraño el día que no
sentimos miedo al cruzar la calle equivocada en la que se agazapa la enésima
amenaza de nuestra historia. Nos da miedo la Historia porque de conocerla no
seríamos lo que somos y nos gusta engañarnos sobre lo que seremos para no tener
miedo a lo que vendrá. Las utopías nos dan miedo porque, en caso de creer en
ellas, nos obligarían a caminar. El silencio nos da mucho miedo; por eso nos
cobijamos de él en los centros comerciales y en los audífonos de marca. Nos da
miedo la soledad, casi tanto como el aburrimiento, y fingimos seguridad con tal
de no reconocer que tenemos miedo a la duda. Tenemos tanto miedo a la
enfermedad que no preguntamos antes de empastillarnos y la vigilia es tan
atemorizadora que utilizamos drogas de diseño para no mantener la cabeza
despejada ni el corazón aterido por el gélido acontecer de nuestro tiempo. Es
el miedoso el que pierde la partida en el recreo escolar y es el miedo el que
permite que desperdiciemos horas y horas en video juegos que recrean la vida
que nosotros sólo alcanzamos a imaginar. Nos da miedo imaginar porque entonces
sacamos las patas del fango y volver a él es una perspectiva feroz. La memoria
da miedo y ese miedo nos empuja a la amnesia personal y colectiva. Miedo a
dudar de dios, miedo a vivir sin él, sin su juego de cartas trucado. Miedo a
confiar en las personas y miedo a las personas.
El miedo es uno de los motores más efectivos de control de
nuestras sociedades. Somos tan miedosos que un atentado más o un terremoto de
menos no hace la diferencia. Suponen sólo momentos álgidos de esta vida
atemorizada que habitamos. Somos tan extraños… que a lo que debería darnos más
miedo le confiamos buena parte de nuestras vidas: al mercado, a los poderes
políticos, económicos y religiosos, al azar. Vivir sin miedo da miedo. Pero,
les advierto: una vez que se prueba, ya no se quiere volver jamás a ese estado
de enajenación que provoca el pavor que nos enseñan desde que nacemos.
Inténtenlo.