Tengo una cicatriz de 14 centímetros. No está en el corazón,
pero siempre me ha consolado saber que mi cadáver será reconocible por su
sonrisa grapada el día que espere unos ojos amigos en una morgue desaparecida.
Tengo tres cicatrices más: una en la muñeca, otra en el codo, la última justo donde
no la encontrarás. Tengo corazón.
Mis dientes suelen expropiar una parte visible del café y del
tabaco al que huelo y el médico balbuceó delante de mí hace unos días un
diagnóstico benigno que incluía la palabra necrosis.
He habitado 14 ciudades, 32 viviendas, cinco trincheras de
fuego, una celda, un cuarto de aires acondicionados, incontables hamacas y, al
menos, y que yo recuerde, una veintena de cuerpos ajenos que durante unos
instantes me parecieron conocidos. Me he casado tres veces y me he divorciado
dos. Saquen las cuentas. Creo que nunca me cansaré de preparar el desayuno para
dos si entre ambos media un cariño que no sucumba ante la costumbre.
Tengo un amigo que apuntaba todos mis números de teléfono
hasta que dejé de llamarlo. No me gusta el hígado –ni tan siquiera el propio- y
suelo pecar de incontinencia emocional y de una total ausencia de fuerza de
voluntad.
He caminado 27 países diferentes -Los he contado porque en
época de estadísticas y cientifismo lo que no se enumera no existe-. He
compartido cientos de territorios que no dependen de las falsas fronteras del
colonialismo. En unos he viajado con traficantes de pájaros, en otros he bebido
chicha fuerte para debilitar mis prejuicios, en todos me he quedado enganchado
antes a los humanos que a lo paisajes. No me interesa la ornitología.
He puesto en marcha menos proyectos de los que he diseñado y
me he equivocado hasta el hartazgo antes de empezar un nuevo error con nombre.
A día de hoy, con 43 años, no tengo un proyecto vital ni una
certeza residente, tan solo poseo la soberbia inútil de quien ha visto y la
decisión inerme de no rendirme. Con 43 años no hago running, no me he hecho un
peeling y no he sabido de scores.
No tengo hijos. Tampoco hijas. Los hermanos los cuento por
decenas. No tengo dinero, no tengo hipoteca, no tengo ahorros, no tengo
ansiedad, no tengo la necesidad de tener. Tengo casi 44 años y por primera vez
el miedo es un tema en mi agenda.
Mi mejor amiga está luchando contra la muerte. Las otras
veces logró escapar en el último minuto, aunque ahora el tiempo sí juega en su
contra. La quiero especialmente porque es incapaz de verme blanco y porque sus
opiniones son tan volubles como las mías. En su balcón al verde del sur siempre
había una botella de Flor de Caña 7 años esperándome. Ahora no podemos beber ni
fumar juntos, pero sigo poniéndome las trenzas cuando ella me necesita a su
lado.
He cotizado a la seguridad social pública y privatizada de
cinco países distintos y mi jubilación será la oportunidad para mendigar en las
esquinas de vuestro descanso.
Tengo un padre que los martes olvida lo que es y que es
inexorablemente resultado de lo que fue. Mi madre, en cambio, no es lo que
debió ser pero lleva con templanza el olvido de lo que no ha sido.
Tengo grabadas las resistencias de mis iguales y suelo
llorar sin razón alguna cuando abro los ojos ante las derrotas que nos
infringen a cada instante. Amo sin medida y contengo el aliento cada vez que,
en un leve giro de su cabeza, el olor de su piel me recuerda su presencia.
En estos años he mudado algunos verbos: huir por buscar,
pelear por resistir, soñar por sembrar, cosechar por construir, construir por
observar y observar por intervenir.
Escribo para cerrar mi boca y, sin embargo, como dirá el
poeta Antonio Orihuela, a veces escribir es abrir mi boca de par en par ante el
silencio de mis equivalentes.