Tras desnudar cuidadosamente a nuestros tres hijos, esta
familia de clase media sale de casa limpia de conciencia y vacía de escrúpulos.
Hay que cumplir las promesas y prometimos a los niños que los llevaríamos a la
cámara de gas. Dentro, no son necesarias ropas ni corazas, todo está previsto
en el laberinto del consumo. Nos entregamos sin harapos al mercado de la
muerte.
La cámara está a 150 metros, pero nuestros hijos ya saben
que la calle es peligrosa. [No juegues, no te ensucies, no trasiegues en la
hierba, no te hurgues tras la bragueta, no beses farolas, no grites, no hables
con conocidos, no respires lo desconocido…]. Subimos al coche. Es un
todo-terreno, aunque no salimos del asfalto; es del banco, aunque no recordamos
ya de cual. Prendemos las pantallas con películas estúpidas donde una esponja
le limpia la ingle a una exploradora insufrible para que los niños no se
aburran [cuando somos menores de edad no pensamos y cuando ya podemos votar no
sentimos]. Estos peques… son esponjas incapaces de explorar por sí mismas…
Nosotros hablamos de
los asuntos que consumen nuestra vida [aquella oferta de Mercadona, esa carrera
en la que sudar mi aburrimiento, quizá alguna anécdota de la última y aburrida
fiesta de cumpleaños infantil…]. Somos adultos y, como tal, nos acomodamos a la
sombra que nos designa y al destino que nos destinan.
Aparcamos frente a la cámara de gas cuidadosamente, con la
tranquilidad de los que tenemos asegurados nuestro vehículo, nuestra casa, sus
carreras universitarias frustradas de antemano, nuestra jubilación, sus
piernas, nuestra vajilla de porcelana, nuestros sexos, su muerte, nuestro
plácido entierro sin tierra. Bajamos tranquilos, estamos cumpliendo nuestra
promesa, nuestros hijos saben que somos de confiar. El edificio es transparente
para poder ocultar lo evidente. Hay colores estridentes, toboganes de cantos
rodados, un arcoíris de bolas de plástico en el que enterrar los sueños. Y
comida. El gas ya no se distribuye de forma despiadada sobre sus cuerpos
desnudos en frías duchas sin aliento. Ahora viene envuelto en papel de cera y
suele ir acompañado de patatas fritas y soda grande. “¿Quiere agrandar su agonía?
Por sólo 50 céntimos más se la duplicamos y usted ni se da cuenta”. Agrandamos
todo, que somos buenos padres y prometimos junto a la piscina bautismal de la
familia que a nuestros hijos jamás les faltaría de nada.
Los niños comen con avidez porque saben que la oferta
incluye un muñeco de regalo que es una caricatura de lo que ellos van a ser si
sobreviven. Somos buenos padres, cumplimos nuestras promesas, nos envenenamos
al tiempo que nuestros chicos, en una sagrada comunión con los vecinos de esta
zona anodina donde vivimos nuestra muerte cotidiana. Y somos agradecidos. Por
eso votaremos de nuevo a este alcalde de plástico que aceleró permisos y
extendió la alfombra roja para que la cámara de gas se instalara en nuestro
cuadrante, generando puestos de empleo y acortando la distancia que nos separa
de la muerte. ¡Qué rico!
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