Andamos endeudados. Los dos, mirándonos tan cerca como la quina a la que nos aferramos lo permite. Dentro de tu corazón laten mis dudas. Son solo unas cuantas.
Las suficientes para que la sangre bombee sueños hasta las partes más desconocidas
de tu cuerpo.
Tienes que vivir con ellas. Siempre hirviendo, siempre
mutables. Se alteran con los encuentros necesarios. Este amigo que nunca ha
cesado en su empeño por salvar las vidas con sus almas, que se sigue
enfrentando a los que se creen fuertes armado solo con la poderosa debilidad de
sus convicciones. Aquel miedo torpe a la muerte, al dolor, a la ventana porosa
que me humedece los ánimos.
Mis dudas son las branquias frescas del pescado, la sangre
depuradora en el quicio de la herida, la ráfaga de Levante que pone en ruta a
los pescadores sin tableta ni GPS que los desista.
Duda de los que no dudan. Duda de los que te venden la
seguridad del triunfo, la certeza de la razón contenida en un programa, la
necesidad imperiosa de arremolinarse en torno a sus santos civiles. Duda de las
religiones con dioses, de los dioses sin religiones, de la vendedora que no te
mira a los ojos, del peluquero que ya no afila sus tijeras. Duda de la baba de
caracol y de los cascos azules, duda de mi si quieres. Es ahí, en las dudas que
te siembro y en las dudas de tu insomnio donde nos vamos construyendo limpios. Las certezas, debería
saberlo, se suelen enquistar en las peligrosas curvas de las arterias. Se hacen
fuertes en su sensatez para anular lo poco que nos resta de alma.
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