15/6/08

Pequeñas historias del Atrato


Diego

Diego es un toro. Mono, rubio en colombiano, pero rubio de desgaste. Como cuando las fibras renuncian a darle color a un pelo cansado de nacimiento. Los mofletes llegan a ocultar el resto de su cara que, sin embargo, se hace otra cuando sonríe y sus dientes carcomidos por la caries lo hacen pícaro y triste, un cautivador y un derrotado al tiempo.
Diego no para de correr. No se pisa los cordones de sus botas mojadas, no le importa llevar esos jeans sucios y gastados sin nada que evite el roce con sus muslos, con su pequeño sexo menguado. Sería el líder del grupo si Leo no fuera la tormenta que se anuncia. Mucho más pequeño, pero igual de abigarrado, parece ser el norte de este ejército de abandonados ajenos al abandono. Leo se mueve y todos lo siguen, pero es Diego el que marca la acción posterior. La embestida contra la reja del Tambo de acogida, o el ataque con la silla de oficina sin nada más que ruedas y tronco contra el extraño que les ha hecho unas fotos y los ha elevado hacia el cielo que les pertenece.
Diego tiene seis años, pero su cuerpo no levanta más de 96 centímetros, según el registro oficial, y pesa apenas 16.7 kilos. Diego Queregama, uno de los 46 niños y niñas de Agua Sal que se han desplazado a Quibdo antes de morir de hambre. Bueno, el reflexivo pierde peso cuando sabes que quién los ha desplazado es la hermana Yaneth, esta tierna monja bumanguesa que se debate entre la necesidad de luchar y la tristeza de los fracasos.
Hace 10 días, a la 4 de la mañana convenció a 28 mujeres de la comunidad con ellas recorrió las ocho horas caminando que las separaba de la carretera de tierra más cercana. Y de ahí a Quibdo y o los atienden como dios manda o lo denunciamos al mundo y no, al hospital no que ellos son indígenas y necesitan verde y río y me los atienden con respeto y sí hasta que los pelaos se recuperen y puedan volver todos juntitos a sus tambos de verdad, mientras en este Tambo de mentira que construyó la comunidad internacional y que se había tomado los putos líderes políticos y que ya está bien hombre…
Pasea por el tambo repartiendo sonrisas sacadas de la chistera, porque en el alma no le quedan tantas y las raciona, y Nubia Sintua la mira con hermandad. Nubia, esta huérfana de mamá que a los 11 años ya es la mamá de su hermana menor Blanca, de 2 años y de su prima abandonada, de 4 años.
Me fumo un cigarro a las afueras de este círculo de acogida y no sé por qué un tópico me viene a la cabeza y pienso en el empute crónico que se apoderó del Ché de tanto ver esto, la injusticia con piernas, las dolorosas consecuencias de este sistema de inhumanos.

Rosa

Mi nombre es Rosa Emilia Córdoba Hurtado, tengo 48 años y hay un chillido en mi cabeza día y noche. No me gusta que me maltraten y, aún así, me pesa este maltrato tanto… que solo le pido a Dios que no llegue al extremo de vivir maltratada.
Mi hijo siempre me decía vea madre cuando yo estudie y me sitúe me la llevo a la ciudad y la pongo a vivir bien sabroso. Mi mamá era como mi mejor amiga y siempre era la que me daba fuerza pa seguir porque sabe usted que acá en el Chocó los hombres son muy perezosos y a nosotras nos toca todo, soliticas. Le cuento que ese chillido no se me va jamás y yo estoy bien malita, como que se me olvidan las cosas. Me quedo mirando así, como ahorita, al frente y lloro sin saber muy bien por qué. Oh sí, porque somos las sobras de este mundo ¿sabe? Morirme querría si no tuviera a los dos pequeños vivos y con necesidad.
Mi hijo tenía 19 años y era muy juicioso y le gustaba eso de la iglesia tanto que se lo iban a llevar ya pa el seminario, a una entrevista. Ese ruido se me ha quedado como estampado en el cerebro y a veces no me deja ni pensar.
Yo no quiero regresar a mi pueblo por los recuerdos, como por la tristeza y bueno, esto no se lo digo a todo el mundo, pero por la rabia que tengo. Rabia con la guerrilla, rabia con los paramilitares y… y con el Gobierno oiga, que eso no debía de haber pasado.
Tan lindo mi hijo, Ilson se llamaba y era mi alegría. Yo soy muy sensible, sabe usted. A mi la muerte de mi hijo me destrozó y trato de recoger algo de ánimo pero qué va…
Mi futuro lo veo muy apretado. Mi hija me trata de dar ánimos, pero ella también se hunde. Fue la primera herida en esos días.
Cuando los paramilitares llegaron al pueblo arrimaron la primera panga junto a mi casa, porque yo vivía ahí en el río, junto al sentadero. Y yo diho que el chirrido ese de la cabeza es el motor de esa panga que fue como el anuncio de esta desgracia que no para.
La arrastradera negra que salió en todos los noticieros era de mi hijo. A él no lo pude amortajar, porque quedó muy poquitico de él. Trate de vestir a mi mamá antes de enterrarla con el resto pero cuando pasé de nuevo al pueblo esa ente había tirado toda la ropita al agua.
Me llamo Rosa Emilia y salí de Bellavista después de la masacre del 2 de mayo de 2002. Ahora vivimos en una casa donde llueve más dentro que fuera, imagine. Tengo a la niña en la universidad pero no tengo pa las fotocopias y esas cosas. Ella sufre mucho, pero no me dice. Ahora le duele mucho la pierna donde le dispararon pero cuando vamos al hospital nos dicen que no estamos en la base de datos. Eso lleva así desde hace seis años y tenemos el carnet y todo, pero qué…
Mi hijo y mi mamá estaban en la iglesia y yo en mi casa, con el agua hasta la rodilla. Yo vi cómo armaban la pipeta y pensé… nos morimos todos. Pero murieron ellos. Cuando cayó.. mire, uno no podía saber en qué sentido corría el agua del río, los perros no ladraban, los pájaros no cantaban. El mundo se paró. Y para mi no ha vuelto a moverse.
Mi hijo tenía 19 años y era mi vida. Allí murió tanta gente, tantos niños. Mire que yo regresé hace una semana por primera vez y no pude bajarme de la panga. Son muchos… son casi 100 niños y jóvenes y algunas mujeres las que murieron ahí. Si suma los que quedamos muertos en vida… haga la cuenta.

Nevaldo
El río marca el ritmo. Después de estos tres días de lluvia ininterrumpida, calma, inacabable, el río amaneció crecido. Las casas que subsisten en la ribera contraria a Quibdo estaban inundadas y las pangas públicas que trasportan a estos fantasmas de pueblo en pueblo decidieron no salir y poner a sus capitanes más bien frente a decenas de cervezas en este domingo de picós con la música al máximo. Tres horas esperando a ver si algún bote bajaba, pero no. A cambio: Nevaldo, este negro valiente, educado, incapaz de recuperarse del asesinato de su hijo a mano de la guerrilla pero convencido de que su pueblo merece algo mejor.
Dos horas de charla al pie de ese caudal incesante del Atrato, dos horas de optimismo camuflado entre mil historias de derrotas que no son más que pequeñas muescas para este hombre que me cuenta que está escribiendo su vida, que va lento, pero que si no me importa ir revisándoselo. Cómo no Nevaldo, hermano, es lo que más ilusión me haría. Me dice que aprendió el poder de las palabras con mi libro, que descubrió que verse ahí lo hacía fuerte, darse cuenta de que tanta pena, tanto dolor no era en vano.
Y yo siento que algo tiene sentido en este sinsentido, para mí, solo para mí, pero algo tiene sentido para mí y para Nevaldo.
La tarde la he pasado con el corazón helado aunque he aprovechado también para caminar y sudar como loco en el primer día de sol que me ha regalado el Chocó. Este sol tan picante, tan inclemente como la lluvia. No hay términos medios por acá. Lo que es, es: malo y bueno, nada de grises, nada del confortable punto medio que nos enseñaron a buscar.

Carmencita
Macedonio está al pie del muelle de Vigía del Fuerte y nos re-conocemos levemente. Dos miradas que se cruzan serias, en un lugar donde los desconocidos nunca son inocentes. Cuando me reconoce, ilumina una sonrisa en su rostro y me saluda de apretón de mano débil, nada de la fortaleza de otros tiempos. Con los 13 millones de pesos (unos 6.000 dólares en su momento) en que valoraron la vida de su hijo de seis años cuando reventó dentro del templo de Bojayá se ha comprado un motor pequeño, un 15, y un bote de segunda o tercera mano en el que están acomodadas las tres sillas plásticas de rigor, con las patas mochadas para dar estabilidad, que hacen de confortables asientos en este expreso que comunica Vigía con Bellavista a razón de 3.000 pesos, no más de dos dólares. Negocio con Macedonio y le ofrezco el doble de lo que él me pide por acompañarme todo el día y aún así las cuentas no me salen a su favor.
Llegar al viejo Bellavista produce un vuelco al corazón. El año pasado, por estas mismas fechas, bebía ron con Rymel, de la Defensoría del Pueblo, y con un grupo de chicos y chicas en el ‘sentadero’ al pie del río, mientras, atrás, la música, el alboroto de los niños y las niñas y el trasiego de las sombras hacía casi olvidar que esto es una especie de cementerio viviente.
Ahora no queda casi nada, solo esqueletos de casas de madera y concreto a los que han arrancado piel y huesos hasta desfigurar la fisionomía de este pueblito donde la guerra se ensañó con una violencia inaudita.
Se escuchan aún martillazos de los que vienen a buscar madera o un buen pedazo de zinc. Un cerdo es el amo y señor de lo que antes fueron las tiendas ribereñas y la vida se concentra en esta casa digna, de dos pisos, limpia como pareciera imposible en estos lares, donde cuatro monjas agustinas resisten, como han resistido a las presiones del gobierno que, sin embargo, surtieron efecto en los civiles, obligados a trasladarse a un nuevo pueblo con el que el Estado pretende limpiar la culpa y enterrar la memoria.
Las gentes de estos lugares le llaman al nuevo pueblo Severá, y así ha quedado bautizado. Durante cinco años, las promesas se acumulaban y no se concretaban. Ahora ya hay pueblo, inconcluso, plagado de cosas que deberían estar y no están, la magia de la corrupción y de los brindis al sol en un lugar con tanta lluvia, diseñado por algún arquitecto de mierda en Bogotá, sin tener en cuenta su cultura, su forma de vida. Ahora, si ven el río es porque van de paseo, ahora si hablan con sus vecinos es porque hacen cita. Calles casi vacías donde la falta de árboles multiplica por 100 el efecto del sol y que se convierten en afluentes del Atrato cuando esta lluvia del demonio se engancha a la selva chocoana.
Cómo contarlo… Resignación, división, enfrentamiento entre líderes, rapiña de las ayudas… ¡cuánto daño ha hecho la cooperación ciega acá! El paseo de los chalecos, le llaman ellos. “Vienen y nos miran como si fuéramos animales en un zoológico de esos”, me dice la vieja Coca, una de esas mujeres que ha tenido tiempo para todo y que ha sido un bastión de dignidad del colectivo de mujeres de Bojayá. Justo el domingo vi regresar a Quibdó de esta zona al embajador francés en Colombia con una delegación, todos con chalecos del PMA, seguros de que eso los protege, sudados, como animales en hábitat extraño, inútiles siempre.
Ahora, en Bellavista, o en Severá, como se prefiera, hay una pandilla de ladrones (con una población que no supera las 1500 personas), circula el basuko (crak) gracias a la transferencia ‘cultural’ de los agentes de policía y del ejército que están sembrados en todas las esquinas del pueblo, la panadería y el taller comunitario se fueron al garete y, por si faltaba algo, el nuevo párroco ha roto con la tradición combativa e independiente de la iglesia para ser un sapo más, que cobra un salario del gobierno por gestionar las migajas de la ayuda.
Quien ve el pueblo desde el río, allá en la altura, piensa que quedó muy bonito, porque eso sí, aunque no se pintó ni repelló una sola casa, los responsables del proyecto –dos canallas de Bogotá que responden a los nombres de Everardo y Alejandro- se aseguraron de pintar con colores llamativos y alegres la escuela, la alcaldía y el centro de salud.
La noche es una larga, larguísima conversación con la hermana Carmencita, una mujer que no mide más de 150 centímetros pero que es de las personas más valientes que he conocido en mi vida. Tiene rabia, está cansada, lleva dos de paludismo este año, tiene una bacteria alojada en el sistema urinario que la tiene mal y un dolor en el alma por las injusticias crónicas y la debilidad de estas comunidades al que cualquier desgraciado estafa y engaña en dos minutos. Junto a ella está Lucha, una negra oronda de Buchadó. Otra bien cabreada con la vida, pero peleona.
Gracias Carmencita. Duermo tan bien en ese cementerio, en ese pueblo fantasma, dentro de la casa de las agustinas, todo, todo parece posible y la dignidad se aferra a los pocos centímetros y el cuerpo endeble de esta mujer que ha decidido terminar su vida acá, aunque en otro lugar su vida sería más larga. Antes de cerrar los ojos, salgo al balcón, fumo un cigarro. Me siento solo, el hombre más solo del mundo, pero, a la vez, me siento parte de una inmensa comunidad. Todo es contradictorio.


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