10/4/08

El héroe es el villano

En Europa el peso del judeocristianismo es brutal. Tanto, que a los viejitos les da por confesar en público lo que han estado mascullando para sí durante largas décadas. Algo así como expiar el sufrimiento para irse a la tumba en paz. Una soberana estupidez porque a la tumba uno siempre se va dormido, sin nada más que un ramo de flores aburridas y alguna que otra lágrima vertida sobre el ataud.
Pero a ellos les da por ahí. ¿Se imaginan que por acá ocurriera lo mismo? Un Pinochet reconociendo cómo había disfrutado arrojando al mar izquierdistas desde los aviones, un Kissinger atormentado por su pasado pidiendo perdón a medio mundo, un Uribe renqueante confesando antes de dar el último respiro cómo armó y fomentó escuadrones de la muerte de manera entusiasta y jovial…
Tampoco es que a todos los europeos les dé por esto. No les voy a engañar. Suele ser por el norte y no dejan de ser casos aislados, anecdóticos, noticiosos cuando poco.
Cuando lo hacen, las trincheras se separan y los hay que apoyan al viejito en solidaridad con su silente y senil dolor, y otros que lo machacan públicamente y lo dibujan como un ser malvado buscando redención.
Uno de los casos más sonados fue el de Günter Grass y las confesiones alrededor de su juventud nazi. Él juró que ya lo había escrito antes, pero es ahora, cuando está mayor y canoso, cuando sus palabras han sido creídas.
El más reciente acto de sinceridad es el de alguien a quien habría que condecorar. Primero, porque nos sacó de la mitología para demostrarnos que la realidad es más prosaica que los cantos de sirena de los que nos alimentamos. Segundo, porque acabó con la vida de un peligroso personaje que, a punta de letras, ha inoculado el gen de la rebeldía en cientos de miles de ingenuos lectores. “Un comunista cualquiera”, dirán algunos; “un lobo con piel de corderito (eso sí, un corderito dibujado dentro de una caja)”, asegurarán otros.
La historia será injusta con Horst Rippert, ahora de 88 años. Desde que confesara hace unos días que fue él quien, en 1944, tumbó el avión que pilotaba Saint-Exupéry sobre el Mediterráneo, este honorable anciano ha debido perder la simpatía de nietos y sobrinos, sus vecinos lo deben mirar de reojo y en el fondo debe sentirse como si hubiera violado salvajemente a Blancanieves o a la Caperucita Roja.
Pero mirémoslo desde otro punto de vista. Saint-Exupéry no era más que un revolucionario encubierto. Se le ocurrió escribir ese librito tierno y violento a la vez titulado El Principito. En cada página cuestionaba a los adultos y reivindicaba la autonomía y lógica de los menores (los opusianos del patio pensarán que es un aliado de las feministas horribles que quieren soliviantar a niñas y niños con la Ley de Menores), apuntaba contra el consumismo y el capitalismo, se permitía reivindicar la tristeza y trastocaba todo lo que ya funcionaba mal en los años cuarenta del siglo pasado y que, repasando sus páginas, no ha cambiado mucho.
“Conozco un planeta –asegura El Principito- donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella, y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas y restas. Y todo el día se lo pasa repitiendo: ‘¡Soy un hombre serio, soy un hombre serio!’. Al parecer esto le llena de orgullo. Pero no es un hombre, es un hongo”. La lindeza, supuestamente escrita para niños, es un atentado directo a la carrera profesional de la mayoría de abogados y banqueros del país. Una vergüenza.
Imaginen cómo ataca a los adultos: “A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo jamás preguntan lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: ‘¿Qué tono tiene su voz?¿Qué juegos prefiere?¿Le gusta coleccionar mariposas?’. Pero, en cambio, preguntan: ‘¿Qué edad tiene?¿Cuántos hermanos?¿Cuánto pesa?¿Cuánto gana su padre?’. Si le decimos a las personas mayores: ‘He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geráneos en las ventanas y palomas en el tejado’, jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: ‘He visto una casa que vale 100 mil pesos’. Entonces exclamarán entusiasmados: “¡Oh, qué preciosa es!”.
En nuestros tiempos, Saint-Exupéry habría sometido a torturas bajo el agua en un avión secreto de la CIA, o hubiera sido juzgado por apología del terrorismo. Así que el pobre Rippert, en el fondo, le hizo un favor al callarse la verdad por 64 años y dejarnos pensar que, como en su libro de infamias, estaría perdido en el desierto, aprendiendo de El Principito cómo disfrutar 46 puestas de sol en un día o discutiendo sobre la utilidad de las espinas de una rosa.
Rippert se habrá quedado sin amigos en su vejez, pero yo me solidarizo con él desde acá. Además, el mismo zorro que hablaba con El Principito de forma irreverente sobre los seres humanos ya se lo advirtió: “Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos”.
Estimado Horst, aquí tiene un amigo. Es preciso acabar con quiénes difunden ideas tan corrosivas, aunque lo hagan camuflando sus textos de cuento para niños.
[Muerto el mito perdido, a C no le queda desierto en el que refugiarse ni flor que oler]

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