11/8/08

Nubes mejor que sueño

(es la semana de la ficción)

Nubes
mejor
que sueño

La imaginación nunca me ayudó a dibujar nubes como estas. Desde acá, más cerca del fin, se parecen a los cuadros que vende Robinson en la plaza a los turistas despistados que asoman por nuestra pobreza. Así, como repintadas, inmóviles en el lienzo igual que en este cielo. No sé si será cuestión de perspectiva. Hoy el sueño está detenido y ellas no hacen menos. Mis ojos, repletos de mar, no pueden apartar la vista de ellas. Tampoco quieren mirar a otro lado. ¿Para qué?, ¿por quién?
Siento mi olor y la cara de asco de la mujer que se sienta a mi lado. Para ella un rato desagradable junto a una desconocida; para mi el retorno interminable a la parálisis de la que me despedí hace tan solo seis días. Huelo mal, lo sé. Como las otras 11 mujeres y niñas que me acompañan salteadas y vigiladas por el fracaso. No me he lavado en este tiempo y las huellas de muchos hombres y mujeres están estampadas en mi antebrazo. Uno, incluso, hurgó en mi boca con un dedo enguantado. Otra, incluso, tuvo el derecho que le negué a Bip durante tantos meses de amor y reparos. Con rostro profesional, inmutable, me abrió las piernas, subió con su tacto de plástico hasta mi sexo y comprobó que dentro de él solo había sequedad y tristeza. Lo único húmedo en mi era ese maldito sudor que se resistía a ceder incluso bajo el aire acondicionado más persistente.
En estas circunstancias el ser humano pierde todo atributo. Yo no he sido Calima, no he sido mujer, no he querido serlo. Hay un paréntesis en los afectos, en los recuerdos, en las segregaciones del cuerpo –excepto el sudor, claro-, en la sensibilidad de la piel. “No eres nadie hasta que no salgas del limbo”. Me lo repetía a mi todo el tiempo para mantener la esperanza de que sí había salida… y de que puedo –podría, podrá, pude- ser alguien.
Cuando me embarqué había un ambiente festivo cortado por la duda. Todos nos subimos al bote con la esperanza de que al quemar en la playa todo lo innecesario estábamos garantizando el éxito de un futuro que comenzaba, como casi todo, sin historia acumulada. Los mitos se habían encargado en los días previos de alimentar el insensato entusiasmo. Mitos sobre cómo sería, sobre cómo prosperaríamos, sobre lo que ayudaríamos en casa… entre nosotras llegábamos a imaginar cómo podrían ser los hijos del encuentro, de la mezcla, de nuestro cuerpo negro y aruñado por la desgracia con el de ellos, blancos y suavizados con cremas costosas y cariño de mamás que no tenían que pensar en nada más.
Llegar al bote había parecido lo más difícil. Durante tres meses caminé, logré trayectos prestados gracias a algunos camioneros que esperaban más de lo que les pagué, comí poco, oriné en rincones ya repletos de orina, dormí con un ojo abierto para proteger mi pequeña fortuna de papel gastado, te recordé Bip, añoré nuestra pobreza y me arrepentí de no haber estado en ti, repudié una vez más la imposibilidad de soñar. Me avergonzaba también de haberte despreciado por no iniciar ruta conmigo. Lo siento tanto. Ahora.
En esos tres meses me faltó de todo, menos sueños. Por primera vez podía soñar en una vida diferente y eso, me repetía, ya merecía la pena. Era una sensación tan nueva. Hacer planes había sido un ejercicio vacuo que terminaba al poco tiempo de comenzar, cuando una ráfaga de viento hirviendo o una voz reconocida me devolvía a la realidad.
Cuando quemamos lo prescindible en la playa estábamos viendo arder nuestra alma sin saberlo. Hasta ese punto, peleamos con nuestra dignidad en lastre contra un mundo que conocíamos para buscar uno que, según el mito, era mucho mejor. No sabíamos, no sabía, que desde el momento que subí el primer pie en el bote mi vida sin futuro pasó a ser una vida de otros. El capitán gritaba, ordenaba –“no se muevan”, “abajo”, “si digo ‘al agua’ saltan todos sin excusas”, “las preñadas son igual que los otros, que esto no es la beneficencia”-, se reía de nosotros cada ciertas olas, imagino que hacía planes de en qué iba a dilapidar la buena ganancia de este viaje de desganados.
Al poco de comenzar la ruta, en la noche cerrada aún, alcancé a ver un avión que nos sobrepasaba en la misma dirección. Me recordó a mi hermana Bluga, cuando consiguió una pequeña linternita en el pueblo y en medio de la noche, cuando dormíamos sobre el piso de la choza en el pueblo que nos parió, prendía y apagaba esa lucecita roja, en silencio, moviendo el brazo en un recorrido lento y ritual para ella que no supe nunca adónde la llevaba. El avión avanzaba en el silencio de la distancia y solo unas lucecitas rojas y azules se intuían desde el contracielo de agua negra sobre el que nosotros habíamos depositado todos los anhelos.
Cuando estaba amaneciendo vimos la costa a lo lejos y el capitán regresó a su tono marcial: “no tendrán más de 3 o 4 minutos”, “van a saltar cuando estemos a unos 60 metros de la playa, ahí no cubre”, “les recomiendo que se escondan lo antes y lo más lejos posible”, “si les agarran, no hablen, no digan de donde son, ni su nombre”, “si mañana están de vuelta, no se extrañen, jejeje”. Con sus hirientes carcajadas se confundió el motor de otro avión que salía de detrás de la costa. Esta vez, hacia nosotros. Avanzaba pavoneando el ruido de sus motores gracias a la poca altura que había logrado todavía. En ese momento, quise subir a uno, me parecieron aparatos extraños pero fascinantes. Como burbujas de metal dentro de las cuáles nada puede pasar, un entorno protector del que nunca salir. Un útero ajeno en el que descansar el vacío propio.
Todo fue muy rápido, ni el capitán se salvó. Unas lanchas rápidas llenas de ruido y hombres salieron de la nada. Extrañamente, mantuvimos un silencio no menos denso que aterrador. Ni el capitán abrió la boca. Casi intentó girar, pero creo que calculo sus posibilidades y supo que acaba de entrar al mundo de los perdedores con sus flamantes motores. Probablemente, pensó en el desperdicio que era no utilizar el bidón de gasolina que llevaba reservado para la vuelta ni beber la botella de wiski que aguardaba la solitaria celebración. Quizá por eso, mientras se acercaban, él sí tuvo tiempo para echarse un trago y reír hacia dentro sin señal alguna externa que remarcara el sarcasmo de la vida.
De ahí a hoy no hay nada. Solo un paréntesis. Palabras hechas para no ser entendidas por mi. Malas caras dándonos mantas y agua. Camioneros disfrazados de policías que miraban a las mujeres con los mismos pensamientos húmedos de los camioneros sin disfraz que me regalaron carretera sobre ruedas. Cooperantes de la hipocresía que se interesaban por nosotros antes de pasar página y olvidarnos como a miles. Y yo. Yo mirando a la pared, yo intuyendo tras ellas un mundo más hostil de lo que imaginaba y demasiado limpio para ser de verdad. Solo vi lo que permitían los trayectos de un centro de reclusión a otro. Nada. Porque a pesar de no ser durante esos cuatro días y medio, mis ojos estaban como ahora, con una inagotable cortina de lágrimas que nunca se despeñan por el rostro pero que tampoco secan.
Las nubes, desde este avión, son diferentes. Es lo único que me llevo de este sueño que me ha vacunado contra los sueños. No es que me falte capacidad de soñar, pero como a los diabéticos se les prohíbe el azúcar que endulza la vida de la mayoría, para los que nacimos donde yo lo hice un exceso de ensoñación nos puede producir la muerte.
Las nubes, como las circunstancias de la vida, se ven muy diferentes dependiendo del lugar desde las cuáles se observen. En este avión, bajo esta cobija que uso para disimular el olor, desde esta quietud suspendida, desde el desprecio de los que nos miran intuyendo que llevamos alguna marca indeleble y deshonrosa, las nubes son mías. Voy a tratar de fijarlas en mi retina para, en lugar de recurrir a los sueños, llamar a los recuerdos.
Ahora, cuando han saltado del techo unas bolsas amarillas colgadas de una goma transparente, cuando todo el mundo se lanza a ellas como quien ve a su madre después de meses de separación, las nubes se mueven mucho. Bueno, en realidad, creo que es el avión el que se agita de manera violenta. Las 12 estatuas negras de este embarque no han agarrado las bolsas, ni hacen aspavientos en sus plazas, ni lloran más, ni gritan. No sabemos si esto es normal, pero sí estamos seguras de que la vida no debería ser como las nuestras. Por alguna extraña razón, ahorita me siento igual al resto. Ellos están supurando mal olor también. El olor del miedo. A mi de ese no me queda, el mío es el de la humillación y el fracaso. Todos somos iguales y si este avión sigue bajando a la misma velocidad es probable que nunca nos separemos. Las nubes ya no están repintadas. Son una fotografía movida como las que toma Bip por poco dinero en las fiestas de 15 años de las niñas-mujeres de mi pueblo y que luego perduran en las paredes de adobe de nuestras casas hasta que no se distingues rostros ni colores. Cómo te añoro Bip, como extraño todo lo que no he hecho ni te he dicho. También éramos hermosos sin sueños.

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