12/8/08

Bang, Bang

(una frase que parió un relato. O un relato que precisó de una frase)



Me empeño en imaginarme huyendo de mi casa a medianoche sin nada que acumular ni recuerdos que cargar, solo correr para evitar la muerte o para rehuir al miedo a la muerte. Trato de concentrarme para ponerme en la piel de esta mujer que arrastra la escobilla ensuciando el vidrio de mi carro y mi conciencia cuando me promete limpieza por 200 o 400 pesos. No promete en vano, la limpieza no siempre es transparente. Su mirada no está perdida, siguiendo el tópico está clavada en mi, en todos nosotros, en todos los que no somos ellos. ¿Es odio? No creo. Más bien me atrevo a intuir incomprensión. No comprende nuestra incomprensión.
Qué más da, no debería perder el tiempo cargando mi día de angustias ajenas que no puedo transformar, insistiendo en entender mi país cuando hay miles de expertos estudiándolo desde hace décadas para concluir que todo es fruto de una enajenación colectiva –lo que nos gusta porque nos excusa a todos de la responsabilidad personal-.


Al llegar a casa retomo el control de mis pensamientos. Uno de esos besos interminables y casi susurrados de Ángela me tranquiliza, me devuelve al mundo de los que sí tenemos recuerdos… y expectativas. Uno de los abrazos de pierna de Guillermo me anclan al piso, al terreno del que no debo desplazarme. Volví a engancharme en las verdaderas razones de vivir, en los afectos, en las caminatas bajo el sol que eran aventuras iniciáticas para G. –la forma en la que yo llamo a mi hijo y que tantas críticas genera en el entorno cercano-, en las miradas furtivas de adolescentes que A. –también tengo el vicio con ella- y yo nos lanzamos en cada recodo de la existencia, en lo viable que me parece todo cuando estoy protegido por esa cobija conocida y sorprendente que es el hogar… No todo hogar, eso sí. He probado varios y no todos proporcionan el mismo calor, ni la misma cadencia a la vida. Este lo lograba y lo cierto es que, rehuyendo de las explicaciones como siempre he hecho, no tengo una tesis que lo pueda justificar. Es así, punto.


Hay tres problemas que provocan ansiedad a mi jefe. Tener que regresar a su casa con su familia, el balance del contador y que algún día lo amenacen. Que las tres coincidan no es más que un juego de azar. El condicional pasó ayer a ser presente. Jaime ya volvía a su apartamento, feliz de saber que parte de su equipo en la ONG seguía trabajando, para complacerlo a él, fundamentalmente, para imitar el ritmo de quien no solo dirige el proyecto, sino que vive a través de él. Sonó el celular, con esa melodía de Queen que le permitía engañarse y sentir que alguna vez fue joven. Al menos, más joven que ahora. Jaime, no te va a gustar esto, acabo de terminar la proyección. Di, no jodás, no le metas más emoción de la que ya tiene. Bueno, pues si te jodo, porque estamos así: jodidos. Como no confirmes la donación de los suecos, tienes que empezar a botarnos en dos meses. ¡Putas!


Ya en casa, Jaime se sirvió un ron con tres hielos, miró al fondo del vaso tratando de enfriar su cabeza y el dolor que le atrapaba todo el lado derecho, desde el cuello hasta la sien, y vació el contenido dorado antes de que su compañera le hiciera esa pregunta inocente que hoy lo heriría como fierro de comuna. ¿Cómo fue el día amor? No le dio tiempo a contestar a Vicky. Sonó el teléfono fijo. Su tercer miedo se hizo densidad, ocupó sus pulmones e hizo que durante unos tres segundos su cuerpo temblara antes de que la mano se abriera y dejara caer el vaso.


La reunión fue a primera hora. Nos convocaron de forma inusual, sin el buen humor que solía justificar el mal salario. La amenaza a Jaime se convirtió en un puntapié a casi todos que los suecos no estaban dispuestos a acolchar. La verborrea de siempre: protocolo de seguridad, estamos pisando callos, es mejor trabajar en incidencia que seguir en la inútil estrategia de denunciar, hemos generado una burocracia innecesaria, no hemos generado retorno… y el epílogo funesto: no somos sostenibles. En las siguientes horas siete personas del equipo recibimos la llamada que copa todos los instantes venideros. La voz se nos clavó a todos como puñal incandescente. ¿Cómo se pueden poner de acuerdo todos los miedos para jodernos la vida?


Hago el recorrido de siempre, paro en los semáforos habituales. No está. No está la mujer ni su miseria. Ni rastro de la botella de Colombiana convertida en surtidor de agua jabonosa ennegrecida, ni del niño que suele sacarse los mocos y construir un mosaico con ellos en el bolardo que instaló la alcaldía para embellecer esa zona seminoble de la ciudad, ni de las bolsas de tela en la que suele guardar su existencia hasta que termina la jornada laboral del desempleo… La ansiedad me puede. Boto el carro lo mejor que puedo para preguntarle a otra desplazada que, habitualmente, comparte semáforo con la mujer que siempre me mira a los ojos. Directa. Cuando le pregunto por ella, la compañera de penurias sale corriendo, tiene miedo, miedo de todo, de todos los que no compartan su desgracia. Trato de gritarle que se tranquilice que yo la entiendo, que estoy de su lado. Parece imposible de creer para quien está acostumbrada a que todo extraño sea un mal presagio. De hecho, es imposible que la comprenda, estoy jugando conmigo, una vez más, al socialdemócrata complaciente.


A. tuvo un buen día en el trabajo. Está radiante. Suele estar radiante. Mucho más que yo. Ha llegado temprano hoy y, gracias a ese imprevisto, ha podido salir al parque con G. y disfrutarlo como lo hacen quienes además de vida tienen tiempo. Hoy, hoy que tanto necesitaba yo el beso interminable y casi susurrado, me recibe con un beso fuerte y sonoro, breve, como un regalo de cumpleaños al ser abierto. Está activa y cocinando. No sé qué decir. No sé si quiero decir algo. Toco el celular en mi bolsillo temeroso de que empiece a vibrar. Le he quitado el sonido para que, si llama la Voz de nuevo, poder contestarlo en el baño, o en el cuarto y no tener que dar explicaciones.
Pongo la mesa y trato de ser simpático con G. ¿Qué culpa tendrá él de toda esta locura?, ¿quién lo mando a nacer en donde somos? Termino y me asomo a la ventana, ver la calle, el movimiento sin prevenciones de los carros, de la gente, de los perros que los acompañan, de las hojas que el viento desplaza, me tranquiliza observar todo lo que se desplaza por propia voluntad también. Me tranquiliza. Bajo la mirada y me topo con un cuerpo que se apoya sobre uno de sus pies en la pared de ladrillo amarillento del edifico que está frente al nuestro, tan altivo en esta loma de estrato seis. No la había visto antes. Es un joven, de no más de 20 años. Hago que mis ojos se crucen con los suyos aprovechando el segundo piso en el que vivimos. Lo logro y cuando el contacto es completo, puedo ver casi en cámara lenta, cómo levanta el brazo, apunta hacia mi con una pistola de carne hecha con la mano y después puedo leer en sus labios cómo dispara un “Bang, Bang”.


Jaime hizo todo lo que se supone que se tiene que hacer. Las llamadas pertinentes, las visitas precisas. En su cartera de cuero marrón ya están los tiquetes y los planes. En menos de 24 horas, Vicky y él estarían en Malmö, tan sueco y tan cerca de Dinamarca, siempre e la frontera, siempre con una posibilidad de huída a través del puente sobre el Öresund. No tuvo las agallas de hablar conmigo. Ni con nadie. A ninguno de los siete que compartimos la Voz con él nos preguntó cómo íbamos a solucionar, qué planes teníamos o, al menos, qué carajo estábamos sintiendo. Siempre fue así: duro en su discurso y blando en su coherencia. Tampoco muy diferente al resto de nosotros, de todos.


Ese Bang, Bang habría sido diferente si G. no existiera. Habría propuesto a A. que lucháramos, que no nos dejáramos amedrentar por las ratas que tenían miedo a la verdad, a las verdades que en este país nos hemos ocultado o arrojado a la cara de manera alterna. Pero existe G. y cuando ese pelao hizo el gesto, flexionó dos veces su dedo índice y me disparó simbólicamente, no sabía que me había alcanzado en la víscera más sensible de mi cuerpo: el miedo al sufrimiento de G.
¡Es todo tan rápido! Obligo a A. para que deje a medio cocinar la pasta con langostinos que estaba casi terminada. Cierro las cortinas repitiendo gestos de alguna película. Le pido a G. que aliste su morralito. Doy explicaciones truncadas, sin sentido, a A. mientras la llevo al dormitorio y cierro la puerta para no asustar más a G., que tiembla de puro despiste. Echamos algunas ropas desordenadas y sin criterio en una maleta. Llamo por celular a Camilo para pedirle refugio temporal, ese de ciudad pequeña en el que se ha instalado junto al silencio que le ha permitido sobrevivir en este cementerio de vivos. Cuelgo antes de que conteste por miedo a estar pinchado –ahora entiendo a Jaime y su silencio-. Agarro dinero y tarjetas, y las pastillas para la alergia, y un registro de nacimiento de G. y una foto de los tres que me acompaña en el sueño cuando duermo en mi vida. Bajamos rápido, por la escalera, como si estar encerrados en el ascensor les diera papaya. Arranco el carro, arrancamos de una…


Son las 8 de la noche y la ciudad está en plena actividad. Quien nos mira en nuestro carro ve a una linda familia de paseo, quizá saliendo a una finca cercana a pasar unos días. No hablamos. A. tiene una lágrima atrancada que lucha entre tocar su labio superior o desviarse hacia el lado derecho de la mandíbula. Freno en el semáforo. Es el semáforo. Y ella está ahí. No limpia el vidrio. Mira mi mirada perdida y la cara congelada de G. Su hijo levanta la mano desde el bolardo y sonríe. Sé que no vamos a volver. El miedo, cuando se instala, no deja que se huya. El miedo, gratuito y particular, desplaza más que las balas. Hay muertes que no precisan del cuerpo yerto para ser verdad.

3 comentarios:

veronica dijo...

Esta historia me parece lejana a mi día a día, porque yo vivo en un lugar quizás demasiado tranquilo, pero me llega esa impresión del miedo, que es la peor de las sensaciones que yo puedo sentir, la que a mi me hace empequeñecerme y me dan ganas de desaparecer. Trato de no tenerle miedo a nada, pero siempre me queda una ranura por la que entra el muy maldito. Le doy gracias a un amigo tuyo que me dió tu dirección.Fe un viaje que no puedo calificar con palabras, pero me hizo recordar el miedo, que "es un monstruo grande y pisa fuerte"

Paco Gómez Nadal dijo...

Gracias Verónica. Con ese amigo mío hemos coincidido siempre en luhcar contra algunos miedos, pero resulta que el miedo es un patrimonio personal (sic, Rodrigo Velasco) y cada uno alcanza a calibrar qué le da o qué no le da miedo. A diferentes situaciones, diferentes grados de miedo en función de la persona.
A mi, personalmente, me da cada día más miedo el silencio de los 'buenos', la complicidad.

César-in dijo...

"El silencio y el miedo no es más que una muerte leeeeentaaa", dicen los Cabuya.
Sólo que a veces enseña a ser prudentes, pero no podemos dejar que nos inmovilice...
La etiqueta es FICCIÓN, pero lástima que no sea tanto...