8/8/08

La Aparecida

/Foto de KIM MANRESA/

(Intento de cuento que solo es realidad)

LA APARECIDA

Jamás se repitió esa raza. Nunca más se conoció en el río un hombre de aquellas míticas características. “Tito sólo hay uno”, se escuchaba decir a un viejo sin caja de dientes que dormitaba siempre junto al bulto de papas fosilizadas que nunca llegaron a venderse ante la competencia de la cerveza helada.
Tito fue de esa raza casi desaparecida de seres que vivían de la costumbre de vivir. Profesión: vivir, hubiera dicho su hoja de vida si alguna vez la hubiera necesitado. Sentado de espaldas a la puerta de una cantina –siempre dijo que no quería ver el rostro del hijoemadre que lo levantara-, Tito sorbía el ron muy lentamente en cada trago y muy rápido en la noche. Lo rodeaban siempre tres o cuatro de esos campesinos con algo de platica en el bolsillo y uno de los ‘vividores’ oficiales del pueblo en cuestion. Tito esperaba a que pasara alguna muchacha de trenzas y piel morena. Observaba el cuerpo, la sonrisa, las goticas de sudor que se desplazaban a su antojo en los hombros descubiertos. Sorbia del pequeño vaso de ron y entornaba los ojos. Toda esa operación no demoraba más de 40 segundos. Entonces se ajustaba las gafas reencauchadas, tomaba aire y comenzaba a recitar su decima.
Las risas de los acompañantes se escuchaban desde las escaleras del atrio de la iglesia. Solian ser fruto del ingenio de la décima, de algun giño picaro que brotaba de la garganta de Tito, o de alguna referencia en la rima a personajes o circunstancias conocidas en el pueblo.
Esas risas eran una buena señal. Equivalían a trago gratis, alguna empanada fría a última hora y un camastro para pasar la noche. Con lo que Tito recogía haciendo décimas por encargo mantenía a una prole de hijos y mujeres regada por el río.
Hubo un tiempo en que la raza de Tito era respetada. También odiada. Los mortales normales, aquellos que tenían que trabajar el campo o pasar horas en el río esperando que un pescado despistado apareciera por el trasmallo, lo envidiaban. ‘Pura mierda es lo que habla y pura gloria lo que se come’. El hombre común siempre ha temido y envidiado al singular, aquel que pasa por la vida sin miedo a la vida, aquel que entiende que trabajar no puede ser un anclaje tan fuerte como para no dejar aspirar el olor del sudor de una morena dentada, o como para no permitirse abrir un espacio de dos horas para emborracharse al pie del puerto y contar las gotas de agua que arrastra la corriente. El hombre común no puede ser decimero.
Tito nunca tuvo un peso y si lo tuvo lo gastó en guaro o en mantener ‘errores’. Sin embargo, mantenía una elegancia medida que no dejaba ver sus gafas remendadas con pega de zapatero, ni los rotos en la planta de su par de zapatos, ni los zurzidos de su ropa interior. Su mirada y su lengua tapaban todo. Algo encorbado, con andar cansado pero energía infantil, la sonrisa de Tito iluminaba cualquier oscura cantina que lo acogiera. Del odio se protegía con tres limones. Aquellos que le dio su compadre Segundo cuando estando en San Pablo creyó que vivía su último día. ‘Los limones te hacen invisible Tito. No dejes que vean todo lo que tu alma chismosea’. Y Tito hizo caso. Los tres limones compartían bolsillo en peligro de extinción con el lapicero roído y el papel doblado hasta no ser papel.

Rosabel no era guapa. Rosabel era hermosa. Sentada junto a la mesa verde de cuatro patas que parecían tres, pasaba las horas riéndose en la mierda de vida que le había tocado en la rifa amañada del destino y manteniendo a flote sin querer el negocio de Lina. El local tenía estirpe. Durante 45 años las mujeres de la misma familia sin hombres habían sido las encargadas de que los campesinos, al llegar el domingo, sanaran el cuerpo antes de llegar a la iglesia y fingir que salvaban el alma.
La Casa Verde era verde. Verde los estantes que aguantaban desde hacía cuatro decadas botellas elegantes nunca destapadas. Verde el frente de la rocola que servía de alojamiento para rancheras indolentes, canciones de despecho y los corridos prohibidos por hablar de coca, de malos y de putas como las de la Casa Verde. Verde el sujetador que sostenía desde meses remotos los pechos secos y bellos de Rosabel. Verde el elixir para el aliento que utilizaba Rosabel por las mañanas para tapar la pena moral de lo ocurrido en la noche.
Rosabel tenía un hijo de cinco años y cinco años de no estar con él más de tres meses al año. Los que descansaba de la Casa Verde. Los nueve meses restantes –‘Un parto mano, un parto’- los pasaba haciendo gastar a los campesinos y desgastando su energía en polvos trashumantes sobre el catre duro pero limpio de la Casa Verde.
Lina siempre decía que Rosabel nunca encontraría oro, proque ella lo tenía dentro aunque la vida se hubiera empeñado en enterrarlo bajo un pedrusco de carbón ajeno. Para contrarrestar ‘la indignidad que parece digna’, Rosabel siempre cantaba. Cuando estaba dejándose manosear, cuando bebía aguardiente con el estómago vacío o cuando se le ocurría salir de Casa Verde y las muy putas de las mujeres respetadas en el pueblo la llamaban puta sin dejar salir la palabra de los dientes apretados de rabia. Cantar redimió a Rosabel.

Jonás saltó en el monte y se dio de bruces con la salvación. Él nunca había creído en nada, pero se empeñaba en cambiar el refrán e insistía: “Quien nada espera, algo encuentra”. Desde hacía dos años Jonás había cambiado la yuca por las granadas de fragmentación, las alpargatas por unas botas pantaneras que salvan de la culebra pero delatan en el retén y sus únicos dos amigos por unos cadáveres de feria que sólo esperaban que el cliente acertara el tiro con la escopetas trucada.
Cuando los compas pasaron por la finca en la que su papá era viviente, Jonás les hizo un interrogatorio que en realidad estaba dirigido a su padre. “¿Oiga, entonces, a usted le parece normal que mi viejo gane 7.000 pesos al día por cuidar estos potreros?”, preguntaba sin alzar la vista. “¿Será que está bien pudrirse acá esperando que el futuro se cague en uno como lo hace todos los días con mi papa?”, insistía con los ojos rastreando tres milímetros de tierra rojiza. “¿Cómo ven ustedes esto de que vengan a pedirnos votos, a pedirnos comida, a pedirnos candela parta luego amenazar con quemar todo?”, y los tres milímetros ya eran dos. “Vea home... ¿será que uno se desahoga quebrando a otros para sentir por una vez que el que se desplaza es el alma del otro desgraciado?”. Un milímetro y el papá de Jonás rezando a la virgen del Carmén. “¿Sabe qué viejo...? Ya que ustedes han sido tan amables de no jodernos la vida esta vez creo que me voy con ustedes a joderle la vida a otros?”, y Jonás levantó la vista para mirar a su viejo y decirle sin palabras que quería morirse.
Dos años y Jonás pudo comprobar que joder a otros no le aliviaba el dolor ese y que aterrorizar a los campesinos no parecía ser la revolución que soñaba. Seguía con los compas por inercia, por la misma inercia que cuando saltó en medio de la trocha para esquivar la serpiente tropezó con un tronco y rodó por una loma de más de 40 metros hasta quedar inconsciente al borde de la finca de don Segundo Vélez, donde lo recogieron, limpiaron y visiteron con harapos de campesino para no levantar sospecha.

Jonás se despertó una mañana porque unos tiples desafinados como gatos sin ratones se empeñaban en sonar juntos a pesar de que la lógica y el sentido musical los obligaba a separarse de por vida. Segundo estaba feliz. La noche anterior apareció por La Aparecida su hermano Tito. Pasaron la noche en vela, sí. Bebieron más guarapo del que su aguante aconsejaba, sí. Y cantaron más desentonados que el diablo, pero más contentos que cura con cesta llena. Tito le contó a Segundo que estaba cansado. Que se levantó a una mona tremenda y ya en el momento de ser quien era no se le levantó nada. Le contó también que se le había olvidado dos décimas y que eso no podía ser indicio de nada bueno.
No comieron porque el trago no dejó a Segundo pensar en comida. Él vivía sólo desde los 24 años. En esa época conoció un ángel, lo amó y se casó con él y el demonio se encargó de que una herida gangrenara las alas del ángel y se lo llevara demasiado pronto. Cuando Tito le recomendaba a Segundo que buscara otra mujer que lo acompañara, él siempre contestaba: “Compadre, cuando uno ha conocido a un ángel no se conforma con una mujer”.
Segundo le contó esa noche a Tito sobre Jonás. Le confesó que le había agarrado cariño auunque el pelao aún no hubiera abierto los ojos y él todavía no supiera que se llamaba Jonás. Imaginaba que no tenía más de 18 años y que la guerra para él debía ser tan buena como el Incora para los campesinos: en la teoría todo, en la práctica una muerte lenta.
A eso de las cuatro de la mañana los dos viejos salieron a caminar por la vereda, agarrados para no caerse y aferrados a la pipa de guarapo para no encontrarse. Llegaron, casi sin percatarse, a donde las luces del pueblo hacían pueblo y donde se encontraba el lugar donde hacía 30 años Tito había pasado dos meses viviendo. Allá, donde le prestaban catre y trago a cambio de chascarrillos y décimas. Allí donde hacía 40 años Segundo había liberado al angel que dormía con los demonios como él a cambio de 2 pesos y una botella de sabajón casero.
La Casa Verde estaba cerrada, pero golpearon la puerta como si los verdes se estuvieran tomando el pueblo. Les abrió la puerta una mujer que era demasiado parecida a doña Berta para no ser su hija. Les pidió que se fueran y ellos le pidieron que no echara así a dos viejos desdentados pero enamnorados de la vida.
El caso sólo podía ser manejado por Rosabel, una santandereana cuadrada, de sonrisa fácil, de cantar alegre y con el cuarto libre esa noche. Lina volvió a cerrar la puerta y dejó dentro de La Casa Verde al trío risueño en la mesa verde de cuatro patas alrededor de la cual giraba la tierra en ese momento. Los viejos no querían coger, querían hablar, contarle a alguien que se querían del putas y que ese amor de hermanos valía más que cien polvos buscados. Rosabel estaba de acuerdo con ellos, y el trío hizo el camino de regreso a La Aparecida con el galón vacío y haciendo equilibrios para no perderse en la noche cerrada.
Cuando Jonás despertó en el único cuarto de la finca sin tierra de Segundo, junto a él dormía Rosabel, con sus sostén verde y el pelo enredado en los sueños. Fuera los tiples desafiaban al sol que mojaba los pies de los dos viejos. Nada que ver con el cambuche, nada que ver con el sonido del silencio miedoso que acompañó a Jonás por dos años. Jonás convencido de que en los sueños todo es posible, besó la espalda de esa mujer y lo demás fuero jadeos que ni siquiera los tiples destemplados pudieron disimular. Segundo sólo alcanzaó a decir: “Lo ve hermano, la vida siempre es más sabrosa que la muerte”.


“El plan de recuperación del espacio público ha sido un éxito doctor”. El alcalde estaba orgulloso. Algunos aseguran que las promesas de campaña son sólo eso: una campaña de promesas. Pero no, con este alcalde no. Al tumbar los chuzos de la 22 se había concluido el plan de recuperación del espacio público prometido por el alcalde. En el lugar donde durante años se crecieron como hongos miles de chabolas de madera y zinc, ahora se levantaría el espectacular parque del Nuevo Amanecer.
El alcalde se subió a su carro blindado –“pero sin cristales tintados, que eso aleja del pueblo”- y fue a dar una vuelta por los predios de la esperanza. Ya no quedaba nada de ese tugurio que afeaba la ciudad y provocaba el miedo de los ciudadanos de bien, los que pagan los impuestos, los que cumplen. Después de dar un paseo acompañado de ingenieros y ayudantes de ingenieros, el alcalde se subió de nuevo en su carro blindado y al cerrar la puerta sintió una mirada clavada. Los cristales eran transparentes, tanto como la mirada de un viejo algo encorbado, con sombrero blanco y gafas reencauchadas que lo miraba fijamente desde la piedra en la que recostaba su desesperanza. El carro arrancó y se puso en marcha dejando una polvareda que tapaba al ejército de desplazados que aún rebuscaban entre los escombros los enseres que la policía no les dejó recoger antes de que las máquinas dieran el primer paso hacia el Nuevo Amanecer.
Al viejo Tito todavía se le ve en el parque. Lo llaman loso, el ‘piedrero’, riéndose de su inmovilidad. Nadie intuye que lo suyo es una misión, un deber para con lo único real y fijo en su vida. No se separa de la piedra porque debajo tuvo que aruñar el hueco donde descansa su hermano. Para Segundo, dejar la finca fue el principio del fin. En un sólo día se reencontró con Tito, salvó a Jonás y vio como éste liberaba las alas de Rosabel susurrándole al oído que no había sonrisa más tierna en los límites del universo. Cuando escuchó repicar los charcos de botas amenazantes, supo que venían a por el pelao y que sólo la vejez los salvaría.
A Jonas lo encontraron varios días después. El olor delató a ese cuerpo sin pene en el que sus compañeros se ensañaron. Rosabel ahora habla de ángeles incomprendidos, arrancados del cielo, podridos en la memoria de los muertos, del muerto, de su muerto. “¿Cómo se recuperan las alas besadas en el amanecer de la muerte?”, repite una y otra vez antes de darse una vuelta por La Casa Verde donde el cariño se traduce en un plato de comida que Rosabel revuelve sin interés y en una botella de guaro que la absuelve del recuerdo y de la nostalgia por unas horas.

En el bolsillo del viejo loco del Nuevo Amanecer hay tres limones desecados, ya lloraron todo lo que podían y, aún así, cuando la ciudad y sus miedos acosan a Tito, él se echa la mano a eso que nadie llamaría bolsillo.

1 comentario:

César-in dijo...

¡Putas, hermano! ¡Se me arruga el alma! Tengo una sensación de no haber hecho nunca lo suficiente... creo a veces que la vida apenas comienza cuando uno le pierde el miedo a la inercia...
Mi abrazo, de hermanos, de los apretados que albergan esos rones que no pierden el sabor a pesar del tiempo y la distancia...