18/8/09

El paraíso vacuo

Paco Gómez Nadal
paco@prensa.com

Si una característica tiene esta postmodernidad, más o menos global en la que navegamos, es el cambio de paradigmas, el final de lo social, de lo comunitario, de lo común. Cambiamos la quizá ingenua, pero necesaria causa de la Humanidad con mayúsculas por lo local, por lo próximo, por las batallas de jardín, por lo personal, por la estrecha frontera del cuerpo propio, por el triste spa donde los biombos garantizan la intimidad que se sentía amenazada por la vieja y diminuta toalla de sauna.

Hablar del bien común, escribir sobre el ámbito de lo público o propugnar por una economía solidaria y no destructiva es sinónimo de filocomunismo, de viejera o de estupidez “científica”. Sin embargo, elogiar la cultura del emprendedurismo –individual–, del éxito –individual–, del consumo –individual–, de la autoayuda –que no va en carro, sino que es individual– y de los chakras –los del cuerpito individual– es estar a la moda, entender el entorno cambiante y potenciar una sociedad de individuos responsables.

Me cruzo todo el tiempo con amigos, amigas o conocidos que han abrazado este freaky age de la “sanación” –individual–. Van a terapias, participan en ceremonias de “limpieza”, aprenden feng shui o se hacen vegetarianos para salvar su alma y su cuerpo y consideran, aunque algunos lo digan con la boca chiquita, que la pobreza, la exclusión, la drogadicción o la estupidez mental es consecuencia de un karma o de la mala energía que la infeliz víctima no ha sabido trabajar. La culpa de todo es del individuo –victimarios y víctimas al tiempo–, así como está en su mano alcanzar el paraíso postmoderno.

La tendencia sanadora empuja al vegetarianismo no por el bien del planeta, sino por la salud mental del hígado interior; invita a abandonarse en los brazos del sexo tántrico no para liberarnos de la sociedad patriarcal sino para extender el placer hedonista; promulga un abstencionismo político no por descrédito en la clase corrupta sino por desidia colectiva, y construye con materiales ecológicos su casita en el campo no para demostrar que se puede vivir de otra manera sino para vivir hacia dentro a su manera.

Los que no han llegado tan lejos, practican la nueva religión del “yo mismo” con profesionalidad, pero desde la ignorancia. Se encierran en edificios o urbanizaciones amuralladas y vigiladas por circuito cerrado de televisión; le enseñan a sus hijos que no hablen con desconocidos cuando desconocen a la mayoría de sus vecinos o compañeros de escuela; consagran su vida a un “no me moleste” o a un “quiero realizarme” que siempre conjuga en primera persona del singular, y se presentan a las puertas del poder público solo para preguntar aquello de “¿y de lo mío qué?”. Lo nuestro, lo de todos, se reduce a una serie de autopistas reales y virtuales y a un (súper) mercado común que no tiene nada que ver con lo comunitario sino con lo masivo.

En el paraíso prometido se es onanista, ciego y sordo, un poco pervertido, apenas un superviviente acorralado por el propio miedo impuesto desde afuera. En ese paraíso de neón y vacuidad la gente se tiene miedo mutuo, un joven negro y en shorts es un delincuente por definición y una mujer sociable de más es una santa menos en el pabellón masculino, los partidos de fútbol se juegan en canchas cerradas y acristaladas por aquello de la balacera, las madres entregan a sus criaturas a instituciones educativas privadas donde se les enseña a afilar y utilizar las uñas, y las conmociones generales duran lo que dura el decreto que las ordena.

Allá, en ese paraíso, no podría existir un Parque de los Aburridos –porque fisgonear la partida de dominó ajena es delito–, la incertidumbre del amor libre se sustituye por la certera doble moral –donde un solo casamiento mantiene varios prostíbulos–, el debate de ideas queda reducido a la falsa idea de la democracia mediática, y el voto se ejerce de forma digital desde la misma pantalla de computador desde donde se otea amigo o pareja en un motor de búsqueda que aplica algoritmos para detectar tus coincidencias con otros seres solitarios, pero de chakras impolutos que navegan en la pantalla propia y en la bragueta ajena abrazados a la fibra óptica.

El paraíso vacuo es fácil de manejar, pero insoportable de vivir si se piensa o si se cree, ingenua pero necesariamente, que no somos nadie sin los otros y que la salvación individual depende indefectiblemente de la salvación de la Humanidad. Vuelta a empezar.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo prefiero la terapia del té de cualquier yerba (y mientras más rara mejor) para conversar y explorar al otro, de modo que cada vez menos sea ese "otro".

Sí, esto de que el pobre lo es por el karma me k-breó hace rato. Y de ser así por qué no desafiar a los dioses.

Dalys dijo...

Es verdad, nos aislamos y nos seguimos deshumanizando para mantener la distancia con los otros, porque vivimos con "miedo los peligros del entorno"...que tristeza!

Y si intentas dar una explicación coherente, la sin razón del karma y el destino te dejan la solidaridad sin argumentos y cada día es como una lucha contra el absurdo...Es difícil vivir el surrealismo!

Anónimo dijo...

a lo mejor hago menos, mucho menos de lo que debería, pero me niego a ese paraíso vacuo...recuerdo como me arrechaba ver a decenas, y algunas veces centenares de adolescentes en Bogotá reclamando frente a la plaza de toros, por la sangre de los toros, pero luego vi muy pocas adolescentes reclamando por secuestrados, por otras causas humanas. Y no quiero decir que esa indiferencia pertenece a un lugar, no, pertenece a todos...cuando más información hay, cuándo más "conexión", es cuando más buscamos como tapas soledades en esos mundos tan idiotas, francamente cada vez entiendo menos esta locura. Lo siento, soy muy estrecha y no doy pa tanto

Paco Gómez Nadal dijo...

El entorno, creo yo, nunca es peligroso. El peligro es una sensación alimentada por el miedo y el miedo no deja de ser un patrimonio individual graduable. ¿Qué sentido tiene estar teóricamente bien por dentro si fuera todo huele a carne quemada y desolación ajena?