Y si… *
Manía extraña la de este ser. Levantarse bien de mañanita, bañarse de forma parsimoniosa, limpiar los zapatos observado por su desnudez aun, jamás engullir alimentos que podrían ser rémora para su alma amanecida, ajustarse el ánimo recién planchado y abrir la puerta de su diminuta casa.
Más extraño le debía parecer cruzarse con este acicalado paseante a los pocos ciudadanos que a esa hora dejaban huellas en las calles sucias de esta ciudad. A los que tomaban café en los cafés y a los que, de manera periódica, leían los periódicos en las mesas dispuestas para tal propósito. Este ser elegía al azar una de estas mesas, siempre ocupada por alguien o por algo que parecía alguien. Saludo clásico, olor a colonia barata, y una pregunta: “¿Y si…?”.
En la mayoría de los casos, la provocación se quedaba enredada en el hastío de ese alguien que empezaba a parecer algo. [El macilento limo de los días/repta desde la calle/y hay un brusco/despojamiento luminoso/ en el perfil de la ventana,/ mientras vacila el tedio en los distritos/irreductibles de la decepción]. Pero, como en toda historia sorprendente que se precie, este ser lograba de vez en cuando romper ese telumen de acero que tienen los viandantes que caminan por la vía instalada a tal efecto. Cuando esto ocurría la perturbación del ‘y si...’ irrumpía en ese alguien que ahora sí era alguien de forma tormentosa.
Es extraño –esta palabra se empeña en formar parte fundamental de este relato escrito para ser leído- cómo este ser solía llevar en su maletín de cuero marrón oscuro los versos justos para cada situación –que no sería de buena gente abrir una brecha y no cargar el ungüento espeso para repararla-. A él le gustaba mirarse como si fuera un médico o un plomero, dispuesto a reparar los desajustes del corazón o de la piel con la receta exacta.
Así, ante un dolor de ausencia, este ser deslizaría fuera de su caja fuerte de palabras un poema, lo pondría frente al paciente o la paciente desprevenida y le solicitaría -con la misma suavidad con la que él aparecía-, que le diera vida a los versos leyéndolos en alto, pero pasito.
No le reprocho a la primavera
que llegue de nuevo.
No me quejo de que cumpla
como todos los años
con sus obligaciones.
Comprendo que mi tristeza
no frenará la hierba.
Si los tallos vacilan
será sólo por el viento.
No me causa dolor
que los sotos de alisos
recuperen su murmullo.
Me doy por enterada
de que, como si vivieras,
la orilla de cierto lago
es tan bella como era.
No le guardo rencor
a la vista por la vista
de una bahía deslumbrante.
Puedo incluso imaginarme
que otros, no nosotros,
estén sentados ahora mismo
sobre el abedul derribado.
Respeto su derecho
a reír, a susurrar
y a quedarse felices en silencio.
Supongo incluso
que los une el amor
y que él la abraza a ella
con brazos llenos de vida.
Algo nuevo, como un trino,
comienza a gorgotear entre los juncos.
De veras les deseo
que lo oigan.
No exijo ningún cambio
de las olas a la orilla,
ligeras o perezosas,
pero no obedientes.
Nada le pido
a las aguas junto al bosque,
a veces esmeralda,
a veces zafiro,
a veces negras.
Una cosa no acepto.
Volver a ese lugar.
Renuncio al privilegio
de la presencia.
Te he sobrevivido suficiente
y solo lo suficiente
para recordarte desde lejos.
A veces, una lágrima. Otras, una mirada perpleja, enredada en el anodino techo manchado del café, o dispuesta a travesar el vidrio que los separa de la pequeña plaza en la que dos ancianos aguardan a la plenitud [Todas las plazas tienen olor a espera]. Los designios de estas recetas son inescrutables y, a veces, de la perplejidad se han dado casos de acción. ¿Cómo que de acción? Qué quiere decir esta palabra tan manida y estúpidamente sobrevalorada –como la verdad, sí, como la verdad-. En realidad se trata, explicaría este ser, de activar el ‘y si…’ más allá de las conjeturas, dar vacilantes pasos en una dirección quizá no mejor que la habitual pero cuando menos sorprendente.
Este ser, por seguir con los ejemplos teóricos –aunque en verdad han acontecido pero tranquilizará al lector pensar que la realidad es apenas una hipótesis-, afrontaría a un ejecutivo de corbata, saco y carga infinita sobre sus hombros con una receta gastada de tanto ser dicha.
Cuántos días baldíos
haciéndome pasar por el que soy.
Máscara sin memoria, líbrame
de parecerme a aquel que me suplanta.
Uno sólo será mi semejante.
Estos versos confundidos en el rumor de las tazas y los olvidos podrían despertar a este hombre cuya vida se ha reducido a ganar dinero para mantener lo que se supone vida y es desdén. “Todo por mis hijos”, repite en un mantra previo al verso sin mirar a los ojos de este ser que parece decirle solo desde la muda comisura de los labios: “¿y si tus hijos a quién quisieran fuera a ti?”. [(...) el estremecimiento de existir/para siempre].
En ocasiones, la ingente tarea de este extraño ser que tanto nos extraña se desarrolla en otros espacios. Por ejemplo, en el quicio de un abismo, o en la solapa de un atardecer incendiado… incluso se le ha visto dispersando multitudes en los aburridos centros de diversión. Una vez, aunque suene osado, ingresó en una sucursal bancaria en crisis –según denunciaban los periódicos en crisis- y repartió unos papelitos recortados de forma primorosa donde con letra nacida de su puño cerrado se podía leer: “Levántate,/gobierna tus caderas, comienza el día/por una decisión/donde arriesgar tu nombre”. Evidentemente, las reacciones fueron de diversa índole dependiendo del patrimonio nominal, que no es lo mismo llamarse Anastasio que José, ni Yennis que María del Carmen. Ese día, las fuerzas de seguridad debieron decretar el cierre de esta triste sucursal porque el riesgo financiero se disparó sin causa aparente.
Otro día, de esos que no parecen contener conejos en su chistera –si los días pudieran vestirse de esa guisa-, el ser que nos acompaña encontró a una mujer aterida del frío de un abandono y dubitativa ante la hermosa amenaza de la resurrección de un amor dejado en la cuneta hacía 32 años. Hurgó en su cartera buscando algo que incitara a esta hermosa mujer cercana a los sesenta y solo encontró un fragmento que insinuaba lo posible.
Si estuvieras aquí
nada hubiese cambiado sino el tiempo,
el cadáver extraño de sus ríos
que siguen sumergidos
como tú los dejaste.
Ahora
siento otra vez mi cuerpo poblarse de veletas
y lo veo extendido
sobre generaciones de ventanas antiguas
mientras la noche avanza solitaria y perfecta.
A pesar de que este ser no estaba seguro de que su elección hubiera sido adecuada para este complejo caso de entumecimiento, de esa mujer le llegó una carta algunos días más tarde. Solo balbuceaba un agradecimiento que tomaba esta forma: “Si mi cuerpo pudiera contener más amor, probablemente moriría al pie de un abrazo interminable. Ese ‘y si…’ suyo ha sido la cura para mi ‘jamás’”.
Lo que no se ha logrado determinar es qué ha empujado a este extraño ser –ya mucho más familiar para los que hasta acá han llegado- a tan extraña rutina plagada de pequeñas victorias que podrían formar parte de algún apasionado relato si alguien con el don de la palabra se hubiera cruzado con él o con uno de sus retos. Solo el papel de narradores –siempre privilegiado, con capacidades de visión más allá de paredes y secretos buscados- nos permite intuir que fue la propia incapacidad de este extraño ser de afrontar un enorme ‘y si…’ lo que lo empujó a conjurarse con esos seres que podrían ser alguien si algo los empujara. También desde nuestra privilegiada torre de observación literaria hemos sido capaces de ver que este ser, cuando entra de nuevo a su casa, pisando suave, casi para no despertar a quien pudo estar en su almohada –si algún verso le hubiera hecho saltar a tiempo-, de manera ritual, como casi todo lo que hace, se sienta en este colchón demasiado grande para su soledad y lee cada día los mismos versos que si bien no curan tienen el venturoso poder de la nostalgia.
Desde un lugar que aprendo
a registrar cada mañana, vuelvo
sobre mis pasos y te espero
allí donde estoy solo.
Matinal
ofertorio del sueño, escribo el nombre
de tu vida, te vas desentrañando
entre las hoscas hojas conjuradas
en la noche. Eres la privación
donde me sacio, la apremiante
verdad con que te niego
cada día, el cuerpo intransitable
donde acude de nuevo lo perdido.
Vivo allí donde estuve,
junto al mar delirante, libre
velocidad inmóvil orillada
de fuego, bosque lustral
de la alegría.
¿Qué me queda
de aquel itinerario, habitaciones
clandestinas, subalternos refugios
del amor, qué me queda
detrás del sortilegio? Ser
feliz un instante y perderte mientras
vuelvo sobre mis pasos cada día.
*En este relato hay versos de Luis García Montero, de Wislawa Szymborska, Javier Egea, Leopoldo María Panero y J.M. Caballero Bonald.
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2 comentarios:
Bueno, lejano y siempre próximo Paco, me ha conmovido este relato sobre ese personaje que, como decía un maestro mío hace ya varios años, es un tipo aún más interesante que los poetas: un lector de poemas; alguien que habla los versos de otros, los hace vivir y sobrevivir, repercutir en este lado del mundo tan parecido a un matadero donde, como terneras, esperamos a que venga el matarife a degollarnos. Mientras tanto, cantar un poema es tal vez el mejor modo de amar a quien vendrá a pasarnos a mejor vida.
Hace rato no entraba al Malcontento. Bien por persistir. Recomiendo la canción de Pedro guerra que subiste hace unos días, con esa Bebe que, por favor, !Ave María!
Rymel
!Ave María! Estamos de acuerdo.
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