En la terraza habitan palabras esquineras, de esas que ruedan y se aferran al recodo para no ser barridas junto a polvo y desmemoria. En esta terraza, habitada ya por múltiples espíritus y escasas desesperanzas, el mar arriba en las tardes. Se asoma, prudente, sobre la pared y prueba con la puntita del pie la temperatura del piso. Le gusta a este Pacífico remolón echarse en la hamaca tejida de palabras también, mirarse en el espejo y soñarse limpio, sereno en el albor, furioso en los amaneceres, contenido cuando alguna niña lo mira de reojo desde el malecón.
Las paredes de la terraza comienzan a teñirse de vida, de pies apoyados para no perder el equilibrio de la dignidad, de rumor de cerveza y besos no dados. Manos para acariciar, labios para respirar-te en la interminable vereda de tu cuello, frases desprevenidas para cautivar a los visitantes, contundentes gritos para convocar a las olas.
En la terraza, el tiempo ya no es de nadie.
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