21/4/10
Postales desde una tajada de una isla partida en dos
Mi general
La nostalgia del dictador habita en las aceras. Placas de metal indelebles, inoxidables, inescrutables, cuidan su nombre y su memoria.
El himno petrifica a los viandantes y termina con un Viva mi general. Se habla de él a pesar de los años y la molicie de cuerpos ajenos. Las rostros gigantes de las víctimas compiten con el recuerdo distorsionado de los vivos. Como casi todas las malas experiencias, el olvido anida en ellas cuando se convierten en anécdota, difuminada, tamizada por las ruinas del presente.
Los pueblos gustan de la sangre… y sangre reciben. Padres volcánicos dispuestos a vomitar su lava sobre los estrechos andamios en los que hacen equilibrios sus vástagos.
El apostol
En el Pabellón Nacional hay vacantes. Se buscan próceres para rellenar la historia de mitos y medias verdades. Acá una costurera ascendida a heroína, allá un general que fusiló a la costurera tricolor en abierta discrepancia sobre el significado de la palabra más estúpida del diccionario. Un poco más adelante, la llama perpetua en la que se deben revolver los verdaderos héroes sin nombre.
Sin embargo, en este lateral, a la sombra de los flashes y del mármol pétreo endurecido descansa el “apostol de la verdad y del bien”. El peso de la responsabilidad hundió su féretro unos centímetros más de lo planeado.
Enriquillo
Pobre el indio pobre. Muerto, eliminado de la tierra y reducido a ser anécdota, pintura para turista, des-memoria. Enriquillo fracasó si su guerra era la de salvar a su pueblo. Hoy se restauran los conventos dominicos para recordar la Historia. Nada se puede ya recuperar de una cultura de paja y palma, de viento y palabra. Nombre cristiano para “el primer guerrillero de América”. Olvido cristiano para su gesta marchita.
La distancia
Los turistas recorren miles de kilómetros para no llegar nunca a este lugar. Es una decisión extraña: hacer las maletas, pagar los pasajes, sortear la jaula tecnológica que durante horas los mantiene sobre el mar para, finalmente, quedarse lejos de todo y de todos. Edificios opacos de cristal los alojan y vomitan sus cuerpos blancos en playas acotadas a la vida. El acontecer tiene uniforme de empleado y solo las putas que preñan esta isla permiten a los más tristes viajeros pensar que son titanes, presumir de haber cogido tierra y de haber pisado local.
Los turistas viven en una distancia imposible, se niegan a doblar la esquina, se arremolinan en sillas y mesas dispuestas para ellos, a precios de ellos, lejos, lejos de los otros.
Sin embargo, poco más allá de ese acá, en La Cafetera Colonial, pieles negras comparten café y abanicos. Aquí la vida está en suspenso, pero no aplazada y las distancias, de existir, son ausentes.
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