1/12/08

Texticos del insomnio y las olas

Pellizcos

Miramos al cielo y pensamos que no es más que el techo de zinc que nos cobija. Ora con agujeros imprevistos que provocan goteras divinas, ora con calor irradiado desde ese sol tan lejano. Pero el cielo tiene otro cielo encima y allí las manos del capricho, a punta de pellizcos azarosos, construyen una ciudad blanca e imposible, pero tan real como los ojos que se desentumecen mirando ese milagro tan poco divino.
Acá, te cuento, se acumulan edificios sacados del ensueño, pequeños lagos que permiten ver, a través de sus aguas transparentes, esos campos dibujados en el verdor de la sabana, esos barcos luminosos que esperan su turno para naufragar. Las azoteas son informes, como tubérculos nacidos desde las alturas. No hay librerías ni prostíbulos, ni hombres vomitando ni carros bailarines. Está todo, con otro color único. Un estruendo silencioso acompaña a los peregrinos de la ciudad intermedia que no llega a tender escaleras al mundo de arriba emberá. No hay dioses ni vendedores de raspaos y, sin embargo, te veo rondar las esquinas redondas de esta ciudad mutante. Me miras levantando las tapas de las alcantarillas de sal, me buscas sin saber que el tren al que subí abandonó a su hembra y a los rieles. Te esperaré al llegar y allí, en el subsuelo de los pellizcos, tendrás para mi un abrazo y algo de miel de abejas, una queja y un diccionario, dos mapas y una trenza. Con todo esto, podremos sobrevivir en caso de que se desplome este cielo y tengamos que enfrentarnos, al fin, a las inclemencias de la vida.

Paredes

Fueron pocos pero contundentes. Los necesitaba para expulsar la mala hora, el mal día en el que trepé por las paredes del desencanto de nuevo. Me miré al espejo que no tengo para abofetear mi estampa. Dos tragos y las paredes se hicieron curvas, más amables. Uno más y las paredes comenzaron a encogerse. Un cuarto y no había paredes en las que apoyar la malparidez. El quinto y fue una cama la que recogió mis restos. Temprano, como toda muerte. Más temprano de lo que debería ser toda muerte. Hoy, sin ganas de renacer, muevo mis pies en dirección al mar. Donde ni paredes ni ventanas enmarcan el territorio de lo posible.

Guardados

La muerte, la repentina más, es una traidora. Pone al descubierto secretos que el vivo quería que fueran eso, nada más. Pequeños, insignificantes a veces, inmensos otras, reveladores siempre. El Mono guardaba las galletas prohibidas en la mesilla de noche. Y la botellita de guaro. Colás, entre los libros de ensayos aburridos, barajaba las cartas de amor prohibido a una desconocida. Los dibujos incipientes de Rodrigo o las deudas estelares de Daniel. A los hombres nos agarra la muerte los secretos más fácil. Nuestra torpeza en vida suele delatarnos en segundos una vez muertos. ¿O será que buena parte de nuestros secretos los ubicamos en la zona confusa para que sean descubiertos? Como el asesino múltiple que en las noches sueña con ser atrapado para descansar de tan laboriosa tarea, los guardados pesan al ser humano tanto como las letras que no ha sido capaz de escribir.
A veces pienso qué sorprendería de mi íntima y vacía vida a los conocidos cuando los secretos aflorasen. Solo oculto 14 mil palabras que sin esfuerzo se acurrucarían en mi muerte. Nada más.

3 comentarios:

Araceli Esteves dijo...

Qué hermosa prosa, Paco. Es un autético placer leerla.

Paco Gómez Nadal dijo...

Gracias. Palabras no más, formas de tejer la urdimbre de esta pinche vida.

Paco Gómez Nadal dijo...

Ok, ahora que entré de puntillas en tu blog, diré que tus palabras tienen el doble de valor. Escribes hermoso.