14/8/08

La naranja azul

A algunos se les olvida que el subcomandante Marcos sigue sembrando por ahí. Por si acaso. Algunas breves palabras suyas:


Si estoy en un error ahí lo corrigen, pero creo que fue Paul Eluard quien dijo que “Le monde est blue commme une orange”, que mi francés de sans papier traduce como “el mundo es azul como una naranja”.

He visto también algunas de esas fotos que del mundo se toman desde el espacio. La tierra se mira, en efecto, azul y sí, bien podría ser una naranja.

A veces, en las madrugadas que me encuentran deambulando sin reposo posible, alcanzo a treparme en una voluta de humo y, desde muy arriba, nos miro.

Créanme que lo que se alcanza ver es tan hermoso, que duele mirarlo.

No digo que sea perfecto, ni acabado, ni que carezca de huecos, irregularidades, heridas por cerrar, injusticias por remediar, espacios por liberar.

Pero sin embargo se mueve.

Como si todo lo malo que somos y cargamos, se mezclara con lo bueno que podemos ser y el mundo entero redibujara su geografía y su tiempo se rehiciera con otro calendario.

Vaya, como si otro mundo fuera posible.

Vengo después acá y escucho entonces que alguien dice que nuestros pueblos son ignorantes.

Yo relleno de tabaco la pipa, la enciendo y entonces digo:

¡Carajo! ¡Qué honor el poder ser alumno de tanta y tan rica ignorancia!


Subcomandante Insurgente Marcos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Teólogo José Comblín
Los Textos que se publican en este Block se encuentran en Cuadernos Movimiento También Somos Iglesia - Chile. tambien.somos.iglesia.chile@gmail.com




sábado 21 de junio de 2008
Vocación a la Libertad

VOCACIÓN A LA LIBERTAD


Por teólogo P. José Comblin




INTRODUCCION




El tema de la libertad es inagotable. Cuando alguien escribe sobre la libertad, lo hace desde un punto de vista muy concreto. En este sentido, el presente libro parte de un punto en el que convergen cuatro preocupaciones – pues, de alguna manera, la cuestión de la vocación a la libertad da respuesta a cuatro exigencias de la reflexión cristiana en el presente latinoamericano, que interesan, sin duda, en el resto del mundo-.

En primer lugar, los movimientos de liberación en América Latina han descubierto la libertad. Ya ha concluido el conflicto ideológico entre libertad y liberación. La teología cristiana de la libertad tiene la capacidad de iluminar y orientar la búsqueda de una nueva teoría de liberación.

En segundo lugar, desde la década de los 80, la Iglesia latinoamericana está buscando su identidad perdida. Disfrutó de una entidad clara y definida en tiempos de Medellín y de Puebla. Después, esa identidad se fue diluyendo y, en la actualidad, parece haberse perdido completamente. De modo consciente o inconsciente, hay muchos que trabajan como si quisieran establecer la cristiandad, tratando de ignorar y suprimir - como si de un inútil paréntesis se tratara - treinta años de historia.

Algunos opinan que la Iglesia podría recuperar su identidad por medio de la inculturación. Sin embargo, en la actualidad, “inculturación” es sinónimo de integración en la sociedad posmoderna que ha inspirado la New Age o Nueva Era. Esta es la nueva cultura en la fase actual del capitalismo mundial.

La Iglesia sólo podrá recuperar su identidad a partir de la identidad del cristianismo. La Iglesia no constituye un fin en sí misma, sino que está al servicio del Reino. Sólo una vuelta al evangelio puede proporcionar un fundamento sólido a una identidad firme en medio del mundo actual. El evangelio cristiano es sinónimo de vocación a la libertad.

En tercer lugar, a lo largo de los siglos, el evangelio ha permanecido en no pocas ocasiones bajo revestimientos culturales que ocultaban aspectos importantes. En el segundo milenio, sobre todo a partir del siglo XIV, el evangelio de la libertad cayó prácticamente en el olvido ante el triunfo de un catolicismo clerical, patriarcal, verticalista y de inspiración imperial. El Vaticano II se enfrentó con este tipo de catolicismo, al que no pudo vencer.

No obstante, el evangelio auténtico siguió siempre vivo en todas las épocas de la historia de la Iglesia, vivido intensamente por minorías fervorosas y entusiastas que no se conformaban con el esquema dominante. Tenemos que volver a conectar con toda esa tradición, muchas veces oculta, que en medio de tanta invasión cultural se mantuvo fiel al evangelio de Pablo y de Juan, al evangelio de Jesús en los sinópticos, el evangelio de los mártires y los santos. Esta es la tradición que mantiene viva la llama de la libertad evangélica.

En cuarto lugar, muchos católicos tienen una conciencia cada vez más clara de que no se puede anunciar el evangelio de la libertad evangélica desde unas estructuras eclesiásticas arcaicas, que parecen completamente ajenas a la evolución de los pueblos y, sobre todo, a la aparición de un laicado que quiere ser tratado como adulto. El hecho cultural dominante en el siglo XX es la universalización de la alfabetización y la extensión, cada vez mayor, de la enseñanza secundaria y de la formación universitaria. Ahora bien, las estructuras eclesiásticas de la Iglesia romana corresponden a una fase de la historia en la que casi todos los laicos eran analfabetos y sólo los clérigos contaban con instrucción suficiente. Una Iglesia que no es capaz de incorporar la libertad a sus estructuras nunca podrá anunciar el verdadero evangelio. Podrá manipular el sentimiento religioso, podrá recurrir a las emociones religiosas, pero todo eso es efímero, inconsistente y aparta de su verdadero objetivo a los responsables de la evangelización.

Este es el contexto en el que queremos estudiar el evangelio de la libertad, es decir, el evangelio que proclama la vocación humana a la libertad, la vocación de cada uno de los seres humanos y de la humanidad en su totalidad.

1.- Libertad y liberación
en América Latina

El primer signo de transformación radical en la orientación de la libertad proviene del ejército zapatista de liberación nacional (EZLN), que se manifiesta en la ocupación militar de varias ciudades del Estado de Chiapas, al sur de México (1 de enero de 1994). El subcomandante Marcos, líder efectivo y portavoz del movimiento, declara: “Estamos convencidos de que no se puede imponer un tipo de política a las personas porque, antes o después, se acaba por hacer lo que se había criticado”.

El ejército zapatista deja a un lado la cuestión de la revolución que fue dominante en Latinoamérica desde 1959, con la entrada de Fidel Castro en La Habana y con la emblemática figura del Che Guevara. El subcomandante Marcos suplanta al Che Guevara adoptando una postura reformista y no revolucionaria. No quiere el poder. Sus armas no son para derrotar al ejército mexicano. Esto supondría una tarea imposible. Las armas sirven tan sólo para ser mostradas, para que la televisión divulgue las imágenes del movimiento. Los zapatistas reclaman tierra para los campesinos, dignidad para los indígenas, democracia y elecciones realmente libres, independencia nacional. Los zapatistas no quieren conquistar el poder del Estado. Quieren reformar la sociedad presionando a la opinión pública y por eso recurren a la publicidad y a los medios de comunicación de masas.

De este modo se pone de manifiesto que los nuevos derroteros que se abren en América Latina rechazan el camino leninista de imposición del socialismo mediante la fuerza de un Estado supuestamente popular y, en realidad, dirigido por una nomenclatura de intelectuales. Los nuevos movimientos sociales han descubierto que el único camino válido que conduce a la democracia es la misma democracia. El camino de la libertad es la misma libertad.

Es verdad que Paulo Freire había enseñado a la generación precedente que la liberación sólo podrá surgir de la concientización del pueblo, es decir, del despertar de la libertad en el pueblo latinoamericano. En la práctica, sin embargo, se llevó a cabo una forma de concientización que consistía en transmitir al pueblo la conciencia de los intelectuales revolucionarios, intento que fracasó rotundamente.

Hoy resulta evidente que las “libertades burguesas” o “libertades formales”, tantas veces denunciadas por los revolucionarios, no eran puramente formales ni meramente burguesas. Podían estar deformadas por la burguesía, podían haber sido en cierta medida secuestradas por ella, pero en sí mismas suponían un progreso en la conciencia de la humanidad. Eran, incluso, una parte de la herencia cristiana del mundo occidental, aunque esta procedencia fuera desconocida en gran medida.

De algún modo, la fundación en Brasil del Partido de los Trabajadores (PT) ya había anticipado el cambio. El PT fue el primer partido izquierdista fundado después de 1959 que no tenía un “brazo armado” y que se declaraba radicalmente democrático en el sentido occidental de la palabra.

De este modo, los movimientos de liberación se reconciliaron con la tradición occidental de la “libertad”, abriéndose a la problemática más amplia que esta plantea. Gracias a ello se puede entablar un diálogo con la tradición cristiana de la libertad.

Un segundo signo vino a reforzar la orientación que acabamos de mencionar. Se trata de la famosa carta abierta de Fernando Cardenal. Fernando Cardenal fue una personalidad muy significativa: jesuita expulsado de la Compañía por haberse negado a renunciar al cargo de ministro de educación con el gobierno sandinista y hoy reincorporado oficialmente a la Orden de san Ignacio. La educación fue uno de los frentes emblemáticos del sandinismo; Fernando Cardenal se encontraba en el centro de la actuación de la revolución sandinista. La carta realizaba una valorización no sólo de la educación, sino de la acción social del sandinismo en su conjunto, especialmente de la reforma agraria.

Fernando Cardenal buscó las causas del fracaso de la reforma agraria en Nicaragua y la halló en la falta de educación básica. Debido a ello, abandonó el sandinismo para dedicarse, hasta el día de hoy, a trabajar en la educación elemental de los campesinos nicaragüenses.

Lo que Fernando Cardenal llama “educación básica” no es más que la “libertad”. Lo que les faltaba a los campesinos era una educación o formación para la libertad, para la verdadera libertad que consiste en asumir responsabilidades, en ponerse voluntariamente al servicio del bien de los demás, en buscar la verdadera realización de uno mismo por medio del amor efectivo al prójimo. Los campesinos eran cristianos, pero no habían asimilado el evangelio de la libertad. Todo parece indicar que nunca se les había informado acerca de ese evangelio y que el cristianismo que habían recibido era un cristianismo infantil, de sometimiento a una religión entendida como “ley” e impuesta por los sacerdotes sin que mediara una verdadera opción personal. En el fondo, la “educación básica” constituía la verdadera evangelización. Se sintió la falta de ella. De ahí la apertura a la problemática de la vocación y de la formación para la libertad.

Estos dos signos – confirmados por muchos convergentes, que están en la memoria de los lectores – orientan el evangelio cristiano de la libertad. Aquí reside la primera razón que nos mueve a estudiar el tema de la libertad.

2. La identidad del Evangelio cristiano

En Latinoamérica, la Iglesia Católica está atravesando una crisis de identidad que se hace visible en el malestar del clero y en el silencio de los episcopados. No es que los obispos no hablen, es cierto, pero el contenido de lo que dicen es bastante pobre y frágil. Ejemplo típico fueron los documentos preparatorios y el documento final del Sínodo de América de 1997. Otro ejemplo son los documentos referentes a la celebración del tercer milenio. Estos documentos hablan mucho de la evangelización, pero se trata de una evangelización sin contenido. Parece que la Iglesia ya no sabe cuál es el evangelio que debe proclamar.

Existe una fuerte tendencia a entrar en la dinámica del mercado. En la actualidad existe un mercado religioso. Hay mucha demanda religiosa y no son pocas las religiones que ofrecen métodos de terapias religiosas o caminos para la felicidad. De ahí la tentación de entrar en competición. El que pretende tener éxito busca elementos cristianos que puedan triunfar en el mercado, respondiendo a algunas de las demandas. Existe una fuerte tendencia en este sentido por parte de los movimientos carismáticos e incluso por parte de los movimientos que nacieron en la pasada generación. Ofrecen un evangelio a “gusto del consumidor”, como decía un anciano sacerdote misionero que vivió muchos años en Brasil.

Esta tendencia supone una fuerte tentación para muchos obispos y sacerdotes, asustados ante el progreso de las Iglesias pentecostales, que ellos llaman “sectas”. Consideran que hay que competir con ellas y recurrir a los mismos métodos, presentando un evangelio que satisfaga una demanda inmediata. El discurso de la inculturación sirve incluso para legitimar que se entre en la competición.

De este modo, el evangelio se diluye en gran medida. Mucho amor a Jesús, es cierto, pero a un Jesús emocional, afectivo que carece de sentido racional, un Jesús que permite sospechar que no es más que una proyección de las frustraciones afectivas tan comunes en nuestro tiempo. Hay tendencia a aceptar cualquier evangelio, con la condición de que conquiste el mercado.

No sería la primera vez que la Iglesia occidental cae en la tentación de sacrificar el contenido para reconquistar el poder. Cuando la Iglesia tiene que afrontar problemas serios –como, en la actualidad, el de la competencia con las iglesias pentecostales – se activa de nuevo el antiguo reflejo clerical: la voluntad de poder se vuelve más fuerte que el amor al pueblo. O mejor, se confunde la voluntad de poder con el amor al pueblo. Más que tratarse de un ejercicio de amor concreto, la evangelización se convierte en una campaña `para recuperar parte del poder que se ha perdido.

Se mantiene la opción por los pobres. Sin embargo, esta opción va perdiendo su contenido efectivo. Desaparecen las antiguas prácticas de liberación, de modo que la opción por los pobres queda reducida a mera fórmula sin aplicación real. Apenas se han renovado las prácticas. Hay un gran número de agentes de pastoral que se desaniman al comprobar que sus anteriores acciones sociales se han vuelto irrelevantes.

Por otro lado, muchos habían asumido la opción por los pobres como simple añadido al discurso tradicional. La “opción por los pobres” no afectaba en absoluto al discurso sobre Dios, Cristo, la Iglesia y los sacramentos. Se mantenía la teología tradicional, a la que se yuxtaponía el discurso sobre la liberación propio de la opción por los pobres.

Dentro de poco, la opción por los pobres será una fórmula sin contenido a menos que hunda sus raíces en el núcleo central del cristianismo. Este núcleo central es el evangelio de Pablo y de Juan, la vocación a la libertad.

La Iglesia sólo podrá recuperar su identidad mediante la vuelta al evangelio, al margen del mercado. No se trata de satisfacer los deseos inmediatos de los hombres y mujeres de la posmodernidad, sino de responder a las más profundas expectativas de una verdadera liberación. De nada sirve organizar una evangelización a corto plazo que puede satisfacer momentáneamente las aspiraciones religiosas. Resulta necesario preparar grupos de cristianos realmente transformados y liberados por el evangelio que puedan ser fermento en el mundo de una nueva sociedad.

Se están extinguiendo las formas de la antigua cristiandad. Con la desaparición de la cultural rural, el cristianismo de nuestros abuelos es algo que pertenece ya al pasado. De nada sirve querer resucitar el pasado, ni querer contar con movimientos de “entusiasmo” religioso para fundar una nueva cristiandad. El problema reside en cómo preparar un laicado adulto, testigo del verdadero evangelio de Jesucristo.

El evangelio es éste: “Cristo nos ha liberado para que seamos hombres libres” (Gál 5.1). “Hermanos, vosotros habéis sido llamados a ser hombres libres” (Gál. 5.13). Dios es libertad y nos ha creado para la libertad. Esta es nuestra creación humana. El sentido de nuestra vida es construir y conquistar la libertad. Este es el modo en que Pablo hizo comprensible para los griegos y también para nosotros –el evangelio del reino de Dios que, tal como está formulado en los sinópticos, permanecía incomprensible.

La vocación a la libertad es el núcleo central del evangelio cristiano y el punto de partida de la nueva humanidad. A lo largo del tiempo, sin embargo, este núcleo central ha sido ensombrecido y velado en las iglesias – y en la Iglesia católica de modo especial en los últimos seiscientos años-. Al mismo tiempo, la vocación a la libertad se difundió más allá de las fronteras de las Iglesias históricas, alcanzó a otros pueblos y culturas y, en cierto modo, hoy está presente en las conciencia de casi todos los pueblos, incluso en los que no tienen ningún contacto con las iglesias cristianas. En algunos casos, el evangelio cristiano puede estar presente de modo más efectivo y más activo fuera de la Iglesia que dentro de ella. En estos casos, la Iglesia puede que no reconozca el evangelio fuera de sus fronteras y, de este modo, pierde una posibilidad de conversión.

La opción por los pobres se desprende de la vocación a la libertad. No se trata de una orientación que se toma de modo paralelo a la marcha principal de la Iglesia. Está dentro del camino fundamental, aunque esta identificación no haya estado presente en la conciencia de muchos cristianos, sobre todo en los últimos seiscientos años – que abarcan toda la historia de Latinoamérica.

El imperativo de la vuelta al evangelio conduce al tema de la libertad. Tenemos aquí una segunda razón que justifica el propósito de este libro.

3.- La permanencia de la libertad
en la historia del cristianismo

En 1888, el Papa León XIII escribió una encíclica sobre la libertad: Libertas. Era un signo, por su parte, de acercamiento al mundo moderno. El Pontífice sintió la necesidad de invertir la situación de alejamiento creciente que existía entre la sociedad occidental – que, en aquel tiempo, era el mundo – y la Iglesia Católica. El Papa constataba con extrañeza esa situación, afirmando: “Son muchos los hombres para los cuales la Iglesia es enemiga de la libertad humana”. El Papa atribuía esa situación a una campaña de difamación de la Iglesia por parte de los liberales. Se mostraba escandalizado porque se atrevían a “acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado”.

Como prueba de que la Iglesia siempre había defendido la libertad con gran energía, el Papa invoca la doctrina del libre arbitrio. Sin embargo, no se trataba de eso. La cuestión era otra, la de las “libertades modernas”. De modo tal que León XIII seguía mostrando la misma incomprensión que la mayoría de los católicos de los últimos seis o siete siglos.

A propósito de las libertades modernas, el Papa decía: “Hemos demostrado al mismo tiempo que todo lo bueno que estas libertades presentan es tan antiguo como la misma verdad, y que la Iglesia lo ha aprobado siempre de buena voluntad y lo ha incorporado siempre a la práctica diaria de su vida. La novedad añadida modernamente, si hemos de decir la verdad, no es más que una auténtica corrupción producida por las turbulencias de la época y la inmoderada fiebre de revoluciones”. León XIII aplicaba este principio a las distintas “libertades modernas”: libertad de culto, de expresión y de prensa, de enseñanza y de conciencia.

A pesar de su fama de espíritu abierto, sensible al mundo contemporáneo, León XIII no había entendido de qué se trataba. Dejó de reconocer lo que había de herencia cristiana precisamente en lo que había de nuevo y novedoso en las libertades modernas. La exhortación de san Pablo pasó de incógnito. La formación del pontífice había consistido en una escolástica decadente que él mismo quiso reformar.

El Vaticano II llegó más lejos. La declaración sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae) y la constitución Gaudium et spes reconocen las libertades modernas en lo esencial, tal como ya lo había hecho la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII. En el Vaticano II, la Iglesia reconoce que “jamás tuvieron los hombres un sentido tan agudo de la libertad como hoy” (GS 4d). La declaración Dignitatis humanae proclama “esta exigencia de libertad en la sociedad humana” (1ª). El Vaticano II quiso responder a esta exigencia de libertad aceptada como positiva.

A pesar de todo, el Vaticano II no consiguió cambiar la postura de la Iglesia católica en el mundo contemporáneo en toda su extensión. El debate sobre la Teología de la Liberación puso de manifiesto que todavía había una resistencia muy fuerte. El “sistema” católico no es sensible a la libertad. Cuando trata de libertad, lo hace con la preocupación de ponerle límites amparándose en los derechos de la verdad y de la autoridad del magisterio. En definitiva, se entiende la libertad como amenaza contra las estructuras de la Iglesia Católica.

Esta situación viene de muy atrás. Es el resultado de siglos de historia; y no puede desarticularse en pocos años un esquema construido de modo perseverante a lo largo del tiempo. Por eso, especialmente en Latinoamérica, muchos católicos no tienen memorias de experiencias de libertad cristiana vividas históricamente. Y, sin embargo, esas experiencias existen. Conviene recordar que, por debajo de las estructuras dominantes ajenas a la libertad, siempre se ha mantenido, ciertamente con altibajos, el mensaje paulino de la libertad.

Recordaremos dos momentos importantes. Primero, la experiencia de sociedad libre, tanto en el campo como en la ciudad, que se vivió entre los siglos XI y XV, en la cristiandad occidental. La historia de occidente registra momentos intensos de una libertad que alcanzaba tanto el ámbito rural como al urbano, que suministraba millones de personas libres al seno de la Iglesia, a pesar de su estructura autoritaria que la revestía. Y ello debido a que, durante siglos, la estructura clerical tuvo poca influencia en las masas de agricultores o de ciudadanos. Sólo en los últimos siglos la estructura clerical se ha ido volviendo cada vez más pesada en la sociedad y en la Iglesia.

Por otro lado, la mística fue, durante muchos siglos, el refugio de la libertad y, sobre todo, el refugio en que las mujeres – apartadas de la estructura clerical – construyeron para sí un mundo de libertad. Por desgracia, a partir del siglo XVI las mujeres perdieron su autonomía y quedaron cada vez más encuadradas en estructuras patriarcales y autoritarias. En la Iglesia tridentina se vieron confinadas por el dominio de los clérigos (hombres), que en este momento forman un espíritu de cuerpo amenazador. La vida mística fue sometida a una vigilancia cada vez más estrecha; fue limitada e incluso puesta bajo sospecha. No obstante, aunque oculta, mantuvo la tradición de la libertad en la Iglesia, a pesar de la estructura dominadora.

Es imprescindible recordar que la historia de la Iglesia no se reduce a la historia de la jerarquía o del clero, ni, tampoco, de las instituciones reguladas por el derecho canónico. Hay una historia oculta, registrada en pocos documentos. Pero lo que ha quedado registrado basta para reconstruir, aunque de modo incompleto la otra cara de la Iglesia. Con esta cara de la historia de la Iglesia sucede lo mismo que con la historia de las naciones: la historia basada en muchos documentos es la historia de los hombres, mientras que la de las mujeres queda entre líneas, haciéndose necesario adivinar aquello que los documentos querían ocultar.

El evangelio de la libertad nunca ha estado ausente, pero tiene necesidad de renovar la continuidad estableciendo contacto con esa presencia permanente en la tradición. Y esto porque la tradición del evangelio en la historia de la Iglesia es la verdadera tradición, mientras que muchas estructuras que han predominado durante siglos no pasan de ser revestimientos culturales. En dos mil años la Iglesia se ha inculturado tanto, que muchas veces ha estado a punto de perder el evangelio.

Este peligro sigue existiendo todavía hoy. De ahí la necesidad apremiante de que se renueve la conexión con la tradición antigua del evangelio de la libertad.

En la historia de Occidente, en el segundo milenio, casi todas las herejías o cismas tuvieron su origen en reivindicaciones de libertad. La jerarquía respondía a todas estas exigencias con la excomunión o condenándolas como herejía. Por eso gran parte de la tradición cristiana de libertad se encuentra en las iglesias separadas. La cuestión de la libertad está en el centro del diálogo ecuménico con las Iglesias separadas en Occidente.

4. Libertad en la Iglesia

En una obra publicada en francés, en 1927, el filósofo y teólogo ruso N. Berdiaeff escribía: “La libertad me llevó a Cristo y no conozco otro camino que pueda llevar a él. No soy el único que ha pasado por esa experiencia. Todos los que dejaron un cristianismo de autoridad, sólo podrán volver a un cristianismo de libertad”.

Hoy en día han cambiado los tiempos. Parece que es posible llegar a Cristo por otros caminos: el sentimiento, el afecto, la seguridad. Sin embargo, ¿llevan esos caminos realmente a Cristo o a una proyección de la mente humana que se identifica equivocadamente con Cristo?

Millones de personas han abandonado la Iglesia por la forma en que en ella se ejerce la autoridad. El único camino seguro es volver por la senda de la libertad. Sin libertad, la Iglesia podría hacer propaganda, reclutar nuevos miembros, podrá tener éxito en el mercado de las religiones. Pero no podrá anunciar el verdadero evangelio, que es su razón de ser. Podrá ser poderosa, pero no será fiel a su misión.

En sus Memórias improvisadas, Alceu Amoroso Lima - ¿quién podría hablar con más autoridad que él? – decía: “Hoy estoy convencido de que lo que más necesita Brasil no es sólo el desarrollo, sino también y sobre todo la libertad. La dignidad humana exige libertad, y la libertad exige la justicia. La justicia y la libertad exigen responsabilidad”. Y más adelante: “Mi conversión se hizo contra mi voluntad. ¿Por qué? Porque yo tenía miedo de que, al convertirme, iba a perder la libertad. Por eso mantuve el debate al respecto, durante cuatro años, con Jackson de Figueiredo. Para la ortodoxia católica, me convertí por la gracia divina. Pero desde el principio sentía que iba a ser duro. El hecho es que encontré en la Iglesia más libertad de la que esperaba, pero también mayor dureza de lo que se cree”.

Esa dureza aún existe y mantiene alejadas a muchas personas. ¿Cómo predicar un mensaje de libertad sin practicar la libertad dentro de la Iglesia? Retirar las estructuras de dominación y sustituirlas por espacios de libertad se convierte en una tarea cada vez más urgente e inaplazable. Con las estructuras actuales, la Iglesia no puede formar laicos adultos y libres que puedan dar un testimonio válido en medio del mundo, lo que equivale a decir que no puede evangelizar en profundidad. También por eso es necesario abordar la cuestión de la libertad en la Iglesia.

En su encíclica Ut unum sint, Juan Pablo II escribe estas conmovedoras palabras: “El obispo de Roma en primera persona debe hacer propia con fervor la oración de Cristo con la conversión, que es indispensable a “Pedro” para poder servir a los hermanos. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia católica y todos los cristianos juntos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión”.

Claro que la conversión de que se habla en este texto no se refiere a defectos o errores personales del Papa actual. Los errores se encuentran en la estructura y no en la persona. De modo unánime, todos reconocen y admiran la santidad personal del Papa. Sin embargo, el problema está en la estructura, y la conversión debería producirse en el cambio de estructura. El problema es pasar de estructuras de autoridad a estructuras de libertad.

5. El tercer milenio

En su carta apostólica Tertio millennio adveniente, Juan Pablo II insiste mucho en la necesidad de un serio “examen de conciencia”. La expresión “examen de conciencia” se refiere tradicionalmente a un ejercicio individual que tiene por objeto el análisis de hechos de conciencia. Se trata de un ejercicio de conciencia subjetiva. En este contexto, el Papa emplea esta expresión a falta de otra de mayor alcance. En realidad está pidiendo no sólo una revisión de las acciones individuales, sino también una revisión colectiva de toda la acción de la Iglesia.

Esto es exactamente lo que nos proponemos hacer aquí, pero – claro está – a título de sugerencia y apuntando a algunas vertientes importantes.

Ya que estamos en fase de preparación para un nuevo milenio, estamos llamados a revisar los milenios que han pasado. El Papa nos invita a ver en el Vaticano II la entrada de la Iglesia en el tercer milenio. ¿En qué se diferencia el tercer milenio del segundo y del primero?

La comparación entre milenios nos servirá de punto de referencia para situar el camino recorrido - y el que queda por recorrer – de la libertad cristiana.

El primer milenio del cristianismo fue esencialmente oriental. Estuvo enmarcado en el Imperio romano de oriente, cuyo centro fue Constantinopla. En el segundo milenio, el Imperio de Oriente entró en decadencia y acabó cediendo a las conquistas del Islam. La Iglesia oriental se vio reducida en buena medida y no renovó sus principios fundamentales. Las iglesias orientales vienen transmitiendo, hasta nuestros días, el testimonio del primer milenio. En muchos aspectos conservan una herencia insustituible.

El primer milenio estuvo marcado por el signo de vida monástica. El monaquismo fue el centro de la vida cristiana y punto de referencia para todos. A pesar de su rechazo radical de la filosofía griega, la vida monástica acabó profundamente influenciada por ella, sobre todo por el platonismo y el estoicismo. Del platonismo heredó la distinción entre alma y cuerpo, el exclusivo cultivo del alma y el rechazo del cuerpo, considerado como prisión del alma, obstáculo y limitación más que instrumento. Del estoicismo asumió la lucha ascética contra el cuerpo, el individualismo, la búsqueda de la paz y de la serenidad en la apatheia, es decir, en una paciencia inalterable que todo lo soporta, que todo lo aguanta, que todo lo acepta.

A pesar de condenar la filosofía, los monjes griegos acabaron definiendo el cristianismo como ascensión de la mente hacia Dios. La búsqueda de Dios se hace por vía de interiorización, mediante la separación del mundo exterior, por medios intelectuales - aunque con mucha desconfianza ante cualquier forma de raciocinio conceptual-. Prácticamente no hubo espacio para un evangelio de la libertad, libertad que quedó reducida a la plena autonomía del alma en relación con el cuerpo.

En cuanto al mundo exterior, los monjes lo ponen en manos del emperador, considerado como el equivalente al obispo para el mundo de fuera. Los cristianos no interfieren en los asuntos políticos y menos aún en las estructuras socioeconómicas. No sin razón, los pueblos orientales entraron en la modernización tan sólo en la época comunista. No habían tenido experiencias de libertad en la vida social.

Estas son las líneas dominantes. Podemos conformarnos con esta aproximación general, teniendo en cuenta que nuestro objetivo aquí no es conocer la Iglesia oriental, sino imaginar el tercer milenio por contraposición a los milenios anteriores.

El segundo milenio fue el de la cristiandad occidental, en Europa y en los terrenos que de ella dependían. El hecho que condicionó toda la historia fue la división de la herencia del imperio romano entre el Papa y el emperador. El Papa, en Oriente, jamás habría tenido tales pretensiones. Pero el emperador de Occidente era, hasta cierto punto, una creación del Papa. Este quiso conservar la autoridad suprema del Imperio, aún después de su división en naciones autónomas. De ahí las constantes luchas entre el “sacerdocio” y el “imperio”, es decir, entre el Papa y el emperador, después entre el papa y los Estados modernos: una lucha por la supremacía.

Se podría decir que esa lucha fue afortunada porque, debido a la rivalidad entre los dos poderes que querían ser supremos, se abrieron rendijas y espacios en los que la libertad pudo salir a flote – mientras que el imperio bizantino no dejaba el menor resquicio abierto para ello-. Entre estas brechas estuvo por ejemplo, la de la de los campesinos que conquistaron derechos a una clase feudal debilitada, lo que no tuvo lugar en Oriente. Podemos citar también la conquista de la libertad en las ciudades, cosa que no sucedió, ni por asomo, en Oriente.

Por otro lado, el Papa, que pretendía gobernar toda la cristiandad, introdujo el esquema imperial en la Iglesia, convirtiendo al clero burocratizado en instrumento de su gobierno. El Papa se esforzó por introducir a los monjes en el marco del clero. Incluso las religiosas tuvieron que incorporarse al sistema clerical por medio de la vigilancia que sobre ellas ejercían los ordenados. El clero se convirtió en el elemento realmente importante en la Iglesia, que garantizaba al papa el gobierno de toda la cristiandad.

La Iglesia imperial tocó techo, alcanzando su grado máximo de extensión en vísperas del Vaticano II, bajo el pontificado de Pío XII, el Papa imperial por excelencia, aunque su imperio se redujera al recinto de las parroquias o de las diócesis.

La Iglesia del segundo milenio pretendió controlar estrechamente la vida política, la vida económica y la vida social. Pretendió, por medio de leyes, establecer en la tierra el reino de Dios. Todos debían aceptar la verdad revelada que, por medio de la teología, gobernaba todas las ciencias; todos debían seguir los preceptos de la vida cristiana y seguir los mandamientos de la Iglesia con una rigurosa disciplina. Los sacramentos permitían controlar la vida de las familias y de los individuos.

La pretensión de dirigir la sociedad y a los individuos suscitó un fuerte movimiento de oposición por parte del emperador, después de los reyes y, finalmente, de los Estados nacionales. Clericalismo y anticlericalismo fueron correlativos y tejieron con sus luchas la trama del segundo milenio.

Y ahora, ¿qué será el tercer milenio? ¿Qué va a suceder con el evangelio de la libertad? Iluminada por dos milenios de historia, ¿será capaz la Iglesia de descubrir mejor su vocación y así dedicarse más al evangelio? ¿Tratará nuevamente de inculturarse, tal como hizo en las dos cristiandades anteriores, la oriental y la occidental? Este es el objeto de nuestra investigación.

Cfr. “Vocación a la Libertad”, Ediciones San Pablo, Madrid, 1999, traducción de
“Vocaçao para a liberdade”, Paulus, Sao Paulo, 1998,
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El Proyecto de Aparecida, Desafíos para la Misión ...
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El Papel Histórico de Aparecida
Finalidad de la Misión
La Crisis de la Religión en la Cristiandad.
Entrevista a José Comblin.
Los Santos Padres de América Latina
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