13/8/08

Cuestión de no morir

(este es un relato larguillo, pero es que el tema siempre da de sí)


Las enumeraba. Sí, las numeraba. Sé que puede parecer infantil o incluso obsesivo, pero es que el amor no se podía dejar pasar así como así. Ahora, con la distancia y los sarpullidos del cansancio, pienso que era una reacción a mi verdadera incapacidad de amar de manera profesional, sistemática, consistente, perdurable. O, si fuera más cruel conmigo mismo, o más hijo de puta, diría que la reacción verdadera tenía que ver con la incapacidad de mujer alguna de enamorarse de mi. Por tanto, yo me enamoraba de muchas. No de cualquiera. De muchas. El Metro de Madrid era mi inmenso nido de amor. Horas y horas de camino a la universidad, de regreso, en busca de un amigo, de una amiga, de un cine o de Eduard Hopper.

Cuando iba a visitar a Hopper, la chica de la cafetería Chop Suey no me quitaba la vista de encima. Su frialdad de óleo, la geometría del pincel, la acartonaba en un mundo de rectángulos y líneas demasiado rectas que la hacía deseable pero imposible. Quizá por eso, cuando su sombrero desfasado, sus pechos caídos y el arete exageradamente azul de la oreja izquierda me recordaban lo patético de mi enamoramiento, corría a aferrarme a Magritte. Más europeo, más críptico, más pedante, más yo. Aunque sombrerero desfasado también, Magritte me prestaba uno de sus bombines, debajo de una luna decreciente, casi agonizante, apenas una línea, una herida por la que escapar del también exagerado paisaje azul. Con él yo me sentía tranquilo, insondable, embutido en mi traje negro, sin rostro, en todo caso una manzana verde para sonreír verde y un paraguas para aguantar algunas lágrimas fraticidas, grises, pesadas como el plomo del que estaban hechas. Magritte siempre logró serenarme, casi tanto como me inquietaba. Su mundo, el de la contradicción, me hacía pensar, pensar en lo poco que se parece lo que creemos vivir a lo que realmente vivimos. Un juego algo amanerado para engañarnos y hacernos ver en el lienzo lo que desearíamos que fuera el pedazo de realidad a pintar y no el que realmente hay para reproducir. Le Thérapeute y su jaula abierta y su falta de rostro es uno de los bálsamos que encontraba cuando alguna de las redondas y artificialmente decentes mujeres de Hopper se abalanzaba sobre mi.

Decía que el Metro era mi inmenso nido de amor. Lo era. Viajaba y no leía el periódico, ni fingía devorar un bestseller en edición pobretona y gastada de dobleces y olvidos. Sólo tenía dos posiciones. O dormía, lo que suponía un terrible riesgo para mi salud –mi cabeza siempre basculó más de lo recomendable y la vecina lanzaba su codo porque solía pensar que un abuso se escondía tras mis aspavientos de ojos cerrados-. O numeraba las mujeres de las que me enamoraba. Y a cada una le imaginaba una vida conmigo, hasta una separación de mi. Decidía si la víctima era superficial, profunda, una gata salvaje o una tierna desvalida necesitada de mi cuidado y destreza. Yo entraba en sus vidas decidido hasta que la próxima parada o mi destino inútil me hiciera perder de vista a la chica. Cuando esto ocurría yo entraba en un estado de turbación parecido al desasosiego. No lo era tanto, debo ser sincero, pero me gustaba pensar que era desasosiego.

Lo cierto es que más tarde, solía compartir con uno de los tres turbios amigos habituales mi hallazgo. Con lujo de detalles les relataba cómo hubiera sido el tránsito con la mujer de mi vida número 67 si ella hubiera reparado en mi mirada y, persuadida de lo indefectible de nuestro amor, se hubiera lanzado en mis brazos, o me hubiera hecho el amor en un pliegue de los enrevesados pasillos del subterráneo, o hubiera deslizado su teléfono en mi chaqueta para propiciar el encuentro que cambiaría nuestros rumbos, o rozado con el reverso de dos dedos mi sexo, fingiendo un desequilibrio cuando el vagón dudase de su estabilidad… Tantas posibilidades que no se daban, no porque la mujer de mi vida número 67 -o la 34 o la 86- fuera tonta o ciega, sino porque el destino era en esa época juguetón conmigo, algo canalla, siempre cabrón.
La cuenta la llevé por casi dos años y fueron de los más estables de mi vida. Yo sentía el amor sin necesidad de practicarlo, me masturbaba con rostros reales e historias que casi lo eran sin tener que amanecer junto a una cara gastada por la noche y un cuerpo con tantas imperfecciones como el mío.

Era un amor estéril, lo sé, algo enfermizo, quizá. Pero práctico, eso no me lo pueden negar. Si no recuerdo mal, hice el amor en esos dos añitos con unas 95 mujeres. Muy jóvenes algunas, sin méritos para denominarlas como mujeres; de mi edad otras, las más aburridas; se colaron algunas mamás –siempre eróticas con su superávit feromónico y sus ansias reprimidas dispuestas a vengarse del aburrimiento-; e incluso novicias, ejecutivas de falda gris y medias conteniendo un volcán; varias pijas, de esas que tras la apariencia de coderitas frágiles y pedantes pueden o podrían esconder una bestia ataviada de cuero y provista de látigo…. En fin todos los tópicos convertidos en historias de amor y, cuanto menos, en apasionadas y originales aventuras sexuales que terminaban en eyaculación solitaria pero complaciente.

Esos amores de humo los compartía en aquellos días con una modalidad del amor mucho más peligrosa y dañina: el platónico. Eran momentos en que el olor de aquel amor platónico me alimentaba durante semanas. Revelar en el cuarto oscuro cerca de ella era la antesala a un jardín real, repleto de sorpresas y extravagancias. Creía en el amor, y estaba seguro de que sufrir por él era lo correcto. Inmolarse por esa mujer, es decir hacerse su amigo a regañadientes, se convertía para mi en un ritual diario que mantenía mis complejos poéticos a tono. Como todo amor platónico, al convertirlo en realidad se provoca una suerte de reacción química de miedo escénico, un miedo al amor imposible de controlar cuando se cree a ciegas en ese sentimiento tan voluble.

Eso ocurrió en otro tiempo. Lejano ya. Después… algún amor esporádico, nunca tan satisfactorio. Muchos polvos salteados, nunca tan terapéuticos. Navegaba por el amor con la libertad y la incertidumbre de la deriva, como quien lo busca para demostrar que es necesario. Tuve grandes amores, no puedo ser injusto, pero al fin siempre se tornaban opresivos, posesivos, inquietantes.

Hay en el amor una especie de condena al no fracaso que lo hace pesado y flácido. Reconocer que estás cansado del amor era, hasta que me liberé, una derrota profunda y vergonzante, de las que no puedes reconocer en público, una hemorroides del corazón que, como la del esfínter, pica todo el tiempo, duele cuando utilizas el órgano en cuestión y no puedes compartirlo con nadie, excepto con los hermanos de padecimiento. Igual es el amor, inestable, un poco amanerado en casi todas sus manifestaciones y doloroso cuando se te ocurre darle cancha al corazón y no a los genitales. Empieza lindo, no nos vamos a engañar aquí. Seducción, acaramelamiento, bromas, picardía, provocación, prospección minera en el alma contraria. Esa es la fase del amor garrapiñado. Pero el amor, untado de herencia cristiana, requiere de sacrificios. Individualidad al carajo, intimidad en régimen de visitas controladas, tiempo consagrado al otro o a la otra se desee o no, y compensación en forma de melcocha y de compañía. Fase abducción, definitivamente. Y los amores de calidad evolucionan a las amistades perpetuas. Nos conocemos tanto, nos consentimos y toleramos tanto que no imaginamos un decorado mejor para envejecer y morir. Fase tanatorio.

Al final, todo parece ser un asunto de soledad contra compañía. O de planes eternos versus desprogramación permanente. ¿Cómo no? Todo requiere de sacrificios.
Yo gocé de esos amores en sus dos fases iniciales. Pero siempre, cuando estaba poniendo un pie en la fase tanatorio me pregunté si las cosas deberían ser así, sin más, sin opciones. Fonambulista en el vaivén del placer y la molestia. Incómodo por sentir que no era yo quien hacía el papel sino que era un doble entrenado para las situaciones más difíciles. Él era quien seguía haciendo el amor con cierto aburrimiento y con un afán cumplidor desmedido. Él se esforzaba en decir un te quiero a tiempo y en disfrutar las salidas programadas para romper la rutina de trabajar-dormir-trabajar-tomar un trago-trabajar-soñar-dormir-beso-trabajar-sexo extemporáneo-dormir-dormir-trabajar.

Mientras mi doble se ganaba el salario y mostraba sus mejores cualidades sociales, yo… Yo solo me consolaba siendo espectador de mi vida y de las ajenas. Soñaba con aferrarme a la maleta cuando viajaba por trabajo y quedarme sin planes dos semanas en una ciudad hostil y apenas rozada en la epidermis; miraba a otras mujeres sonreír y contonearse sabiendo que no eran mejores que la de mi vida, pero eran nuevas, diferentes, con otros olores, con otro acento, con una frase distinta para el despertar, con una maña diferente en el amor; miraba libros que yo no había escrito y aventuras que solo planeaba y que nunca realizaba; miraba la revolución lejana queriendo que fuera mía y la insolencia ajena la veía con la excitación del manifestante a punto de romper las vidrieras de una oficina bancaria…

El doble no siempre aguantaba la intensidad de la fase abducción. En esos momentos, requería de mi presencia y relevo. Me reencontraba con mi vida como un torero vegetariano que en el interior no soporta lo que hace pero sin más oficio ni posibilidad de reconocimiento que salir al coso y matar a la bestia negra para que los aplausos y vítores restañaran las heridas de la incoherencia. No me desagradaba tanto. Las mujeres con las que experimenté esta fase se lo merecían. Inteligentes, cariñosas y llenas de amor para mi. Yo, vacío desde hace mucho tiempo y sin drama por ello, mostraba una capacidad de amar absoluta y que no por real era menos fingida. Ahora me doy cuenta. Como de tantas cosas.

El amor es una experiencia cercana a la muerte si no se cauterizan ciertas hemorragias y cuando uno está amando, en ese preciso momento, se confunde la sangre –caliente, amarga y densa- con una piscina olímpica llena con fresco de flor de jamaica -rojo, dulce, refrescante-.
Ahora soy inmortal gracias a mi abstinencia amorosa. No se trata de desamor. No hay que confundirse. El desamor es un fracaso, una decepción, una renuncia forzada, algo parecido a la soledad opresiva del preso en celda de lujo. Mi abstinencia es más bien una irreverencia consciente, ir contracorriente cansado de formar parte del ejército de autómatas que aman porque les toca, que fingen amar para que cuando les toque tener un cuento que echar, que convierten a su amada en caucho maleable que estirar hasta conectarlo con la muerte.
Así las cosas, no me voy a morir, no voy a enterrar mis incertidumbre en un solo amor, en una apuesta sin solución, en una quiniela con 14 posibilidades de 1X2 cuyos partidos nunca acaban… Hoy cumplo cinco años sin amar y por eso lo escribo, para, como el alcohólico que verbaliza su adicción, neutralizar la tentación adictiva de volver a amar. El 28 de enero de 2001, en la habitación 233 de un hotel cualquiera, decidí quererme a mi, no volver a caer en la trampa de amarme a través de una mujer. Reconozco que la decisión fue provocada por un casi amor y ese tiro al larguero me hizo darme cuenta de que pasar la vida tratando de meter la pelota entre tres palos era de una infantilidad patética. Hay que correr demasiado por la cancha, hay que sudar, estirar los músculos a su límite, llorar de la rabia por el pase perdido o por la torpeza mostrada ante 80.000 espectadores. El placer del acierto dura 15 segundos y después te persiguen las estadísticas y la comparaciones durante décadas. Dejé ese juego estéril que cuando ha finalizado te convoca a una nueva cita épica siete días después y que después de años de práctica solo te sirve para contar batallitas del pasado.

Tengo ahora grandes pasiones, planificadas y trabajadas como toda pasión adulta. Juegos breves o largos –algunos se dificultan- que hacen de mi vida una aventura con resultados, con principio y final. No todas las mujeres que pasan por mis sábanas grises participan del juego conscientemente. Las que sí lo hacen son ya parte de mi vida, de mi eternidad, morirán un día, pero no por mi, sino conmigo, muertas de la risa, de la libertad de mandarme al carajo o de renovar en mil besos sin reclamos su elección temporal. Las que siguen atrapadas en la ratonera del amor, mueren un poco en cada orgasmo, en cada fracaso, en cada una de las decepciones que les proporciono sin rubor.

No enumero estos escarceos. Ya no tengo la ansiedad del amor ni la necesidad de acumular breve memoria de momentos gloriosos para sentir que la vida merece la pena. Solo vivo. Y deseo.

8 comentarios:

veronica dijo...

Al protagonista de tu cuento le falta una de las sorpresas de la vida, esas que no se pueden manejar, esas que te dejan en la duda, que tu sabes que si saltas el puente del amor, tal vez sólo te topes con una pared. De esas que te dices a ti mismo, esto es fantasía, te reprimes, no lo quieres sentir ni pensar. Pero en esos minutos que miras las nubes sientes a esa persona, que sólo conoces su voz, su pensar que te parece un espejo y conoces su cuerpo por referencia. Ese amor le hace falta a tu protagonista, porque te da la energía de vivir, esta siempre contigo aunque nunca se concrete en lo carnal.

veronica dijo...

Me encanto la historia, es jugar con los pensamientos. Gracias. Sólo que me lo imaginaba enamorado.....

Paco dijo...

Hola Vero, es una historias de renuncias, no de no haberlo tenido o sentido. me gusta que te haya gustado

Anónimo dijo...

Una historia genial, me ha encantado. Es un tema que siempre da de sí, eso es cierto, con infinitas variaciones, derivaciones y dobles sentidos.
Tengo algo escrito que me gustaría que leyeses, llevo bastante tiempo visitando tu blog pero nunca te había firmado, aunque es cierto que me conoces y dentro de poco, supongo, adivinarás quién soy, a menos que antes de eso te llegue un correo mío...

[i]Ya que quizás la esencia del erotismo no ha estado nunca en cuerpos físicos, sino en todo lo contrario.
Ella negó con la cabeza. No, no ha estado jamás en entes físicos, pero no se puede definir tan fácilmente.
Y se miraron los tres, interrogantes, sumergida hasta la más mínima parte de su cerebro en la intrínseca conversación.

¿Por qué hablamos de esto?
Pero ninguno lo sabía.
Y entonces recordaron, recordaron la herida, recordaron la sangre. Derramada, expuesta. Era estúpido pensar que ese hubiera sido el desencadenante. Pero lo confirmo la siniestra sonrisa de ella. El erotismo siempre había estado en lo oscuro, concluyó, en el dolor, en el desafía, en lo imposible, en las roturas, en los desgarros, en la rabia.Nació allí, y allí habría de morir algún día, en el caso de que esto fuese posible.

Las relaciones humanas son complicadas, siempre lo han sido. Pero, como me dijo un amigo, cuando has vivido una las has vivido todas. Y ellos se conocieron de la forma más usual posible, es cierto, casi todo el mundo se suele conocer a base de presentaciones. Lo inusual es cuando los presentadores desaparecen de escena y se quedan solo los presentados. Y se forja entre ellos una alianza tal que nada más que un nuevo presentado podría desacerla. Pero el nuevo presentado llegó, y allí estaban los tres, desde hacía ya muchos años, en un baile infinito al son de las palabras de pasión y ansia desesperadas.

Ella se levantó, desnuda como estaba, y se deslizó descalza hasta la encimera de la cocina. ¿El placer en el dolor?, le preguntó la segunda voz. No sé, no sé, respondió con voz trémula, agotada por el esfuerzo. Porque si bien su relación había sido un remolino frenético desde el comienzo, eso traía sus consecuencias. Desde el viaje a Suíza, pasando por las discusiones con padres y familiares, habían optado por recluirse del mundo en una pequeña burbuja de cien metros cuadrados.

Y allí seguían, en su universo de eternidad lúgubre, cubiertos siempre por ese halo de lujuria inconstante que siempre acababa en algún grito de dolor desenfrenado. Dolor que era buscado una y otra vez, incansablemente. Durante décadas.[/i]

Paco dijo...

NO sé quién eres náyade, pero tratándose de una ninfa acuática y de mi poca intuición tardaré en adivinar el acertijo. Muy bueno este texto.. ¿es tuyo?
Por la encimera de la cocina eres del otro lado del Océano, ya veremos.
Gracias por leer y por estar

César-in dijo...

Bueno, mi bro... veo que sólo chicas inundan el espacio de tus comentarios, jejeje...
Y todo cuento, ficción dicen que parte siendo anclado en la realidad. Sobre todo cuando la realidad nos toca la puerta cada día en horas imprudentes, que no deja dormir.

Paco Gómez Nadal dijo...

Ay bro.. somos solos una banda de locos escribiendo nuestras huellas. Es bueno sentirte por ahí...

Anónimo dijo...

"El amor es un instante" Alguien dijo una vez. Yo me atrevo más bien a compararlo con una paradoja sin pretender definirlo como tal (¿Se puede definir algo después del amor? ¿O antes?).

Si la cita de arriba posee alguna certitud, el amor cumple con la contradicción necesaria para convertirse en un objeto paradójico.

Es un instante permanente, con el despertar suficiente como para mandar al carajo la dimensión temporal y Magritte lo sabía muy bien. El objeto del deseo se va. El deseo no. Y cuando lo vivimos nos damos cuenta que siempre estuvo allí, desde antes de nacer.

¿Que si se autorefiere? ¿Habrá algo más incapaz de encontrar una correspondencia signifativa o simbólica que el amor? Puede algo o alguien integrar metonímicamente su parte por el todo? ¿Como tus 95 mujeres en un período de 2 años terrestres 'conscientes'?

Que si es un círculo vicioso... sin duda. Por ello es "una experiencia cercana a la muerte" En él morimos para seguir viviendo.Y si no pregúntale a Lacan.

Entonces alégrate, Paco, de tocar por ti y en ti mismo ese milagro tan escudriñado en tus semejantes. Pensar en otro método es autoengaño.

Lo ocurrido ese 28 de enero de 2001 te inició en aquel estado imposible de limitarlo en una imágen acústica (amor en tu idioma materno)y es por ello que no puedes 'amar' más, o al menos como comúnmente lo asimilamos.

Total si es polvo de semen o de estrellas, ¿Habrá diferencia? Tú ya encontraste la respuesta y eso te distingue profundamente de muchos seres humanos.

Mi conclusión: si te quieres tanto y te satisfaces con el hombre que hoy eres, agradécele a cada una de esas mujeres fantasmas, novias, esposas, amantes, hermanas, madres, colegas, transeúntes, entrevistadas y pupilas que en el camino de la vida te condujeron a entrar en la órbita de lo trascendental, donde espacio y tiempo se desvanecen para siempre. Es "cuestión de no morir" para seguir viviendo: la paradoja perfecta de la vida.

Te saludo y me despido luego de este desasosiego dominguero, que empezó con una habitual visita a Rebelión y termina en este inesperado blog. Y como tampoco pretendo morir en vulgares reflejos condicionados, he preferido escribirte en el más paradójico anonimato.