7/12/08

El camino a la SABIDURÍA

"El pasado que me espera" trataba de buscar a Jaime en Google. He aquí la prueba de que no todas las sabidurías están en red. Reproduzco acá como fue el encuentro con Jaime.



La televisión de Jaime Jumí es inmensa. La pantalla mide unos tres metros por un metro y medio. A través de ella, Jaime puede ver el mundo que en parte ha perdido y mostrarle a sus hijos de dónde proceden. En la familia Jumí, de algún modo, están obsesionados con esta inmensa pantalla de plasma verdoso que sólo sintoniza un canal. La mantienen prendida 24 horas al día y suelen comer frente a ella. Los hombres forman un semicírculo respetuoso en sillas de plástico de diferentes colores. Los pies descalzos, pantalones cortos de tantos colores como las sillas, torsos desnudos, imberbes, piel tierra, ojos tierra. Las mujeres se mantienen a una prudente distancia, sentadas sobre las tablas de madera que forman el piso levitante del tambo familiar. La madre es el centro geodésico de este grupo presente por encima de las jerarquías. Junto a ellas, los más pequeños apuran con el tenedor que forman los dedos la pequeña ración de huevo con plátano frito.

Todos miran a la pantalla como si la programación fuera siempre interesante. Gracias a ella pueden seguir distinguiendo los centenares de tonalidades verdes de la selva, imaginan a los jai jugueteando o provocando enfermedades aquí y allá, recuerdan la infancia feliz junto al río Tolo y afinan el oído para que los sonidos de las aves marquen el ritmo del tiempo interrumpido hace siglos.

La televisión de los Jumí es un roto en la pared curvada de su tambo y cuando llega el extraño todos saludan sin quitar la vista, sucesivamente, del plato donde se dispersa el huevo revuelto y de la inmensa ventana que contrasta con la ausencia de similares en el resto de la casa y con la puerta autista que existe sólo para pasar a través de ella.

Un indígena emberá en la ciudad es como un caimán en el desierto: nada que hacer. La naturaleza es su alimento, su origen y lo que da sentido a sus vidas. La naturaleza empieza a doscientos metros de la casa de Jumí, donde el sonido de la ciudad se apaga en el colchón de labia.

Para llegar acá, el desvencijado taxi ha recorrido cinco barrios de Quibdo, pasando del centro repleto de edificaciones de un cemento humedecido hasta perder su esencia, a unas aglomeraciones de casas de madera que repletan los cerros suaves que rodean la ciudad. El taxista ha pasado por encima de 1.500 baches con tal naturalidad y mutismo que se hace evidente la costumbre. Cuando el coche se acerca a la casa de los Jumí, la neumonía terminal del motor es silenciada por los picós, los elefantiásicos equipos de sonido que se agolpan sin norma ni sentido en los barrios más empobrecidos habitados por los afrocolombianos olvidados en esta esquina del universo.

Bostezo sin parar porque, de hecho, la noche estuvo marcada por un picó. Los vecinos del lugar donde trataba de dormir, a pesar del calor y gracias a los tragos de ron comprometidos y compartidos con dos buenos amigos, habían empezado su silenciosa fiesta a las siete de la tarde del sábado y hoy, domingo, a las siete de la mañana seguían igual: sentados uno al lado de otro, sin hablar, con unos altavoces más grandes que ellos a menos de 20 centímetros de los anestesiados cuerpos, transpirando aguardiente y gastando así las pocas horas de amnesia que pueden permitirse cada semana. La música rascante de los picós siempre me ha inquietado. Nunca he sabido si los chocoanos la escuchan para alegrarse o para entristecerse. Quizá es a mí a quien le produce una inmensa tristeza no digerida. Es mi problema, no el de ellos.

El sonido de dientes afilados del picó me hace aterrizar de sopentón en el sentido de mi viaje de dudas y me doy cuenta de que hemos llegado al destino. Los parlantes están pegados a la casa de Jaime Jumí, el aprendiz de Jaibaná que ha accedido a hablar con este blanco porque, por una vez, el tema de conversación no son las costumbres indígenas. No se trata de hacer una radiografía antropológica-etnográfica sobre su etnia, ni sobre su familia, ni sobre sus mitos, ni sobre sus cantos, ni sobre sus jai. El blanco es el blanco por fin. El juego consiste en cambiar los papeles, en que, al menos por esta vez, Jaime sea el antropólogo y el intruso un representante de la etnia a escrutar: la occidental.

Los jaibanás son chamanes, pero no corresponden al imaginario occidental de lo que es un chamán. No son designados por ninguna entidad supranatural, no son los jefes de la comunidad, no son médicos, no son yerbateros. Puede ser todo esto o una sola cosa a la vez, o ninguna de ellas. Extrañamente, el jaibaná lo es porque lo quiere ser. Es posible que el jaibaná sepa que lo es por revelación, pero son los casos más escasos. Normalmente, como en el caso de Jaime, se trata de una decisión personal. Este paso llega después de un proceso difícil y doloroso en el que las amenazas de los jai (que una traducción simplificada los llamaría espíritus) obligan a la víctima a convertirse en jaibaná para tener una familia de jai bajo su control, con los que se comunica y que pueden defenderlo de los jai que lo retan.

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Jaime ha llegado a este punto por una convicción que va más allá de lo espiritual. Intentó ayudar a su amenazado y disperso pueblo desde los movimientos sociales, después desde la política y, tras comprobar las amenazas de una y otra vía (nada espirituales por cierto), consideró que la mejor manera era aprender este rol social en vías de extinción debido a las décadas de ´blanqueo´ que sufrieron los indígenas en los internados católicos en los que estudiaban.
Los primeros minutos en el tambo de los Jumí son difíciles. Noto, clavada en mi espalda, la mirada de la esposa del aprendiz de jaibaná, Herlina Cabrera. La de su hija de 10 años y hasta las del niño de 3 años y el nieto gateador. En el teatro de sillas plásticas, donde me han abierto un espacio, el desayuno aún marca el ritmo de una mañana todavía fresca en esta sofocante ciudad que siempre merma mi voluntad a punta de grados y de humedad conforme avanza el día. Cuando no hay más que rascar en el plato, el hijo mayor de Jaime y otro indígena, desaparecen de escena. Quedamos los dos. Si Jaime desconfía de mí, la sensación que yo tengo no es diferente. Para romper el hielo le entrego el regalo que traigo para la familia: una caja de dulces artesanos del departamento de Santander.

- ¿Y los espejitos?
- ¿Qué espejitos?
- Hombre, con los que nos han engañado siempre- me escupe Jaime con una sonrisa medio esbozada.
- ¿Y el oro?, le respondo sin dar tiempo a la guasa.
- ¿Qué oro?
- ¡Ah no¡ Si no queda oro me largo…

El sarcasmo mutuo hace que el ambiente se relaje y que podamos mirar juntos el televisor de Jumí. Mi eterna sorpresa por la grandeza de la selva chocoana no sorprende a Jaime, lo que lo inquieta es nuestra incapacidad para escucharla.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué hermosa narración, Paco.
Por un momento, pude asomarme,
a hurtadillas, dentro de ese tambo, la espalda erizada ante
la invisible presencia de los jai...y el abrumador verdor de
la inmutable, lujuriante selva...
Y Jaime, quien ya no cree en espejitos, pero que sí sabe que el
oro corrompe hoy, tanto o más que ayer...

Jaime Jumí me recordó a José Joaquín Domicó, el imponente
Janyama, que narra sus vivencias
en ese libro de la Editorial Universidad de Antioquia, cuyo
nombre copio: Janyama, Un aprendiz
de jaibaná, que tú me obsequiaras.
Quizás puedan conseguirlo en
librerías al otro lado del océano,
porque en Google... los veo mal...
Y seguiremos en pos de la sabiduría, que no obtendremos
en la escuela... Tal vez si permaneciéramos un rato callados,
escuchando o escuchándonos, volteados hacia adentro, buscándonos, sin temer al reencuentro...tal vez...

Anónimo dijo...

Leí esto hace mucho tiempo. Como te dije en su momento, creo, es impresionante. Lo desválidos que nos pueden dejar ciertas personas...

Araceli Esteves dijo...

Gracias por profundizar en el retrato de Jaime Jumí.

Paco Gómez Nadal dijo...

Por desgracia, los que cremos en espejitos somos ahora las y los occidentales. Los espejitos del llamado "desarrollo", los del "progreso" o los del del "éxito" personal cifrado en casas, carros y cosas mil.
Ahí seguimos, en otras invasiones. Y todas, siempre, son bárbaras.

Anónimo dijo...

Paco: Muy cierto lo que dices:
nos deslumbra el centelleo de esos
espejos, nos mesmeriza, obnubila
y embrutece...Hemos perdido el
rumbo, nuestras brújulas carecen
de norte, ya...

César-in dijo...

Oro, quería el cabrón.
Estoy en Potosí, donde millones de historias en que ni espejitos les dieron para llevarse todo. Y cuando digo todo, casi que me atrevo a decir incluso la dignidad con que al menos se excusaba la inocencia.
Veo en las calles los rostros curtidos por el clima, el taxista tratando de ver si por gringo te roba 50 centavos de dólar, y el vendedor o vendedora de la calle que ofrece gorros con el logotipo de NIKE en 1 dólar más de lo que sabe que vale.
Y en el horizonte, el Cerro Rico, exprimido hasta más no poder, ahora arroja minerales que en el mercado internacional no pesan lo que antes.
De todos modos sólo acabo de llegar. La gente sigue siendo amable. Sigue sonriendo ante una palabra cómica. Sigue mirando con recelo, pero con ganas de ser quién gane, aunque sean unos cuantos centavos...
¿Deliro? ¡Tal vez, mi hermano! A veces la resistencia se resiste a seguir el camino correcto.