11/10/08

Cuentico para esta tarde lluviosa, gris, casi blanca



Lo que cuenta


¿Cuál era esa canción que ella me susurraba para ponerme nervioso?

"Ay, Nicaragua, Nicaragüita / recibe como prenda de amor / este ramo de siemprevivas y jilinjoches / que hoy florecen para vos"

Y yo me partía en dos. En tres. En todas las divisiones que no era capaz de recordar del colegio. Me lo canturreaba en aquel local destartalado de la Plaza Dos de Mayo, mientras bebíamos ron de dudoso origen y empaque legal, mientras la camarera, habituada a algunos escarceos silencioso conmigo en el baño, me miraba de reojo contradiciendo su promesa de libertad.
Le preguntaba yo… a ella: "¿Cómo se llama el que lo canta?". "Carlos Mejía Godoy". Y una sonrisa tan única como lacerante se le dibujaba en el rostro. Una mezcla de ternura y compasión por esta mi alma de entregada a ella, tan ignorante, a la que conocí tan solo 12 horas antes.

“¡A mi qué coño me importa Nicaragua!". El enfermero era realmente cabrón. Me jodía por cualquier cosa, rabioso de tener que limpiar la mierda a este niño bien que ha entrado en una de esas crisis insoportables de la clase media. "!A mi qué coño me importa tu princesa!". A nadie le importaba mi Princesa, esa que todos negaban y que yo defendía por culpa de una luna prestada.

Aquellas 38 horas fueron como un trip. Creo que no hubo ni un minuto en que mis ojos se apartaran de ella. Ni cuando caminamos por la Calle de La Palma, ni cuando, como en una broma del destino, nos besamos en la Calle del Acuerdo, ni cuando hicimos el amor en mi apartamento de la Calle de Amaniel, ni cuando desayunamos en el Bar Selva de la Plaza de los Mostenses la mañana siguiente, ni cuando fuimos a comprar una botella de ron a El Sol Sale para Todos, ni cuando le leí mis poemas en el imposible balcón que me conectaba con el mundo, ni cuando me dijo que se iba al día siguiente, ni cuando mentamos a la suerte por provocar este encuentro para el desencuentro… Mis ojos estuvieron bien abiertos. Traté de no pestañear, de no perder ni un instante, ni un milímetro de su piel, de su sonrisa…
Hacía años que me dedicaba a pintar rostros desconocidos. Trataba de ubicar con el carboncillo las coordenadas de mis necesidades. Poco a poco fui vislumbrando su rostro, sus cejas en fuga, sus labios diminutos y malcriados. La luz de sus ojos cuando hablaba del mundo por reconstruir también logré dibujarla. Y el tremor de sus párpados. Hasta los hoyuelos mal ubicado que hacía de sus carrillos unos pulmones de esperanza.

"¡Niñato, o te tomas las pastillas o dejo que te cagues todo el día!". Me cagaba todo el día, porque no podía aceptar que todo fuera un espejismo. Cuando me dieron las primeras pastillas mezcladas con el zumo de naranja mi comportamiento ya se había tornado agresivo. Es cierto. No fue voluntario. Las preguntas. Las preguntas. Tantas preguntas ridículas para las que no tenía respuesta. Y ese gesto torcido de todos. Esa mirada de incredulidad, de "pobre niño", de "en qué nos equivocamos", de "por qué tenía que pasar esto en la familia". "Mira hijo de puta, estoy harto de ti y de tu mierda… toma las putas pastillas si no quieres que volvamos a la bañera". El agua fría. Cuando me lanzaban a esa bañera de dolor, miles de punzones se me clavaban en la piel y mi voluntad, si alguna vez fue, se hacía ausente. El método era eficiente, excepto para olvidarla. No para eso. "Ay Nicaragua, nicaragüita".

¿Cómo te llamas Princesa? Al llamarla así la hice única en su delgadez, en sus aretes grandes –"los míos siempre suenan"- . Solo me respondió: "Tu vida, me llamo tu vida". No pregunté más, el juego era el que yo quería y su fuerza la que yo necesitaba. No respondía su aspecto a lo que prometía. Me contó que al día siguiente marchaba a Nicaragua. "De cooperante, ya sabes, turismo social pagado por el gobierno". Pero luego desplegó todos los argumentos políticos que le usurpaban el denominador de turista, de cualquier tipo de turista. Entregado a su magia, no pregunté nada más, ni un dónde vas, ni un qué vas a hacer. Era mi Princesa y en su luz se resumía casi todo. Su voz era la banda sonora que mi alma buscaba y su respiración, el latido de mi corazón trasplantado en otro cuerpo. Follamos, aunque yo no lo definiría así. Ella se enmendaba en cada beso y yo me sentía en un altar nahualt o alguna cosa de esas: tan misteriosa como real, tan necesaria como muerta en el tiempo. Follamos tanto que disputábamos el tiempo a la palabra. Nos contábamos nuestras ansias como quien hace la lista de la compra: leche, papel higiénico, la revolución, pasta de dientes, el amor único, algodón y atardeceres sin fin. Los tópicos nos servían para sentirnos seguros y en la seguridad la certeza de una despedida.

Dos meses. Considero que en dos meses el muchacho debe salir de este estadio de ilusión. Así les dijo el cabrón y mis padres lo creyeron. En una mezcla entre resignación y felicidad de quitarse un muerto de encima, planificaron todos juntos el desayuno del fin y el principio de mi tratamiento. Nunca comprendieron que la luna tiene el poder de la evocación y que yo, ensimismado en sus labios, no podía rechazar la propuesta. Había escuchado una vez la historia de un nómada del desierto del Sahara. Allá, en ese mar de arena que nunca conoceré, el pastor merodeaba las dunas como quien acecha una esquina, entre la vergüenza y la ansiedad. En las madrugadas, cuando el viento no permitía ni el sueño ni la vigilia, el nómada enturbantado subía a la cresta de la ola de arena y allí, concentrado en ese cielo sin excusas, buscaba su constelación. Sólo él la conocía. "Me conecta con ella", decía el pastor y, justo en ese momento, aparecía. Informe, propia, casi ausente. El túnel celeste que le conectaba con la única amada, la imposible, la que, siempre lejos, pertenecía a otro hombre y a otra vida. "Es suficiente". Y la certeza de la conexión estelar era bálsamo para las rasgaduras provocadas por el astillamiento en el corazón.

La noche en que mi tío me invitó a pescar a orillas del mediterráneo no era especial. Había pasado un tiempo, 26 días exactamente, desde que mi vida había partido a esa malparida Nicaragua, nicaragüita. Ni un correo, ni un mensaje, ninguna botella que aliviase a este naufrago de un amor tan breve como imprescindible.
El mar era un insulto. El plateado de sus rizos borraba la sombra de lo humano y lo convertía en laguna de anhelos imposibles. Mi tío nunca habló mucho y no iba a ser esta la excepción. Callados. Al vaivén de los pellizcos del mar, pasamos horas expuestos a la oscuridad. Las nubes decidieron abrir un orificio en la noche y apareció. La luna y mi vida. Cada sombra, un pliegue. Cada reflejo, una sonrisa.
Rompí el silencio.

"A ver hijo de puta, vas a dejar ya de fingir o quieres seguir llamando la atención". Ajusta la camisa y cierra la puerta. Yo sigo callado porque hablar me costó el encierro y la imposibilidad de buscarla.

Cuando comencé ha hablar dejé de estar. Ni estudios, ni reuniones familiares, ni estúpidos amigos. "Ay Nicaragua, nicaragüita". Tengo que ir. Y como por qué, a buscar a quién. Y no sé. Cómo se llama. No sé. Dónde la conociste. En la Calle del Acuerdo. Y donde vive su familia. No sé. Y por qué le prometiste amor. Cualquier otra cosa habría sido la muerte.
No. No lo entendieron. Yo tampoco. Sin fotos, sin nombre y sin historia, mi vida era solo mía y el resto del mundo, imagino, no tenía porqué vivirla, ni beberla. No. Golpeé a Raúl, harto de sus bromas. Quemé mi colchón en la calle Amaniel. Pegué al camarero del Hotel California en la Calle de La Palma porque no recordaba sus ojos. No pude. La luna me regalo esa noche tantos besos que no pude soportar que menguara, su desaparición, la traición de la partida.

"¡A ver niñato!, ¿Quieres que venga tu mami o me dejas que te cambie esa ropa apestosa?". Este cabrón me la tiene jurada. Habla y no lo escucho, pero insiste en que en Aluche esto sería una mariconada. Que a nadie internan por amor, que cuál es la pendejada, hombre. Lo miro y un reguero de saliva marca mi derrota.

Cómo me encontró es asunto de estudio, pero me encontró. La droga que me negaba a consumir pero que me metían por el culo en la noche, con la cara contra el colchón y las piernas abiertas por el de Aluche, nublaba la luna. No. No la pude reconocer.
Lloró.
Lloró por no ser nadie, por no poder salvarme. Lloré, incapaz de decir lo que mi corazón me dictaba en voz alta. La boca, convertida en corcho, se me secó, impidió que las palabras que se agolpaban en mi garganta salieran."Te he extrañado tanto Princesa. Nadie me escucha, están sordos y yo soy un mudo que no aprendió jamás de signos ni entuertos". Me miraba entre lágrimas preguntándose como podía ser que el Mejía Godoy le hubiera hecho esto. Mis cuerdas vocales solo alcanzaron a tararear la música de Nicaragua, nicaragüita. Y se fue, reconfortada por el cabrón de Aluche. El mismo que nunca contó que existía, que vino, que me miró y que lloró. Lo que no se cuenta, no existe.

Ahora lloro y ya es tarde. Demasiados años y demasiado dócil con las pastillas.

"A ver chaval, tranquilo que te limpio la mierda".

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