14/7/09

Olvido, velocidad y despeine

EL MALCONTENTO

Elogio a la lentitud

Paco Gómez Nadal
paco@prensa.com

Llevo un buen rato parado. No estático, sino inactivo, tratando de no hacer nada para detener el tiempo. Y es que, aquejado de un vértigo inducido, el ser humano de nuestro siglo tiene el peligro de olvidar quién es en una amalgama de actividades y entretenimientos que lo excluyen del entendimiento.

Acá, parado se ve todo mejor. Un móvil colgado en el balcón de unos vecinos marca mi tiempo en estos días: armónico, lento, telúrico, casi un mantra recetado para invocar y frenar. Kundera escribió que el “grado de rapidez es directamente proporcional a la intensidad del olvido”. Rápido, rápido, que no nos atrape el recuerdo, que los acontecimientos no tengan posibilidad de echar raíces, que la polvareda que provocan nuestros neumáticos envuelva todo en una nebulosa incierta…

Observo con calma el libro de fotografías tejido por un viejo conocido que dedicó 18 años de su vida a capturar instantes de un solo espacio. El resultado es inquietante por inusual en tiempos en que se escribe un libro en un suspiro y al suspirar todo lo que contiene se deshace en polvo anodino. Y… como motores imprescindibles de esta velocidad amnésica, los medios de comunicación. Explica de manera magistral Pablo Fernández Christlieb que “(…) con la implantación de la rapidez, la historia se pulveriza en una sucesión de eventos anodinos: este tipo de historia se llama noticiero, que consiste precisamente en la presentación de sucesos hecha con atomizador, una ráfaga de datitos impactantes, de preferencia espeluznantes, que tiene la doble ventaja de que uno se puede informar de lo que pasa en el mundo e inmediatamente se puede olvidar de lo que pasó”. “La vida ya no acontece: solo acaece”.

Uno, que ha vivido y vive de contar o que acaece, sabe además que todo está aliñado con una serie de mitos fundacionales del periodismo: la falsa objetividad, los textos cortos (“porque el público ya no lee”), el directo engañoso, las exclusivas, el monopolio de la verdad… No narramos, solo hacemos listados de sucesos incapaces de interpretarlos o tan siquiera entenderlos.

Acá, parado, me entra el vértigo al pensar en el olvido y la manipulación: un golpe de Estado en Honduras que los articulistas de la derecha rancia latinoamericana justifican con argumentos pueriles (buena la interpretación-posición de Boby Eisenmann) que ya no está en primera página; la sangría brutal en la Amazonía peruana de la que ya no sabemos nada más, tan fugaz como un ceviche; los cientos de muertos mensuales de Irak o de Pakistán; las estúpidas muertes africanas; el drama de unos cientos de indígenas nasos en Panamá que por largo en el tiempo genera olvido; el demencial espectáculo mediático con cada muerto encontrado en la cuneta; la corrupción acumulada en una lista interminable de casos que por amplia no permite que la retengamos…

Günther Anders tenía razón cuando indicaba que el mal de nuestro tiempo es la pobreza de nuestra imaginación, incapaz de visualizar las consecuencias de nuestros actos como seres humanos –¿cuáles son las terribles consecuencias de todos esos acontecimientos olvidados?–. Esa incapacidad genera un autoextrañamiento, un sentir que nada tiene que ver con nosotros, un olvido de la condición de miembros de esta sociedad. Si no, pregunten a los miles de ciudadanos que han sido asaltados en sus impuestos y en su buena fe en la magna obra de la cinta costera y que sin embargo la visitan en masa para disfrutar un poco de la contaminación de los carros, el mal olor de la bahía, el deporte de riesgo de atravesar seis carriles esquivando diablos rojos y para llenar de basura unos jardines con forma de campo de golf que nadie quiere cuidar. Velocidad, rapidez, acontecimientos que se suceden y que convierten los escándalos en pequeños cabreos matutinos que con el anochecer se diluyen en el sancocho del olvido.

Acá, parado en el silencio, intuyo que el problema no es de palabras o de contenidos, sino de la velocidad a la que estos pasan. El genio Le Corbusier aseguraba en 1924 –como recuerda Pablo Fernández– que la velocidad citadina es de “16 kilómetros por hora” ya que esta es aún una velocidad gentil, acorde con los pies, los ojos y los pensamientos de la gente. Esa es la velocidad media de una bicicleta y nosotros, estimados lectores, nos empeñamos en vivir a la velocidad de los trasbordadores espaciales.

1 comentario:

iliamehoy dijo...

Será la edad, o el hastío pero ya no me seduce la velocidad; en realidad nunca me gustó...pero ahora llevo mi tiempo sin sentir vértigo.
Indescriptibles las sensaciones que se me desprenden tras su lectura; esa vida en titulares que apenas si terminamos de leer, permiten deslizarse sin tener la sensación de que alguno nos agarre y ponga a prueba nuestras emociones.
Un buen lugar para aprender, ese espacio.
Una sonrisa lenta