23/9/08

Cuentico de otoño en tierras sin estaciones

Versos de pelo y cuello

Soy poeta. De las mejores. Mi cabeza, o mi estómago, no lo tengo muy claro, produce versos de "belleza extraña", de "ilógica cautivante", de "lenguaje popular y sofisticado" –un sofisma para otros, un fluir para mi-. Eso han escrito los críticos de mi, esta mujer de rostro tan perforado como su corazón. Mis manos, de dedos delgados pero con la dureza que podría haberles dado trabajar en el campo si lo hubieran hecho. Mi pelo, crespo, enfadado siempre con el aire y con el mundo. Mis ojos, dos tristezas encajadas en una cara asustada por lo que no puede asir.
Él me dijo que se enamoró de ese pelo. Y del cuello invisible, del que adivinó, del que imaginó en un autobús nocturno repleto de vidas perdidas y de olores insanos. Allí, con la penumbra como linterna y con el ansia como destino, Él se enamoró de mi pelo. Y de mi cuello. Tuvo un comportamiento errático, extraño. No hizo el amor con mi pelo enredado entre sus dedos, ni sujetando mi nuca para evitar que el placer rompiera mi verticalidad. Se acostó con mi amiga, esa negra bella, provocadora y simple que además de ser divertida y picante tenía 10 años menos que yo. Quiso acostarse más veces con ella, pero mi pelo, y mi cuello, se cruzaron en su camino. Si me concentro más y recuerdo aquellas circunstancias diría que los que se cruzaron en su camino, y en el de mi amiga, fueron mis versos. Siempre han tenido vida propia y toman decisiones por mi de forma dictatorial. Unas veces decidieron ser amantes secretos de hombres casados y de esas torrenciales noches surgieron otros versos, bellos, retorcidos, adoloridos por el ejercicio de la mentira y la pasión. Otras, jugaron a ser víctimas de hombres crueles, machos convencidos de que proporcionando dolor mantendrían cautiva a esta poeta y que los versos paridos en esas camas sudadas y violentas serían su pasaporte a una cadena perpetua de heridas restañadas con la sutura de su sexo duro y torpe. Una vez, incluso, necesitados los versos como estaban de nuevos alientos, decidieron amar a una mujer menuda y revoltosa que abría mis piernas para arrancarme con la lengua versos de calidez, de comprensión e intimidad casi insultantes. Son, de hecho, algunos de los que han sonsacado más lágrimas y buenas críticas a los pocos lectores que leyeron lo que nació en esas noches de caricias infinitas, en esos juegos en los que la ausencia de falo se convertía en garantía de imaginación y búsquedas tan profundas que me provocaron algún orgasmo en órganos que no conocía y que ya olvidé.
Mis versos siempre han sido así y Él fue el único que, después de lamerlos, de acariciarlos, de sobarlos en el frío y de airearlos en el calor, descubrió que ellos eran independientes y que yo, la poeta linda de cuyo pelo –y cuello- se había enamorado no llegaba ni a los talones de esos versos arrítmicos, vulgares, tormentosos y lacerantes con los que cada día hacía menos el amor para provocarlos, para obligarlos a ser más descarnados, más tristes, más poéticos aún.
No hay razón para que los versos se nos parezcan ¿o sí? Alejandra Pizarnik no era sus versos. No pudo soportar la dicotomía y una vez se hizo ellos hasta matarse. Yo sí lo soporto. Ser coherente con nuestros versos es lo más parecido a la vulgaridad, a la normalidad. Escribir sobre lo que somos es como repetir el cuento, reconocer algo bello o lamentable en lo vivido para convertirlo en verso podrido de tópicos. Si forzamos nuestra vida para hacerla poética entonces nos vamos acercando al precipicio, porque cada vez seremos más extremos, más suicidas en la búsqueda de experiencias poéticas, fracasadas, siempre abocadas a esa melancolía literaria incompatible con la alegría de vivir.
Por eso aprendí a escribir de otra, de otra cosa y de otra vida. La que vivía por dentro y la que no estaba dispuesta a compartir con nadie. Ni siquiera con Él. De la vida de alegrías privadas cuando alguien o algo me provocaba, me obligaba a salir de mi cuarto sin ventanas y repleto de hongos para oler la primavera, o para revolcarme en el otoño negando la tristeza pareja de la llovizna de octubre. De la vida, también es verdad, de dolores engavetados al sentir el aliento de ese otro brutal que no respetó a la niña ni a la hija, que descargó sus frustraciones, su vida de mierda, en aquel cuerpo tan frágil como el de hoy pero con menos trincheras secretas. Nunca fue dolor público porque no estaba dispuesta a concederle esa alegría a ese otro brutal.
Nadie supo nunca lo que dentro de mi se cocía a fuego lento aprendido de mi abuela y de sus artimañas de superviviente. O todo el mundo lo supo pero sin poderlo hacer coincidir con la poeta que conocían en un acto o en una fiesta repleta de marihuana y de risas tan artificiales como necesarias. Nadie husmea hoy en esta mujer concentrada en empatar dos puntitas de cuero para identificar a aquella que algún día contó lo que su boca no podía convertir en verbo pero sí en verso.
La poesía, espejo para lo no existente, me sirvió durante años para no ser. Cuando algún lector intenso me preguntaba por las motivaciones de mis versos, por mis fuentes de inspiración, yo, tequila en mano y muslos apretados, le juraba que esos versos no eran míos y que su única posibilidad de conocer a la autora era pasar por mi lengua, por mis dedos duros y ásperos como antesala a un encuentro con esa mujer ya mítica por lenguaraz y provocadora. No todos, no todas, aceptaban el reto y perdían esa posibilidad, dosificada por mi y atragantada en ellos.
Él entendió parte del juego, pero creyó adivinar un subconsciente consciente en mí, una maquinación poética que estaba alejada de la verdad. Por eso lo dejé. O me dejó él. Eso no importa. Ese final produjo los dos últimos versos que escribí, que escribiré jamás. Sigo siendo poeta, sin duda, y de las mejores. Ahora los versos se agolpan en mi memoria, entre los mechones de pelo negro que un día lo cautivaron y sobre el cuello que Él soñó eterno, inabarcable. Nadie los volverá a leer, ellos no volverán a involucrarse con la fragilidad y la infidelidad del lector, incapaz de dejar libres a mis versos, empeñado en darles un significado, su significado. Quien quiera leerlos, me deberá leer a mi.

2 comentarios:

veronica dijo...

Volviendo de mis insomnios.
Paco:Pudé viajar con tu cuentito desde la melancolía de la poesía, que no termino de leer cuando llega muy cerca de mis sentimientos apretados en una maleta en un rincón del patio trasero de mi corazón. Sentí ePude viajar a mi país y sentir el olor a tierra mojada en primavera, viajé al recuerdo de la partida de alguien que no debió haber partido a los 36 y me enlace en los brazos de los amantes que he tenido y de los que nunca podré tener, pero que siempre me ayudan a parir las hojas de mi diario de vida. Gracias.

Paco Gómez Nadal dijo...

si un cuento preñado de recuerdos te han permitido esos viajes... ya, tiene sentido escribir. Gracias a ti por leer verónica