15/9/08

Cuentico de septiembre

unronparaestefantasma

No existir es tarea de forense. No por un asunto de necropsias o de investigación criminalística en busca de las huellas de la muerte o de la vida suspendida. No. No se trata de esto. No existir se logra a punta de un delicado trabajo de forense. Un forense, eso sí, que borra huellas en lugar de buscarlas, que evita que la identidad, en el dudoso caso de existir, quede costreñida en identificaciones o fichas minuciosas.
Yo soy forense. De mí mismo, eso sí. Ciertos conocimientos especializados no son para compartir en estos tiempos. Si alguien aprendiera el secreto, las técnicas, los procedimientos para dejar de existir, podría sembrarse una moda de ausencias, un querer dejar de ser que amenazaría la estupidez humana, esa que hace que sigamos empujando el carro aunque sabemos que nos lleva a un precipicio de interrogantes.
La afición por esta ciencia de la nada comenzó frente a la mesa de una oficial de banco. Vestida de traje de sastre, con una blusa azulada nueva, y una piel asomando que desafiaba las normas ISO de la institución, la joven tecleaba los códigos de la sabiduría bancaria para estar segura de si yo, el potencial cliente de sonrisa nerviosa, podía entrar al parnaso de los créditos.
Ya saben cómo funciona. Uno ingresa en estado nervioso a un banco, dispuesto a pasar el examen que le dará acceso al mundo de la comodidad y de lo propio y sale con una hipoteca clavada en la sexta vértebra, por la que tendrá que penar durante 30 años y sin la escritura de la propiedad: uno solo es dueño de la hipoteca.
La oficial sonreía de una manera tan falsa como la mía. La espalda recta como la de bailarina en audición, los labios carnosos como para buscar empleo en negocios menos lícitos, las manos con unas uñas perfiladas con esmalte barato pero capaz de resistir los embates de la cotidianidad.
Las preguntas sobre mis ingresos o sobre las mañas que utilizo para sostener mi responsabilidad eran incómodas. Sentía como si las uñas lacadas de mi inquisidora estuvieran hurgando debajo de mis testículos, acercándose a mis sensores inconfesados. La miraba con una mezcla de pudor y de asco, un poco violado, un poco deseado.
Después de los minutos de información y teclas, la oficial me transmitió tranquilidad: tenía todas las posibilidades, solo se demoraría unos minutos en darme la lista de documentos que debía presentar. No mintió, en instantes regresó formulario en ristre y lista amenazante solapada.
Confesó sus secretos positivos. Que después de cruzada la información ya sabía que yo no tenía nada mío, que hacía tres años, dos meses y unos días que no recuerdo se registraba un atraso en el pago de mi tarjeta de crédito por 4 dólares y 37 centavos –nada grave, agregó-, que mi récord policivo era tan aburrido como una novela de dinosaurios y que, era una esperanza para el país por la beca que alguna vez tuve para estudiar en uno de esos países fríos donde saben todo y aplican tan poco.
Algo, alguien, algo me agarró el intestino. Presionó fuerte y con seguridad. El dolor casi me dobla, pero mantuve la dignidad. Alcancé a preguntar cómo podía saber tanto sobre mí. Alcanzó a confesarme que esa era una mínima parte de la información disponible. Alcancé a asustarme. Alcancé a solicitarle unas tijeras a la oficial de piel edulcorada, edulcorante. Me las dio. Las cogí tembloroso. Podía sentir su mirada esperando el siguiente paso de este cliente que debería estar feliz por haber superado la prueba. Saqué de mi bolsillo trasero derecho la cartera. Acerté a sacar mi cédula, la tarjeta débito del banco, la tarjeta de crédito que me acaba de echar en cara una deuda saldada de 4,37, el carnet del seguro social, el carnet de los ladrones del seguro privado, el puto carnet de los putos puntos del supermecado puto, el identificador del trabajo –solo soy el empleado número 268, poca rima, poco todo-… Acerté en la puntería. Uno a uno, mientras el rostro de la oficial se tornaba incrédulo del espectáculo y temeroso de los siguientes minutos, corté en pequeños trozos casi simétricos todos los carnets. Riguroso siempre en mis asuntos, cortaba con parsimonia, controlando el temblor de mi mano derecha y la emoción de mi corazón centrado.
"Puedes huir conmigo. Sin nombres, sin bordados en el pecho que te obliguen a ser la oficial Yasira. Puedes, si no preguntas, venir conmigo. Nos refugiaremos en una isla de las que cercan la ciudad, de las que ya nunca son visitadas excepto por pelícanos sin dueño. De las olvidadas por mapas y pesqueros. Allá, solo nuestro calor alumbrará las noches y nuestros impulsos serán las manecillas de reloj que marcará nuestros impulsos". Los ojos de Yasira ya no eran de fingida cortesía, sino de real espanto. Se movían de mi boca a los lados tratando de descifrar el sentido de mis palabras y de buscar un agente de seguridad.
"De lo contrario, amor incierto, solo puedo recomendarte que, sigilosa y cómplice, salgas de la sucursal que voy a destrozar con mis manos y mi rabia. Aléjate un poco para evitar que un vidrio rebelde como yo astille tu piel temblorosa. Entiende, bello cuerpo no deseado aún, que ser tanto como tú me exiges es obligarme a no ser. Que escucharte hacer el recorrido de mi identidad ha sido una violación con manos distantes. Quizá, si hubieras deslizado tu pie bajo la mesa hasta clavarlo en mi entrepierna no habría sentido un punzón tan frío y revelador como el que hincaste cuando confesaste tus armas, sus armas".
Ese fue, a ciencia cierta, el único discurso hilvanado –poético, pedante, ampuloso- de mi vida. El mejor, el que hizo piedra a la insípida y porosa oficial del banco, el que me demostró que del dicho al hecho más que un trecho hay un abismo, y el que provocó también la situación más embarazosa de mi vida cuando dos gorilas uniformados me tiraron contra el piso temiendo que yo fuera la reencarnación de Bin Ladem, antes de sacarme a rastras de la sucursal bancaria y amenazarme con llamar a la Policía si volvía "borracho" al lugar. Tres conclusiones: cuando uno amenaza debe cumplir con lo dicho para que lo tomen en serio; nunca metas poesía en un guión terrorista, y entra ebrio a los bancos para que cuando te acusen de tal sea cierto.
La violencia no era lo mío y, a partir de ese día, agarré pánico a vigilantes de seguridad y a todo aquel que me pidiera mi número de cédula. Hice recuento de todas mis identidades convertidas en números y me salieron demasiadas: cédula, pase de conducir y pasaporte; dos tarjetas débito con sus números mágicos y dos tarjeta de crédito con el respectivo; seguro social público y seguro médico privado; tres códigos de acceso a cuentas por internet, dos tarjetas de viajero frecuente, contraseña para skype, para correo electrónico e, incluso, para la sesión del computador; placa del carro y seguro, dirección postal y dirección real; pin del teléfono celular y pin para activar a su puta madre…. Ya está bien. Cuando puse todo junto y la cabeza era una centrifugadora numérica, lo tuve todo claro. Otros tienen éxtasis religiosos, yo tuve un éxtasis existencial –por exceso de la misma-. A partir de ese momento dedicaría buena parte de mi vida a destruir mi identidad oficial, a dejar de existir, a borrar minuciosamente todos los registros que de mi permanecían silentes esperando el momento de activación.
Seguro que piensa que mi ingenuidad rozaba límites patológicos. Pero… no. No. No. Le digo que no. Pude. Han sido siete años con todos sus diítas y nochitas. Han sido horas y horas de aprender informática, de meterme en la lógica ilógica de las instituciones policiales, de convertirme en un forense que deshuella como desuella un matachín a la bestia que debe porcionar. En mi caso, a cada porción identificada un acto de quema. Magia potagia y al carajo quien soy. Mejor dicho: ¡al carajo quien fui!
Hoy camino con un porte diferente. Mi espalda parece de bailarina clásica retirada, o de poste de luz de Basilea. Recta, orgullosa, se mueve junto a mis piernas en busca de otras miradas, de los que me ven pensando que soy cuando no hay rastro de mí. Las consecuencias de este enderezamiento son mínimas para mí. La carpa donde habito está en un recodo del camino que nunca revelo, no hay teléfono donde localizarme ni lugar donde guarde el dinero que ya no tengo. Hablo, como fantasma aparecido y juguetón, con la gente que me encuentro, río, disfruto o me emputo, pero al alejarme… me desvanezco… imposible de ser después de ese momento, ilocalizable en un mundo de antenas y oídos. Es más, esto que le estoy contando difícilmente lo podrá repetir, porque a todos les parecerá historia de borracho. Yo lo estoy y usted también, lo que significa que tampoco sería faltar a la verdad. Eso me gusta.
La única que me sabe y me consume es Yasira. Goza al hacerme el amor al pie del árbol que me ubica en este planeta, me muestra, ahora sí irreverente, sus pezones erguidos por el frío de la montaña, me asegura que nunca su respiración se había acompasado con la existencia como desde que dejó de existir conmigo. Rozo sus muslos para comprobar que todavía soy yo quien tiene la voluntad y que no soy un alma errante en un mundo de locos registrados como cuerdos.
Dejar de existir en compañía es lo más similar a sentarse en una tarde soleada pero ventosa en la terraza de la casa que no es tuya y compartir con tu amor una pastilla de cianuro que alivie sufrimientos y haga posible el amor, del único modo que es posible, con la muerte. La ventaja es que al dejar de existir, no de vivir, Yasira, y yo, encontramos nuestra propia huella, nuestra sed, nuestra razón.
¿Qué si me inventado todo? Quizá hermano, la literatura es así… pero , mírelo de este modo, nunca podrá borrar como forense la duda de que todo lo que le he contado sea cierto y que sentado frente a una oficial de banco una rabia se apodere de usted y se arranque la identidad del pecho, o de la cartera. ¿Otro roncito pana?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me recordaste a Baudelaire cuando decía que siempre había que estar ebrio: de vino, de poesía, de amor, pero siempre ebrio, para que no nos carcomiera la realidad... algo así, pero ebrio, viste.

Un saludito existencial para antes de irme a dormir y dejar de existir por un ratito, para mi fortuna.