29/11/09

La mentira hondureña es global

Quien se inventó el juego de la democracia era un genio. Ahora parece que unas elecciones en un país que nunca ha sido democrático van a legitimar una situación absolutamente fascista y de origen oligarca. Un golpe de Estado que todo el mundo parece ignorar (menos Lula que necesita marcar diferencias en su política exterior para hacer puntos), un presidente democráticamente elegido confinado (por estúpido que sea, unas élites felices y retadoras del pseudo orden internacional, y una comunidad de naciones a las que les importa un comino la legitimidad de las instituciones cuando esta se ve pisoteada en países "bananeros".
Honduras, quizá de una forma mucho más sutil que Irak o Afganistán, es la representación de la mentira global, del cuentico que nos hemos tragado o del que preferirnos tragarnos para pensar que vivimos en un mundo con cierto orden. Un triste día hoy.

La palabra no es 'pobreza'

(Regalo desde el Sur)

MARTÍN CAPARRÓS 28/11/2009

Soy argentino: nací en un país que nunca creyó que fuera parte de América Latina hasta que, hace unos años, en medio de la peor crisis de su historia, empezó a aceptar que lo era. No fue, para nosotros, un hallazgo feliz.

Quizá no debería decirlo, pero para los argentinos empezar a ser latinoamericanos fue dejar de pensarnos como una sociedad con un Estado muy presente, buena salud y educación públicas, cierta capacidad industrial, infraestructura de servicios eficiente, mercado interno suficiente, cierta cultura, clase media cuantiosa y una desigualdad moderada en los ingresos. Y descubrirnos como una sociedad desregulada salvaje, exportadora de materias primas, sin garantías estatales de bienestar, con violencia creciente, educación escasa y una extrema polarización de clase: ricos muy ricos y pobres bien pobres. Muchos pobres, cada vez más pobres. Ése fue el precio de empezar a llamarnos latinoamericanos: nadie querría pagarlo.

-O sea que para usted decir latinoamericano es algo así como un insulto, mi querido.

-Yo no diría un insulto, licenciado. Más bien una tristeza suave, o a veces una rabia.

En general, cuando un habitante del Occidente más o menos rico piensa en Latinoamérica imagina, antes que nada, recursos naturales, selvas vírgenes, mujeres y hombres menos, músicas dulzonas, imaginación desenfrenada. Y, justo después, se detiene en la Sagrada Trinidad Sudaca: violencia, corrupción, pobreza. No disimulen, primos gallegos, catalanes, vascos: ustedes también piensan en eso. Y nosotros: uno de los deportes clásicos en cualquier encuentro de latinoamericanos de acentos variopintos es el Campeonato del Peor: quién tiene en su país más corrupción, mayor violencia, más pobreza. Lo cual nunca se resuelve -los sudacas somos orgullosos- y entonces podemos pasar a la etapa siguiente y postular que las tres están perfectamente ligadas: que la violencia es un producto de la exclusión creada por la pobreza y profundizada por la corrupción de los poderosos -o algo así. Pero que no sabemos, claro, cómo salir del círculo vicioso.

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Ciudad del Este es el triunfo de lo falso. Las calles y los puestos y los locales rebosan de falsificaciones mayormente chinas: las zapatillas falsas, por supuesto, y los falsos perfumes franceses y las lacostes tan falsas como una descripción y las pilas y pilitas falsas y las falsas camisetas de fútbol y los bolsos Vuitton o Mandarina perfectamente falsos y los encendedores y los relojes y los licores y los remedios falsos: aquí lo único verdadero es la falsificación. Alguien trata de convencerme de que fabrican falsas hamacas paraguayas pero no sabe explicarme cómo se logra ese portento. Entonces otro me cuenta que, a la noche, todo se llena de falsas mujeres que son, en verdad, nenas -y me impresiona un poco tanto esmero.

Hace calor. Por las calles atestadas de vendedores y compradores -en Ciudad del Este no hay más categorías posibles- cruzan chicos cargados de cajas y más cajas, muchachos que tratan de venderme un cortapelos, chicas que me ofrecen estampitas de vírgenes, y el polvo se mete en todas partes y los gritos se meten y el olor de tantos sudores combinados. Ciudad del Este es sudaca sin velos y, en medio de todo eso, una tienda enorme elegantísima la convierte en metáfora boba de América Latina. Entre el olor y el polvo y esos gritos, el edificio de vidrios y de acero: la Monalisa es un duty free de aeropuerto con perfumes relojes lapiceras maquillaje maletas de las marcas correctas y lo atienden las chicas más correctas y hay poca gente y hay silencio y el aire es fresco muy correcto y, en el sótano, para mi gran sorpresa, aparece la mejor bodega al sur del río Bravo: esos grandes vinos franceses que aquí no bebe nadie, nada por menos de cien dólares. El caos, los vivillos, las falsificaciones, la pobreza activada rodeando el lujo más abstruso. Ciudad del Este, ex Puerto Stroessner, Paraguay, Triple Frontera, es un curso exprés perfecto sobre Latinoamérica.

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Mucho más que la pobreza, esa miseria: la diferencia obscena.

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Aunque en los últimos años la economía de Latinoamérica ha crecido un poco, en cifras de ministerios y bancos internacionales; el continente tiene, además, un tercio de las aguas limpias del mundo, las mayores reservas de petróleo, cantidad de minerales, plantaciones, tierras, poca gente. Hubo milagros chilenos, peruanos, casi colombianos, incluso mexicanos y por supuesto brasileños. Pero la economía latinoamericana sigue marcada por su dependencia de los mercados internacionales -el continente es más que nada un productor de materias primas o, como se dice ahora, de commodities- y, sobre todo, por aquello que llaman la pobreza: 200 millones de personas -dos de cada cinco- que no comen todo lo que deberían.

-Uy, ustedes los sudacas no paran de hablar de su pobreza. ¿Será para tanto?

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Es difícil imaginar la realidad de la pobreza desde las calles de una ciudad rica. Creo que recién lo entendí hace unos años, cuando fui a un campamento del movimiento de campesinos Sin Tierra brasileño, en medio del Amazonas. Los ocupas rurales me alojaron en la choza de una mujer de 30 años que no estaba allí -y se llamaba Gorette. Aquella noche, imperdonable, espié sus posesiones: en su choza había una cocina de barro, un machete, 4 platos de lata, 3 vasos, 5 cucharas, 2 cacerolas de latón, 2 hamacas de red, las paredes de palos, el techo de palma, un tacho con agua, 3 latas de leche en polvo con azúcar, sal y leche en polvo, una lata de aceite con aceite, 2 latas de aceite vacías, 3 toallitas, una caja de cartón con 10 prendas de ropa, 2 almanaques de propaganda con paisajes, un pedazo de espejo, 2 cepillos de dientes, un cucharón de palo, media bolsa de arroz, una radio que no captaba casi nada, 2 diarios del Movimiento, el cuaderno de la escuela, un candil de kerosén, tres troncos para sentarse, un balde de plástico para traer agua del pozo, una palangana de plástico para lavar los platos y una muñeca de trapo morochona, con vestido rojo y rara cofia. Eso era todo lo que Gorette tenía en el mundo -y digo todo: exactamente todo y nada más. Aquella noche empecé a entender qué era la pobreza. O lo supuse.

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Porque después me pareció que la palabra pobreza no servía para describir las sociedades latinoamericanas. Pobreza es una palabra demasiado amplia: describe, suponemos, la condición de los que tienen casi nada. Gorette, por ejemplo: su austeridad extrema era la norma en aquel campamento de campesinos que habían decidido ir a buscar sus vidas al medio de la selva; ninguno de sus vecinos y compañeros tenía mucho más. Pero es un caso cada vez menos frecuente: en América Latina, la mayoría de los pobres vive en asentamientos precarios alrededor o dentro de las grandes ciudades, o sea: enfrentados al martilleo constante de que otros sí tienen todo lo que ellos no. Lo cual, a falta de mejor palabra, querría llamar miseria.

No es lo que dice la Academia: en su diccionario, miseria figura como "estrechez, falta de lo necesario para el sustento o para otra cosa, pobreza extremada". Pero lo que llamo miseria es la desigualdad brutal, concentrada en un mismo territorio, y sus efectos de enchastre y de violencia: la humillación constante. La pobreza latinoamericana no suele aparecer en un contexto de carencia, de imposibilidad: no un desierto sudanés, no un pantano bengalí. Son villeros o pobladores o favelados junto al barrio caro pomposo custodiado: pobreza con escándalo de despilfarro cerca. La pobreza común es dura pero crea vínculos, redes, tejidos sociales; la miseria de la desigualdad los rompe, deshace cualquier intento de construcción compartida. El diezmo más rico de los latinoamericanos gana más de 30 veces más que el más pobre; en España, por ejemplo, la proporción ronda el 10 a 1. La esperanza de vida de mis vecinos de Buenos Aires es de 76 años; los habitantes del Chaco, una provincia de este norte, se mueren -en promedio- a los 69. O sea: un porteño vive un 10% más que un chaqueño -y la proporción es parecida si se comparan habitantes de San Pablo y Alagoas en Brasil, o Lima y Cuzco en Perú. Muchas otras cifras podrían decir lo mismo: pedestre, suelo creer que nada es más decisivo que vivir o no.

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Digo: miseria. Una sociedad que produce el triple de los alimentos que precisa -pero uno de cada seis chicos sigue desnutrido. O, dicho de otro modo: aquella bodega con sus Château Mouton-Rothschild en medio de la selva de chiringuitos falsos. Eso es, ahora, todavía, América Latina. Y así nos sigue yendo. -

24/11/09

(In) seguridad jurídica bananera



EL MALCONTENTO


Paco Gómez Nadal
paco@prensa.com

Todo empieza con las bananeras, sí. Miento, todo empieza con la conquista, pero eso es más atrás. La “legalidad” que nos interesa comienza con las bananeras, o cuando amplias porciones de un territorio como este fueron regaladas a las bananeras. Igual sucedió en el resto de Centroamérica y eran ellas, las bananeras, las que ponían y quitaban gobiernos, las que dictaminaban parte de la política, las que acomodaban las leyes a su antojo.

De ahí viene el muy despectivo calificativo de repúblicas bananeras, que ha quedado en la historia de la semántica desagradable para denominar a todos los países con escasa gobernabilidad y menos soberanía.

Bueno, acá, en Panamá, las bananeras ocuparon miles de hectáreas en Chiriquí y en Bocas del Toro y jugaron con el territorio como quisieron. En Bocas, el Estado era la United Fruit Company y fue ella la que en los 60, supuestamente, vendió terrenos a Ganadera Bocas, a la familia Guardia.

El inicio de la supuesta legalidad que ahora reclama Mario Guardia en su litigio con las comunidades naso de San San Drui y San San está viciado.

En aquellas épocas, las tierras se vendían, compraban u ocupaban sin importar si sobre ellas moraban personas. Tratados como animales o, en el mejor de los casos, como mano de obra, los indígenas o los colonos pobres eran invisibles, un pequeño problema a extirpar cuando fuera necesario.

La seguridad jurídica funcionaba para un lado, como ahora, no para el otro. En este pequeño cuento que les echo llega el momento de la democracia, del nuevo estado de derecho, de la Constitución, de los convenios internacionales, de la supuesta justicia social. Pero este nuevo Estado se funda sobre las cenizas del viejo, del régimen del gamonal y de las cuatro familias que a la sombra de los colonizadores –españoles primero, colombianos después y, finalmente, estadounidenses disfrazados de Canal, de banano o, ahora, de AES– siempre se han beneficiado de la explotación de sus connacionales. Esas ruinas sobresalen demasiado, aún hoy.

El pasado jueves, sin que mediara orden judicial alguna e ignorando ocho meses de negociaciones, protestas y mediaciones nacionales e internacionales, el gobernador de Bocas del Toro, Simón Becker, a modo de virrey colonial, desalojó con 150 antimotines a estos nasos de la ribera del río Drui. Fue violento, desproporcionado, el uso de la fuerza e ilegal. Pero… qué más da.

El Estado da seguridad jurídica a los grandes inversionistas o a los mafiosos que lavan plata o a la familia –que para eso lo es, aunque luego la detengan en aeropuertos charros–. No hace lo mismo con los ciudadanos de cuarta, la mayoría del país, los excluidos, los que solo valen si son obreros, limpiadores de rastrojos, de casas, jardineros: no ciudadanos que exijan sus derechos, no miembros de pueblos originarios, no madres dignas, no hombres valerosos.

Las organizaciones y los abogados que colaboran de manera solidaria con los nasos –“desestabilizadores” los llaman algunos– van a interponer acciones legales contra el ministro Rambo Mulino y contra las otras autoridades implicadas, pero la justicia es lenta y no corre cuando se trata de indígenas perdidos en la provincia sin ley que es Bocas. Mientras… la resistencia, tratar de aguantar el tirón, las mentiras de los funcionarios –¡Mulino ha llegado a decir que los nasos tienen comarca!–, las trampas que trata de tender política (anti) indigenista…

Nada más… bueno y agradecer a los ciudadanos y a los medios de comunicación que ahora sí entienden que la lucha de pueblos como este, o como la de los cuatro que resisten en Charco La Pava, o la de los que no se han dejado comprar en Coclesito y tantos a lo ancho y largo del país es una pelea por el futuro de todos. Estos días, los nasos no se han sentido solos. Guardia, si es que tiene amigos, sólo escucha el silencio de su no–conciencia; Mulino, el ruido de su saña contra los que son del pueblo pero no tienen zapatos; Becker, el atronador rumor de los vendidos; José Isaac Acosta, la bulla de la vergüenza de traicionar a los suyos... Ojalá puedan dormir en paz, no como las 200 personas que se mojan y sufren desde que les tumbaron, por segunda vez, sus casas.

Ponte al día de la resistencia Naso



Hemos creado un blog donde ir volcando toda la información que vamos consiguiendo desde San San y San San Drui donde los Naso resisten contra la violenta agresión del Estado y de Ganadera Bocas. Participen... es una forma de colaborar.
Un abrazo
Para entrar hagan click acá

¿Escribiendo en francés?

Qué bueno que lo traducen a uno, imaginen sino escribir todo eso en ese idioma... ni de broma. Comparto con ustedes un artículo reproducido en Courrier International

19/11/09

Gases lacrimógenos y violencia en comunidades Naso

Panamá, 19 de noviembre / 17:25

Gases lacrimógenos y violencia en comunidades Naso

Después de dos horas de resistencia, unas 150 unidades de la policía, entre ellos decenas de antimotines, entraron a la comunidad de San San Drui escoltando a la maquinaria de la empresa privada Ganadera Bocas para arrasar con la comunidad reconstruida. Los agentes de policía dispararon gases lacrimógenos sin importarles las decenas de menores de edad y mujeres presentes en 'La Trinchera' y destruyeron las endebles edificaciones que las comunidades Naso levantaron tras el anterior desalojo violento del 30 de marzo.
Sin ninguna orden judicial y respaldados solo de la rbitrariedad del Gobernador de Bocas del Toro, Simón Becker, y la arrogancia del Ministro de Gobierno y Justicia de Panamá, José Raúl Mulino, el estado ha violado todas las leyes y ha dejado a la intemperie, en plena época de lluvias a unas 200 personas que según testimonios de la zona están "casi sin comida y sin ningún lugar donde protegerse del agua". Los moradores están reagrupándose ahora después de los momentos de terror vividos y con la amenaza de una posible detención -también sin orden judicial- de 10 de los líderes Naso más significativos.
Esto es un crimen contra los derechos básicos de los ciudadanos y un atentado directo contra los derechos de los pueblos originarios. El Gobierno de Panamá utiliza las vías de hecho.

FIRMA: SOLIDARIDAD NASO

Breve crónica de la dignidad



(Hoy 19 de noviembre, en este momento, 200 policías amenazan de nuevo a los Naso. Estas notas fueron tomadas el lunes 16)

Pánfila ha destartalado su ya precaria vivienda para evitar que, como el pasado 30 de marzo, las máquinas de Ganadera Bocas retuerzan el zinc que para la lluvia hasta hacerlo migas de metal. Lleva días sin dormir del temor y, sin embargo, ahí está, con sus hijas, esperando lo peor y rezando por lo improbable: una solución justa al pleito por el territorio que habitaron sus ancestros y que ahora parece destinado a ser pasto de vacas.
Hoy es un día extraño. Se supone que el desalojo debería haberse producido pero aún no llega. Cierto alivio se respira en el ambiente, aunque la tensión es más pegajosa que el calor o el lodo que conduce de Guabito a San San y San San Drui. La comunidad está reunida, como desde hace ocho meses, combativa aunque calmada, enfadada pero prudente. Tomamos una sopa de calabaza y pollo, quizá para tragar saliva antes de escuchar al presidente de la Comisión de Asuntos Indígenas de la Asamblea Nacional, el diputado Leopoldo Archibold, hablar mierda, literalmente mierda. Verlo tratar a estos ciudadanos como a atrasados mentales, decir que él no puede hacer nada como si no tuviera el cargo que tiene, fanfarronear de haber sido capaz de caminar 40 minutos entre lodo para llegar ahí sin pensar que eso es lo que tienen que hacer todos los días estos hombres, mujeres, niñas y niños si quieren salir de la comunidad….

¡Ay Emilia! Cuando llega su turno de hablar ante el diputado se planta firme y asegura en Naso que no sabe expresarse en español. Le habla con palabras de sangre que conmoverían a cualquiera, que harían moverse cualquier espíritu sensible, humano quizá. No es el caso. Los políticos –los últimos empleados de los oligarcas y los empresarios- no pueden tener alma porque de tenerla vivirían dándose asco a si mismos. Emilia habla y con ella habla el viento y estas tierras en las que ella siembra sin prisa.

En Drui no habrá decoración navideña. Lo más probable es que no haya ni tan siquiera Navidad. La decoración son tres telas horizontales que rasgan la vista de quien sabe su significado. La más alta es la blanca. Habla de paz, de negociar, de llegar a acuerdos por las buenas. Abajo, al mismo nivel, como presintiéndose mutuamente, una tela roja –la de la sangre- y una negra –la de la muerte-. En esas estamos y nadie sabe que vivir sin dignidad a veces, muchas veces, no es vida.

Fernando no es Naso; Mingo tampoco. Ambos están en la trinchera porque entienden que en esta lucha entre el modelo explotador, capitalista y antihumano y el que entiende la tierra, al ser y a sus necesidades nos la jugamos todos. Son menos de los que deberían, la mayoría de la humanidad está de espaldas a esta guerra de ¿baja intensidad? Que puede hacer reventar todo por los aires, pero son la esperanza de la dignidad: cuando la hermandad nace de forma generosa sin más pago que un abrazo o una mirada de amistad.

14/11/09

Homenaje a Lupita

EL MALCONTENTO


Paco Gómez Nadal
paco@prensa.com

Es extraña esta mujer. Única quizá en esta especie de medias tintas y fingidas verdades. Cuando hay una reunión o un encuentro, suele permanecer callada, con cara de pocos amigos, a veces pareciera que adormecida.

Espera hasta el final y suele comenzar diciendo: “yo no tengo nada que decir…” y ese es el presagio de un torrente de sentido y razones.

No ha ido a universidades ni ha tenido la oportunidad de leer o de ver cine de calidad para conformarse una idea de este mundo en el que ella sabe de sobra a qué sabe la injusticia, cómo duele la humedad, lo costosa que se torna la dignidad.

Sin embargo, su voz es un recordatorio, una urgencia, una consigna para poder vivir. No entiende de los argumentos que suelen guardar en el forro del saco los encorbatados que nos dirigen, ni gusta de la cobardía disfrazada de prudencia.

Por eso, me cuesta tanto imaginármela trabajando en uno de los casinos u hoteles que recomienda el sí estudiado y privilegiado Samuel Lewis Galindo para lo que él llama “reservas indígenas”. Como este prócer de la patria indica “los indios, (…) son los responsables de (su) falta de integración de la comunidad al resto del país”.

Y la “india” naso Lupita, esta mujer de manos infinitas y corazón en sangre, si es tan inteligente como yo creo, jamás querrá integrarse con unos seres como el banquero y político que considera a los habitantes originarios de Panamá casi como atrasados mentales sin capacidades ni inteligencia para salir de la pobreza y el “atraso”. ¿Para qué integrarse con los que sí han robado al país desde que nosotros tenemos memoria? ¿Para qué aspirar a ser occidental, acumuladora, egoísta, vil?

La mirada que reflejó el también articulista Lewis Galindo en un periódico local es similar a la que los gringos tenían de la mayoría de panameños cuando eran potencia colonial de facto; quizá, sea parecida a la que muchos “inversionistas” extranjeros se reservan en público pero practican en los negocios: un país casino, una Cuba de los 50 mucho menos grosera en las formas, donde se deja jugar a algunos locales –como Samuel Lewis Galindo– como empresarios y se considera al resto de ciudadanos empleados potenciales para dar servicios a los jubilados y turistas ocasionales que eligen este paraíso estable económica –solo porque hay dólar– y políticamente –solo porque no hay uniformes–.

No sabe Lewis Galindo –pobre, parece que no sabe mucho de la vida real fuera de los muros de su universo privado– que Lupita está luchando por él. Que con su pelea por el territorio y la cultura está defendiendo lo que queda de dignidad y de auténtico. Sería bueno sentarlos juntos una tarde, en la ribera del río Drui, cuando la brisa suaviza las aristas del calor y el rumor de los niños chapoteando matiza la crueldad de esta vida a pisotones. Me los imagino charlando y, si el empresario se olvidara de todos sus prejuicios y se abriera a otro conocimiento, estoy seguro de que él también quedaría atrapado por la magia de Lupita: la de la sinceridad. Habría que llevar cuidado para que la dosis de humanidad no fuera excesiva para un hombre ya entrado en años y gélido en alma. Pero seguro que la “india” sabría donde parar.

Escuchaba hace poco una grabación en la que Lupita argumentaba como madre y como ser humano, alejándose de las supuestas razones que la ley le da al ganadero Guardia o a quien quiera quitarle su tierra de maíz y yuca o su casa de madera y palma. Leía también en estos días al religioso Isidoro Macías, que ayuda a los emigrantes indocumentados que llegan en bote a las costas españolas. Cuando le preguntaban sobre si no le daba temor estar violando las leyes al acoger a gente fuera de la ley, él respondía: “De leyes no entiendo mucho. Además las cambian cada poco. La única ley que me sirve es la del amor y esa no me la he saltado jamás”.

Necesitamos más Lupitas y más Isidoros… A ellos no los nombrarán empresarios del año, ni les darán distinciones presidenciales, pero seguro que nuestro planeta sería más amable y más hermoso de abundar estos personajes en lugar de los Lewis Galindo y asociados.