Es la sangre del otro la que riega el progreso. El progreso
de las religiones, el progreso de las naciones, el progreso de los tecnócratas,
el progreso de los empresarios, el progreso…
La palabra mágica se repite en procesión, encapuchados
cobardes, incapaces de dar la cara, pasean imágenes de madera para que el otro se
postre ante ellas: iconografía de sangre, de martirio, de mentiras disecadas, mutadas en el tiempo, a
conveniencia del progreso de los que dictan la fe (Fe. Dícese de la material
fecal ciega por naturaleza de la que están compuestos nuestros miedos].
Progresa el hábil de manos en la mesa del trilero, el rápido
de reflejos en el parqué de la Bolsa, el palabrero sin contención que ocupa los
púlpitos, el engominado que esconde su mala baba debajo del capirote y que al
terminar su día santo volverá a sus quehaceres impíos. Progresa en el escalafón
el policía y progresa el lameculos; progresan las mujeres objeto al convertirse
en mercancía y progresa el chuloputas que las comercia cuando abre oficina de
publicidad y otras sabrosas bicocas. Progresa Dios y su industria milenaria,
progresan los censores del mercado con su sapiencia en materia de gustos,
progresan los poetas del régimen, los escritores que gustan de premios y
cocteles. Progresan, sí progresan, los milicos metidos a mesías, los mesías metidos a gurús, los gurús metidos a anacoretas, y los anacoretas que regresan
del desiertos infectados de santidad.
El engranaje del progreso se lubrica con sangre, con nuestra
sangre. Lo sabemos y por eso no duele. Dóciles, dispuestos a dar el todo por la
patria, por la fe, por el equipo de fútbol o por la puta madre que nos parió,
entregamos nuestra sangre sin casi darnos cuenta. Somos los de “mantenimiento”,
los que permitimos que este sistema funcione casi a la perfección [la
perfección, téngase en cuenta, requiere de sobresaltos, conflictos armados,
hambrunas y distracciones varias para fijar preferencias e instalar el miedo en
los maquinistas de clase media que mantienen fijo el rumbo].
Es así de fácil. Y de doloroso. Para evitar las punzadas
sólo hay que seguir adelante, progresar, no mirar al paisaje devastado que dejamos
atrás ni a las víctimas “colaterales” que caen a nuestra vera. Por eso nos
gusta tanto el progreso, es la perfecta huida que anestesia, la cuota de sangre
mínima que debemos aportar a cambio de vivir dopados, sedados de alma, escasos
de indignación. La mayor cuota la ponen los que realmente están bajo,
aprisionados por el pesado lastre de la minoría, impotentes ante la arrolladora
máquina de progreso que pasa a toda velocidad por delante de sus chabolas y de
su miseria.
“Si no salen de ahí es porque no quieren”. Si no salimos de aquí es
porque no queremos. Es la única verdad del sistema y del progreso. Si quisiéramos,
si realmente quisiéramos, dejaríamos de trabajar para ellos [y para ello] hoy mismo,
tomaríamos plazas, edificios oficiales y templos, cultivaríamos en los
parterres y en las fuentes, compartiríamos las sonrisas y comerciaríamos con
los restos de su vergüenza “hasta agotar existencias”. Si quisiéramos
comenzaríamos a vivir sin pedir permiso. No nos creeríamos el sueño productivo
de los capitalistas oficiosos. Tampoco el de los marxistas oficiales.
Construiríamos una comunidad llena de conflictos para los que encontraríamos solución
entre todos. Pero eso no necesita de sangre, sólo de conciencia: conciencia de
clase, de especie, de seres dignos. Sangre tenemos mucha y cuando falta se
hacen campañas urgentes de donación. Dignidad… para eso no hay donantes, que es
un asunto escaso en un territorio habitado solo por mercancías: unas inertes;
otras, llenas sólo de sangre.
1 comentario:
Muy buen blog, te felicito
Publicar un comentario