La vida me ha llevado por segunda vez a la subestación policial de El Chorrillo, no como detenido, pero sí como observador.
Debería ser visita obligatoria para estudiantes, jubilados, empresarios, miembros de organizaciones no gubernamentales, organizaciones de derechos humanos, ministros varios, presidentes de la República y esa especie agrupada bajo el sobrenombre de “honorables” –excluimos a turistas ante la obsesión de solo mostrarles imágenes bien lustradas–.
La gira permitirá conocer una parte de la Panamá real, tener un registro de casi todos los derechos humanos que se pueden violar, podrán hacer un análisis de por qué nuestros agentes de Policía son malencarados, de por qué los muchachos de El Chorrillo acumulan rabia y odio a toneladas, podrán sentir a qué huele la exclusión y las aguas negras y, de ñapa, sentirán en carne propia el miedo real… no el mediático.
La violencia que ejerce el Estado es doble: una hacia los funcionarios policiales que, sumado a su baja formación intelectual, deben trabajar en condiciones infrahumanas, en un entorno violento desde todos sus ángulos (social, económico, arquitectónico, etc…) y sintiéndose la última frontera entre la Panamá de la prosperidad y el Panamá marginal.
La otra es la que estos, como representantes del poder más perverso, ejercen contra los ciudadanos desprotegidos, los que no conocen ni tan siquiera sus derechos fundamentales, los que no tienen abogado, los que por su color de piel, corte de pelo o vocabulario son sospechosos y, por tanto, detenidos sin garantías.
Nuestro Estado es violento y gestiona una sociedad donde los valores económicos superan a los éticos, donde la baja formación es una garantía para los poderosos y una sentencia para los que nacen excluidos. Los policías, hijos de la misma pobreza, son víctimas y victimarios al tiempo. Algunos jóvenes del gueto nacen son víctimas y se convierten en victimarios para vengar sin sentido y con sangre tanta injusticia.
Si no hago propuestas se me reclamará con justicia que es fácil criticar pero complejo solucionar y, aunque no soy un experto en nada, me voy a atrever a sugerir lo obvio.
Hasta que el Ejecutivo y los otros dos poderes del Estado no instalen una cultura de derechos en su gestión y en sus políticas públicas poco podremos avanzar. La formación de los funcionarios medios y bajos en materia de derechos humanos; la dignificación de los espacios públicos (menos plata para megaproyectos faraónicos como el metro y más para adecentar desde centros de salud hasta estaciones policiales, desde oficinas de Migración hasta corregidurías; la capacidad de tener información confiable de las situaciones de vulnerabilidad social e indicadores para darle seguimiento; salarios dignos en lugar de tanta botella; escuelas que formen ciudadanos en lugar de recintos para perpetuar la pobreza…
Paralelamente, los ciudadanos y ciudadanas deben de dejar de pedir para exigir, pero basados en derechos. Que no se repita el lamentable espectáculo del virrey Martinelli escuchando las miserias de cada cual en audiencia tan pública como poco constructiva, que todas y todos sepamos nuestros derechos, nuestros deberes y las obligaciones del Estado para con esta sociedad…
(El Malcontento del 18 de mayo)
Ningún Gobierno lo ha impulsado porque no conviene. Un país en el que los derechos priman es un lugar de gentes exigentes con sus autoridades, que no permiten que se pierdan las conquistas sociales y que, muy al contrario, trabajan permanentemente para lograr nuevas metas. Sería este un desafío al “país de los primos” (como lo define Julio Manduley en su libro Panamá: estructura–coyuntura), de los cuatro que se benefician gracias a la violenta condición en la que deben vivir los muchos.
En las calles, la Policía intimida; en las oficinas, muchos funcionarios desprecian; en los despachos donde se toman decisiones los burócratas de corbata deciden qué es bueno para el país sin tener en cuenta a la mayoría; en el Palacio de las Garzas, se feria el país en un clima de corrupción y arbitrariedad que supera lo antes visto (y eso parecía difícil).
Cuando la violencia comienza desde arriba, abajo se convierte en canibalismo social.
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