2/6/09

La criatura de hoy 02.06.09

EL MALCONTENTO

El absurdo cotidiano

Paco Gómez Nadal
paco@prensa.com

Hay un poder evocador en el arte que, por sí solo y obviando el goce estético, justifica su existencia. Aquella canción que me transporta a una playa de la adolescencia; ese poema que proyecta parte de la película de mi vida; esas líneas de teatro en que reconocemos al que estuvo en la butaca y todos los sentimientos que se revolvieron entre las palabras; esos fotogramas que proyectados en el cine de al aire libre tenían olor a verano y a anhelos…

Quizá por eso sentí como un triunfo personal la noticia de que Bruselas, por fin, inaugura un museo dedicado a René Magritte. Dicen que fue el maestro de retratar el “absurdo cotidiano” y, sin embargo, para mí representa el triunfo del sentido y el sentido de las cosas. La primera y única vez que me planté frente a los cuadros originales de Magritte fue hace 21 años y mi fidelidad a este pintor ha sido inquebrantable. Por él abandoné a Hopper, por él me aburre terriblemente el arte sacro o me aterra la pintura tétrica de algunos de mis compatriotas más conocidos.

El absurdo de Magritte fue luz para mí: cielos donde todo era posible –hasta una lluvia de sombreros–, puertas que se abrían de pechos y columnas, palomas inquietantes que dominaban el arte de la calma, arte que congelaba un pedazo de queso o de paisaje con el poder de fijarlo, de hacerlo realidad, aunque absurda. ¿Sabrá el artista cuánto marca, cuánto puede condicionar la mirada o la vida de los otros?

En estos tiempos absurdos me parece razonable entonces aferrarme a imágenes como las de Magritte y recuperar esa idea que olvido con cierta facilidad: casi todo es absurdo porque no sabemos mirarnos como un nanofragmento de la historia de la humanidad. Si así lo tuviera en cuenta todo el tiempo quizá no me tomaría las cosas tan en serio, quizá mis artículos no serían un tratado del cascarrabias profesional, es posible hasta que me riera más de lo que me rodea.

Sin embargo, esta idea, de la insignificancia histórica del individuo, a mí me empuja a lo contrario. Es decir, si somos insignificantes en términos históricos en soledad, con más razón hay que vincularse a lo colectivo, es más trascendental iniciar las luchas que algún día deriven en mejoras fundamentales para la sociedad a la que uno pertenece. Esperar resultados solo es manía de auditores y de espíritus egocéntricos. Involucrarse en lo que acontece tiene poco que ver con heroísmo sino con la responsabilidad que tenemos en ese nanofragmento, con la imperiosa lógica de la vida.

Todos los razonamientos sirven para justificar posiciones contrapuestas. El nazismo y el comunismo compartieron algunos autores y compositores, y este relativismo histórico del que hablo puede servir para lanzarse de cabeza al hedonismo irresponsable o para sumergirse sin oxígeno al charco de las transformaciones sociales.

Las dos opciones son buenas si son conscientes. El problema de nuestros tiempos –los de la comunicación persuasiva– es que no sabemos cuánto de lo que hacemos es inducido y cuánto, propio. Esa es la batalla personal. No perder la vida siendo animal de circo que responde a estímulos del domador. No engañarnos.

Todo esto se puede hacer sin sufrir. Nuestra educación judeocristiana nos incita a sufrir en cualquiera de los casos, a añorar estar en la vereda contraria, a darle un tinte dramático a casi todos los aspectos de la vida. Si somos conscientes de lo absurdo de casi todo y de lo insignificante que es lo que nos ocurre en la espiral histórica, le quitaremos peso al fracaso amoroso, a ciertas penurias económicas, al desgarre de una pérdida, al patético panorama político, a la injusticia, a todo. La solución para lo estructural, requiere de décadas cuando no de siglos. A esa podemos aportar. La solución para lo coyuntural no existe.

El truco, por tanto, es participar con todas las consecuencias de las batallas de nuestro tiempo pero sin esperar nada a cambio y sin deprimirse por ello. Tiempos de deseos cumplidos estos (deseos de consumo, por supuesto) en los que corresponde luchar desde la actitud menos caprichosa, más desprendida. No sé si tiene algún sentido lo que les cuento, pero tenía que compartir con ustedes la terapia que me he autoimpuesto para evitar una gastritis incontenible ante la sarta de estupideces que escucho de los “cambiantes”, ante la desvergüenza profesional de los “salientes” y ante la cantidad de trampas cotidianas que la vida privada se empeña en regalar.

3 comentarios:

Araceli Esteves dijo...

Animales de circo en manos de los caprichos del domador, una metáfora muy acertada.

Elízabeth dijo...

Paco, según mi opinión, este artículo es uno de los mejores que has escrito: sintetiza muchas cosas y tiene el poder mágico de colocar todo mi desorden de ideas en su lugar. Si uno no se desnuda en este Blog ¿a dónde recurrir? A veces te leo por masoquismo y otras por hambre de crecimiento interno.
Recuerdo que alguien me dijo en una oportunidad que la indigencia es lo más cercano a la naturaleza propia del hombre y esa frase me impactó muchísimo, más de lo que pudiese creer esa persona porque, entre otras cosas, me hace pensar en lo frustrante que hacemos nuestras vidas convencidos en todo momento de que merecemos compartir la vida con alguien de cualidades específicas y concretas, generalmente, para que los miembros de nuestra “tribu” no opten por aislarnos. Entonces, gracias al factor miedo, nos dedicamos a navegar aspirando el momento en que nuestro barco toque puerto sin disfrutar el recorrido apaciguado, agitado, incontrolable, ardiente y sabroso que van dejando en la memoria el ancho mar y sus olas. De repente un buen día vamos por la calle y nos encontramos a alguien con quien vale la pena pelear de vez en cuando y sólo podemos decir: “no, déjalo ir tú estás en peores condiciones que él”.

La vida dispone de tantos placeres Paco: comer, beber, leer, compartir, departir y aunque ninguno comparado a don Orgasmo -viejo amigo al cual recuerdo con gran aprecio y deferencia, por cierto- son placeres que básicamente sólo nos sirven de aliento para proseguir la atolondrada ruta escogida. Quizá los que creemos tener tendencias humanistas (¿o humanoides?) buscamos en el hermano caído levantarnos a nosotros mismos.

Paco Gómez Nadal dijo...

No autocompadecerse es una de las claves, y tampoco compadecernos del resto. Compadecerse, al igual que la caridad, son sentimientos de superioridad. Los otors y las otras son hermanos que pueden estar mejor o peor que nosotros, pero que no son mejores ni peores que nosotros. Como dice el lema de unas amigas mestizas: todos desiguales, todos equivalentes.
respecto a los placeres..... casi todos comienzan a serlos cuando alcanzamos el orgasmo con cualquiera de ellos: el orgasmo de piel, el intelectual, el gastronómico.... cuando nuestra espalda o nuestra alma se arquean de placer las cosas empiezan a cobrar vida de la buena.