1/3/09

El cerco

“Bueno pues, así es que comienzan las vainas”. El gringo miró a Genaro con cara de “why don’t you speak in english?”. Y Genero le respondió sin voz y para sus adentros algo sin traducción que dejaba a Spencer haciendo compostaje humano dentro de su estómago.
Así comenzaron las vainas y ya son cinco años de matazón por esos cuatro palos mal sostenidos donde Genaro vive con su esposa, su suegro, un primo llegado de la comarca y carpetas llenas de documentos legales que sustituyen al machete con el que hace tiempo Anastasio hubiera solucionado el altercado.
“La vida es una vaina”. Por si faltaban vainas en el asunto, el suegro de Genaro, don Feliciano Stone no podía creer cómo se paraban los botes de turistas frente al rancho a tomar fotos mientras él utilizaba la letrina y se cagaba en ellos y en el agua en el que se iban a bañar después. “¡Chuso..! ahora somos atracción de feria”. Era el precio de ser los únicos locales con una casa en el frente de mar. “¿Una casa..? ¡chuleta! Esto ni así se puede llamar”.
Genaro había invertido hasta el último centavo ganado en los camarones “humanitarios” en abogados y asesoría y ni la madera ni las viejas planchas de zinc habían tenido la oportunidad de airearse o de tener un relevo de caridad. Pero a los turistas les gustaba la precariedad, el viaje al tercer mundo… “la vaina”, insistía Feliciano… “la vaina de ver pobres…. ¿cuál es la aguevazón de estos gringos?”.
Feliciano había nacido en Neredi, lejos de allá, en las espaldas de la península de Valiente, cuando allá no había colegio ni nada que se le pareciera. Era una espalda tersa, de piel de oro, acariciada con bravura por espumas llegadas desde el norte, por verdes no cultivados que empujaban desde el sur. Allá murió su mujer en el parto de Anastasio, allá nació el espíritu indomable que a este viejo lo enderezaba cada vez que la vida le recordaba que la riqueza de los suyos era pobreza en este mundo de locos… “de vainas”, habría precisado él.
Cometió Feliciano el error de emigrar para darle estudio a la crianza y para enterrar sus pies en la arena fangosa del desarrollo. Pensaba él que era un homenaje a Amelia, esa india bella que siempre le decía que de los blancos se podía aprender algo. El algo no era gran cosa, pensaba el viejo, pero ya no había vuelta atrás. Quizá, con los reales que le ofreció Spencer al principio podía haber regresado, organizar un tambo lindo junto a esa playa ruidosa de mar que la naturaleza había regalado a su pueblo y gastar el resto de sus años jugando dominó bajo el uvo retorcido desde donde veía pasar a los barcos que llegaban a comprar coco y banano cuando aún era un niño y la verdad tenía sonrisa y caminaba descalza.
“Indio, pero no pendejo”. Esa fue la respuesta de Feliciano cuando el gringo le ofreció tres mil dólares por su tierra: cinco mil ochocientos metros donde cada huella del viejo estaba estampada, donde hace 10 años las noches se peleaban por hacer brillar las estrellas para darles la luz que el Estado les negaba y les niega, donde su hija se enamoró de Genaro mientras el pelao buscaba las excusas más peregrinas para visitar a la familia Stone. Spencer subió la oferta, eso es cierto, llegó a los veinte mil… y a esas alturas al viejo Feliciano ya se le había atragantado la dignidad y había decidido que su tumba no estaría en Neredi, bajo el uvo, sino acá en esta isla de mentira donde esos “pinches gringos vienen a dejarse el pelo largo, a oler a muerto y a joder a cuanto chombo o indio se encuentran”.
La horma de Feliciano era Genaro. El joven ya no lo era tanto y a punta de liderar la resistencia de su gente, sus ojos ya tenían una cortina de sangre; su ánimo, un motor de arranque potente y sin freno.
El día que el gringo Spencer apareció con un rifle, Feliciano estaba sentado en la hierba con las manos sosteniendo su cabeza y el torso caliente y con gotas de sudor y sangre. Había salvado lo poquito que tenía dentro de su casa antes de que el fuego se ensañara con la humedad de los tablones. Su hija Marilín lo consolaba. “Padre, te vienes con nosotros, no pasa nada”. Y “nosotros” era a tan solo unos metros, en ese palafito milagroso que aguantaba la suave marea del Caribe. “Bueno pues, así es que empiezan las vainas”. Genaro solo alcanzó a espetarle esa frase al gringo, pero fue porque nadie había mirado en la parte de atrás del rancho. Spencer se regresó con su rifle gacho pensando que a esos desgraciados no los entendía nadie. Nadie sabía aún que Anastasio, el hijo menor de Feliciano, estaba chamuscado, comenzando a ser parte de la madre tierra incumpliendo las leyes naturales, quemado por las llamas que lo sorprendieron durmiendo en la hamaca que siempre colgaba bajo el tambo y donde gustaba pasar la noche.
Hace cinco años y mil recursos de ese día tan estúpido en el que todo se torció, en el que Feliciano dejó de pelear, renunciando incluso a las cuatro cosas que le gustaban: la chicha fuerte, las estrellas colgadas sobre Carenero y que lo conectaban con Amelia, el dominó y las revistas Readers Digest en las que le gustaba conocer lo que no querría vivir. A Genaro la pelea le había arqueado la espalda. A Marilín la había convertido en la frontera de la vida, en el único abrazo que a Feliciano y a Genaro les devolvía el calor que el fuego de Spencer les había robado.
Jair llevaba solo once meses y trece días en el terco palafito. En las noches escuchaba a Feliciano relatar la cronología de la desgracia y las bondades de aquel Anastasio imparable, fuerte como un gigante, indio hasta el tuétano. El viejo le contó del día en que su hijo menor, con solo 12 años, arrancó del mar a cuatro gringos a los que las olas sorprendieron en su imprudencia. O como, recién cumplidos los 16 logró, con ayuda de Genaro, plantar en el Municipio a 90 indígenas que instalaron su cansancio en la escalera del edificio de madera hasta que el alcalde aceptó olvidar todas las órdenes de desalojo que la corrupción y la angurria habían gestionado en su contra.
Había algo genético emparapetado en la sangre de los Stone y aunque Jair llevaba el apellido de algún hombre que se dejó la borrachera en la pieza de su madre, se sabía pétreo por historia y urgente por nacimiento. Los sábados por la noche, el primo lejano de Genaro, cuando en el palafito todos dormían, salía al caminito de madera que los conectaba con la tierra sagrada y se sentaba en la oscuridad a ver de lejos al gringo Spencer en su borrachera semanal, bailando solo como solo vivía con el rifle en cuarentena por el trago y la guardia baja por la nostalgia de quien optó por ser esbirro y victimario. Y fue en la madrugada del domingo 16 de noviembre de 2008 cuando Jair rompió el cerco legal y vital que había convertido al palafito en una isla.
Los periódicos locales describieron el suceso como la consecuencia del alcohol y de los odios acumulados. No entendieron que Anastasio había rematado lo que el fuego no le dejó prever. Sacaron el cuerpo del gringo por el muelle morado del resort Caribean Paradise y Feliciano nunca dejó de arrimarse a la isla de las luces y las chicas blancas de sandalias para pasarle al muchacho un pote de chicha fuerte entre las roídas rejas del calabozo local. Genaro ocupa buena parte de su tiempo en organizar al grupo de indígenas que ocupó el resort para recuperar la tierra usurpada. Marilín es ahora la vocera de un movimiento que nació de las llamas y se expande con el suave viento de estas costas bendecidas por el desarrollo.

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