28/7/08

!Qué lindo parce!















13 hombres y mujeres encapuchados entran en el auditorio. Adolfo Pérez Esquivel , olvidadizo de donde se encuentra, anuncia la retirada de los jueces del tribunal Permanente de los Pueblos. Se nota que Francois Houtart y Manuel Palacín (senador indígena) querrían quedarse, pero hay que salvaguardar la credibilidad del fallo.
La imagen violenta de 13 encapuchados -vestidos de negro, sin zapatos para no ser identificados, con sus cuerpos deformados por ropas y mochilas que buscan esconder pistas bajo las camisetas- es contrarrestada inmediatamente por la belleza de su discurso. “Compitas, disculpen si molestamos”. “Nunca nos callaremos ante la muerte, nunca nos ahogaremos en el mar de las mentiras”. Se comprometen a mantener “un carnaval como resistencia y una vida como un poema”.
Siento lágrimas internas que buscan salir pero que se controlan para no romper el momento de emoción. 1.200 personas aclaman a los estudiantes clandestinos que se lamentan de vivir en un país donde hay que taparse la cara para hablar. Al lado mío, varios miembros del Movimiento de Víctimas de los Crímenes de Estado. Ellos no lloran, gritan consignas recordando a los que no están y a los que están encarcelados.
Hay un homenaje a los 16 estudiantes asesinados en los últimos cuatro años por “luchar por una Colombia del tamaño de sus sueños”. Y pienso en la urgencia de estas luchas, en la inutilidad de las mismas, en la imposibilidad de esquivarlas. Me radicalizo al mismo tiempo que me vuelvo más tolerante. No quiero estar de acuerdo con ellos, quiero comprender el dolor y la energía que hay que acumular para jugarse el cuello de esta manera, para retar a los asesinos que, seguro, tenían varios infiltrados en el auditorio.
“!Qué lindo parce!”, me dice un muchacho de unos 20 años antes de abrazarme sin conocerme. “Sí parce, fue relindo”, le contesto sincero. Casi ingenuo todo este acto de dignidad que termina con un encapuchado que toca una melodía en una flauta dulce antes de que la gente roma en vítores.
Después, nada cobró significado. Estaba todo dicho, las cartas encima de la mesa. ¿Hay posibilidad de negociar cuando hay tanta sangre acumulada en la memoria? ¿Se puede tener la cabeza fría para construir en un universo donde la destrucción y la doble moral es la norma?
Cada día me siento más tolerante con las personas que muestran compromiso con las causas justas. Cada día me aguanto menos a los míos, a los que camuflados en mil argumentos, se ha refugiado en la comodidad de vivir sin saber que la muerte enjuicia a la mayoría a cada minuto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

15 Sep 2008 - 8:06 pm


Sombrero de mago

País de encapuchados
Por: Reinaldo Spitaletta

UNOS ENMASCARAN SU ROSTRO Y otros el lenguaje. El verdugo cubre su cara quizá por vergüenza de sí mismo; el estudiante (¿disfrazado de comunista?), tal vez por miedo a la represalia. O porque sus ideas no son claras. El poder, porque es una de sus estrategias: embozar las palabras, decir cosas para hacer lo contrario. Por ejemplo, si habla contra la “politiquería y la corrupción”, su práctica será precisamente politiquera y corrupta.
A veces, el poder no requiere capuchas, sino balas. O, en casos menores, sobre todo si se trata de desplazar desplazados de una zona exclusiva de Bogotá, un bolillo, o una carga de “robocops”. O arrebatarles los bebés a los manifestantes. Decía Frey Beto que los pobres huelen mal, tienen mal gusto, pero son víctimas de una o muchas injusticias, y por eso hay que estar con ellos. Con o sin máscaras antigases.

Colombia está llena de encapuchados. Como los expertos en montar “falsos positivos”, o los que con discursos efectistas intentan tapar la pobreza y el desamparo. E invisibilizar a las víctimas. Hay encapuchamientos cuando se reforma un “articulito” de la Constitución y se apela a la compra de votos, de conciencias, hay feria de notarías, y se comete cohecho. O cuando pese a las cámaras entran a la “Casa de Nari” reconocidos delincuentes.

Mejor dicho, habitamos en el país de los enmascarados cual luchadores mexicanos y de los enmascaramientos. ¿Qué ha sido la parapolítica o el parauribismo? Un encapuchamiento de políticos aliados con el paramilitarismo. Y el régimen es experto en tales ocultamientos. Así, los corifeos del príncipe no hablan de desplazados (hay cuatro millones en Colombia) sino de “migrantes” o advierten, sin sonrojo, que ya no hay paramilitarismo. País de hadas.

Hay encapuchamiento cuando se asesinan campesinos y se muestran como dados de baja en combate, con el escapulario de guerrilleros. ¿Cuándo les quitarán las capuchas a los “seis notables” de los que habló Carlos Castaño y que ampararon el paramilitarismo? ¿Cuándo se sabrá cuáles son los industriales y patriarcas que financiaron cruzadas de muerte y desolación en Colombia?

Hay encapuchados por doquier. Unos se ponen máscara de fiscal y se dejan seducir por los oropeles de algún mafioso; otros, encapuchan sus palabras, asumen tono de seminarista, utilizan diminutivos y eufemismos, como mecanismo para ocultar sus propósitos autoritaristas o su predilección por las transnacionales y los magnates. ¿Qué oculta la palmicultura? ¿Qué busca un empresario cuando dice que hay que reelegir al Presidente? ¿Qué disimula un presidente cuando dice que no quiere referendo sino que se apruebe la reforma a la justicia?

Las instituciones están narcotizadas. La corrupción con capucha y sin ella contamina congresistas, militares, fiscales. Y volviendo al caso de los desplazados del Parque de la 93, que no estaban encapuchados, que sus rostros de desespero mostraban la angustia del desarraigado, que no eran propiamente “migrantes” ni turistas, que protestaban contra las promesas incumplidas, ¿cuál era su delito? Bueno, afeaban un sector de gente linda, se volvían visibles con sus enfermedades y despojos, a lo mejor tenían pinta de subversivos, por aquello de que la pobreza es la peor arma de destrucción masiva.

Aquí también hay encapuchados como los del Ku Klux Klan y otros que en sus palabras, a veces seductoras, ocultan sus reales intenciones. Siempre hay que sospechar de alguien que dice estar “pensando en los intereses superiores de la patria”, y sobre todo cuando esos intereses no coinciden con los del destechado ni con los del mendigo.

Hubo en los setenta, en la U. de A., un estudiante jorobado y enano que en las asambleas salía encapuchado. Era un rey de burlas: todos lo reconocían. Hoy, menos mal, ya mucha gente comienza a empelotar a los encapuchados del poder. Son fáciles de identificar.

Reinaldo Spitaletta