En la luz de la mañana trato de anclarme. Desde esta ventana de mar pareciera que no hay nada más. Ni nada menos. Que el universo no puede ser sino agua, océanos dispuestos a sostener barcos y rescatar sirenas, espacio libre de humanos y, por tanto, amable, futurible, conjugable.
Luego el día avanza y aparecemos, pertrechados de planes y alegorías, de dudas y manías, algunas veces con caricias, otras, con las piedras guardadas en el sayo. Gestionamos los recelos, medimos los anhelos, tratamos de entender el gesto y el silencio, evitamos el ruido de las voces para no caer en la maraña de aquel desasosiego, de este evitar la vida y sus animales.
En la noche, no hay estío, solo invierno cerrado es la capa de sombras que compone el dibujo ciego y atenazante. Eso cuando no estás. Cuando puedo dejar mi cuerpo en el molde de tu espalda no hay razones para cerrar los ojos ni para evitar el verano de tu ensueño. En tu ausencia, la ventana es tan fría como las sábanas, corta tanto como el agua que vomito en la frontera de los párpados, se calla ante mis arrullos como un asesino escondido en el pliegue de las cortinas.
Aún sin saber si la noche es el espacio entre dos vigilias o si el días es apenas una tregua de noches me dedico a apuntalar las costuras de mi espalda con tu recuerdo y con mi locura. Dos remedios para tanto vacío.
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