7/4/20

Blancos ‘normalizados’ aterrorizados sólo por este virus

No hay que investigar mucho para toparse con la realidad planetaria. Esa realidad nos recuerda que cada año mueren unas 400.000 personas como consecuencia de la malaria (entre ellas, 700 menores de cinco años al día), que al menos 770.000 personas murieron por enfermedades relacionadas con el VIH en 2018 y que al final de ese año 37,9 millones vivían con el virus, que unos 390 millones de personas se contagiaron de dengue el año pasado, que sólo en 2018 murieron 1,2 millones de personas VIH negativas por tuberculosis… No hace falta meter en el repaso de cifras a refugiados, desplazados internos ni migrantes… digamos que obviaremos así al ‘virus’ de las guerras de dominio, las invasiones, las sanciones internacionales o los ‘desastres naturales’.
Pero lo que sí dice la realidad respecto a cuatro situaciones de salud –malaria, VIH, dengue y tuberculosis- es que ya vivíamos con pandemias de dimensión abrumadora. Más incluso que la actual pandemia del coronavirus. Entonces ¿qué nos ha pasado para que ahora estemos tan consternados, tan afectados por la crisis sanitaria y por la visibilidad extrema de las prácticas del biopoder?
No es que nos hayamos dado cuenta de que la globalización  y la tecnomovilidad del siglo XXI ha expandido con velocidad el virus (eso ya pasó con el VIH y su claro recorrido planetario en los años 80 del siglo pasado), ni que nos falten recursos para enfrentar médicamente al virus (eso lleva pasando con la malaria desde hace décadas), ni que la dimensión de las cifras sea imposible de aceptar para la sociedad mediatizada (las cifras que suman estas tres enfermedades suponen el contagio, entre las tres de 629 millones de personas al año, un 8% del total de la población mundial)… Lo que ocurre es que esta pandemia afecta por primera vez a las personas blancas normalizadas que habitan el norte global. Y es ahora, cuando afecta a los seres humanos provistos de humanidad, cuando se prenden todas las alarmas.
No hay demagogia en el argumento. Cuando el coronavirus estaba en China se pudo constatar como Europa o Estados Unidos veían el asunto como un “problema chino” y en las calles de España lo que se vivían eran ejemplos de claro racismo y xenofobia. Cuando el virus golpeó a Italia, España, Inglaterra, Francia o Estados Unidos, entonces, y sólo entonces, se convirtió en una “lucha de todos”, en un “de esta salimos todos juntos”, en ese “no se queda nadie atrás”.
La mayoría de analistas han centrado su crítica o su diagnóstico respecto al capitalismo y sus desigualdades, con un cierto placer morboso por ver “al emperador desnudo” en su propia casa y, al tiempo, denotan una cierta culpa por haber ‘maltratado al planeta’. Ven una situación apocalíptica respecto al capitalismo y la crisis ambiental y se preguntan, cómo salir del atolladero, cómo repartir las migajas, cómo evitar la precarización de las ya precarizadas tras la crisis económica de 2008.
Digamos que el COVID19 ha mostrado una vez más las costuras no sólo del sistema capitalista neoliberal, sino del racismo sistémico (también intelectual) y de la negación de las jerarquías de la colonialidad que siguen operando incluso al abordar crisis denominadas como globales.
Con poco éxito y mucha dificultad, colectivos de ‘nadies’ de la zona del ser –como las trabajadoras del hogar, las personas sin hogar o las privadas de libertad- tratan de hacerse un hueco en la agenda ‘buenista’ de las soluciones a la era postCOVID19 pero menos éxito aún se tiene cuando se intenta hablar de la condición de racialización de parte de nuestras sociedades –y la precarización que incluye de partida-.
Se repite la frase “nada va a ser igual” después de la pandemia de coronavirus y ojalá sea así. Lo que debería ocurrir es que el “nuevo orden internacional” pusiera la vida en el centro de sus debates y acciones sin criterios racistas, pero siento decirles que no creo que eso ocurra. Mientras la mayoría de muertes por tuberculosis ocurran en India o China, mientras el dnegue golpee básicamente los países de América Latina y algunos del sudoeste asiático, mientras el VIH siga enquistado en grupos de población considerados “malos” (maricones, drogatas, promiscuas de diferente pelaje y pobres africanos) y la malaria sea cosa de negros y de cholos, el Norte Global seguirá invirtiendo millonarias cantidades para encontrar vacuna para el COVID19 mientras los refugiados esperan junto a sus muros y mientras fuera, en el Sur Global, nada habrá cambiado.
Ébola, Zika, SARS, fiebre amarilla, malaria, VIH, dengue… la salud de una buena parte del planeta seguirá siendo tan frágil como antes del COVID19 pero los pocos recursos que se redirigían del Norte Global al Sur Global para tratar de combatir los brotes epidémicos ya no fluirán en la misma –y pírrica- medida. No es un tema de humanitarismo, sino de racismo, de una mirada blanca, occidental, capitalista y heteropatriarcal del mundo en el que todas las jerarquías operan para que el blanco “normalizado” sobreviva en la guerra darwinista (eso sí es una guerra) con la que se lucra y subsiste el sistema.


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