Todo puede ser mejor. El vino, los desvelos, los bocadillos
de jamón –ibérico, a ser posible-, la salud, el errático devenir de estos seres
tan insignificantes. Caminamos sin mirar al frente, el suelo llama nuestra
atención. Chicles pegados, alguna colilla, la pinche manía de limpiar nuestros
despojos. Dejamos jirones de nuestras vísceras en cada esquina, pero los
servicios municipales privatizados pasan la manguera sobre ellos: no es amable
ver en la mañana nuestro intestino entre la niebla.
Todo debe ser mejor si apostamos al desaliento. A la
desesperanza. A la lucidez. Mirar duele, ser duele en esta casquería tan
democrática, tan falaz. Levantamos la mirada, identificamos un poste de la luz
y vamos directos hacia él. Todo va a ser mejor, aunque la empresa encargada del
mantenimiento haya olvidado este tramo de la vida.
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