Por Paco Gómez Nadal
La historia tiene la mala costumbre de
acumularse en las cañerías del tiempo a pesar de que no se vea. Los
acontecimientos de nuestro pasado forman el sustrato en el que crecemos y del
que nos alimentamos. Es algo así como el que no quiere saber los ingredientes
de eso que llaman hamburguesa de restaurante de comida rápida y que, a pesar de
ello, no deja de envenenarse cada vez que toma un “menú número 3” bañado en
grasas saturadas, carnes de cuarta categoría y hormonas inyectadas.
La historia es así, es el código genético al
que acudir cuando queremos entender lo que somos. El problema de España es que
nunca se ha llevado bien con su historia. Como todos los países de Europa, y
probablemente del planeta, este primer Estado Nación del continente se ha
construido a base de sangre, fanatismos, explotación cruel del otro y
desmemoria periódica e intencional.
Entender la falta de un modelo productivo
propio y sostenido en el tiempo es leer a Gerald Brenan, que en su Laberinto Español nos describe como el
rentismo ha sido la forma de enriquecimiento preferido en esta parte de la
península desde que una casualidad convirtiera al incipiente estado en un
imperio a finales del siglo XV y principios del XVI. Comprender la torpeza
secular de nuestras élites es acompañar a Juan Bosch en su histórico repaso del
Caribe y descubrir el carácter medieval y obtuso de los “gestores” de ese
imperio en los siglos XVII o XVIII, mientras en el resto del continente las nuevas
burguesías se dedicaban a construir el capitalismo contemporáneo. Profundizar
en la herida no curada de 1898 es bucear en la vergüenza histórica de un país y
de una regenta que se enriquecían con el tráfico ilegal de esclavos mientras
los españoles mendigaban empobrecidos y alimentados de un burdo patriotismo de
sacristía que los empujó a librar una guerra de independencia contra Francia
mientras sus nobles huían o se escondían para jamás apostar sus fortunas al
honor o la decencia.
No quiero llegar al triste siglo XX para
entender lo que somos para evitar deprimirme. En España nunca han tenido
recorrido la memoria o la crítica. Algunas de las mentes más valiosas de este
país, la mayoría, han tenido que huir en los diferentes aquelarres civiles o
religiosos. Echamos a judíos y árabes, la base de lo que debía ser la burguesía
peninsular; acusamos de afrancesados a todos los que apostaban por la
modernización del país a principios del siglo XIX, matamos o expulsamos a
poetas, académicos y científicos en la guerra civil porque pensar, en esta patria,
siempre ha estado mal visto: cosa de inconformistas o ateos…
La España de hoy es la hija de su propia
historia. La economía del país es la de servicios, no productiva, tierra de
veraneo para gentes de países más “desarrollados” o paraíso del “pelotazo” para
los listillos, uno de los conceptos más dañinos y reales de esta joven
democracia. Para ese viaje no hace falta mucha inteligencia, sino trabajadores
disciplinados y baratos, y eso es lo que produce este sistema educativo que,
como en todos los países, está al servicio del tejido económico y del diseño de
país. En España hace tiempo que los tejidos se importan de China y lo último
que diseñamos fue la mascota de unas olimpiadas. Eso que nos ahorramos.
La política es víctima del aplazamiento de lo
importante y del aprovechamiento del instante: aquí el posibilismo hace que
jamás se toque lo estructural y que los políticos españoles lleven años siendo
rentistas de los ciudadanos a los que supuestamente gobiernan. Una vez acabado
el chollo de las tierras de ultramar, los españoles nos hemos convertido en la
colonia de nuestras propias élites.
Estamos despertando del sueño de nuevos ricos
en el que nos habíamos sumido para olvidarnos de nuestra realidad. Los alquimistas
del poder tratan ahora de convencernos de que emigrar en busca de sustento es
aportar a la marca España y de que la salida de la crisis es la
autoexploración, denominada por ellos como “cultura emprendedora”.
Las soluciones no son fáciles, pero las hay.
Son todas estructurales, que de maquillaje y parches ya estamos saturados.
España, este territorio plurinacional, indolente, olvidadizo, divertido, angurriento
y bastante inculto, requiere de un revisión a fondo. El problema es que para
hacerlo, necesitaríamos de políticos visionarios, con verdadera vocación de
servicio público, que trabajasen a mediano y largo plazo, y que involucraran a
la mayor parte de la población en una operación de refundación tan compleja
como apasionante. Les tengo una mala noticia: nuestros políticos se parecen
demasiado a nosotros, saben tan poco de historia como nosotros y son tan
cortoplacistas como nosotros.