Ayer, 14 de diciembre de 1970 recibimos el siguiente escrito
firmado por el Comisario Jefe de
la Brigada Regional de Investigación Social dirigido al Magistrado especial de
orden público
“Ilustrísimo señor:
Tengo el honor de poner a disposición de V.I. a José Ramón Burgués
Mogro, hijo de Ignacio y María Concepción, nacido en Cervera de Pisuerga,
Palencia, el 13 de julio de 1952, estudiante de 1 de Filosofía y Letras,
soltero y con domicilio en Cadarso, 18.
El citado ha sido detenido por los funcionarios afectos al
Departamento de Orden Público D. Miguel Pulido Ruíz y d. José Enrique Carreño
Pérez. En su declaración reconoce haber ayudado a volcar un coche marca Seat
600 con otras personas y que al advertir la presencia de un coche de la
Policía, salió corriendo por varias calles manteniendo un forcejeo con los
inspectores que trataban de detenerlo”.
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El 14 de diciembre de 1970 en Madrid hacía un frío que pelaba con
una temperatura mínima de -3 grados. En alguna sala de cine del régimen gris se
pasaba el NO DO número 1.458 del año 28. Las masas silenciosas cerraban puertas
y ventanas mientras algunos hombres y algunas mujeres se golpeaban contra las
paredes.
Extracto de la declaración de los agentes Pulido Ruiz y Carreño
Pérez:
“… También el revoltoso en su redoblado esfuerzo de eludir su
detención cayó contra la pared de la casa cercana a la esquina donde estaban
intentando detenerle, produciéndose la ruptura de las gafas que llevaba puestas
y por efecto de que se rompieron los cristales de la misma, se causó una herida
en la mejilla derecha, herida inciso- contusa de unos cuatro centímetros, con
colgajo en mejilla derecha”.
Cayó contra la pared…
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¿Cuántos silencios hacen falta para ocultar a una persona?
¿Cuántos silencios hacen falta para conocer a una persona?
¿Cuántas corteses sonrisas para ir echando capas de silencio sobre
su digna biografía personal?
¿Cuántos eligen el silencio frente la arrogancia; el cotidiano
compromiso sin focos frente al liderazgo de las tarimas?
¿Cuántos nos abandonan y calcular su ausencia nos supone toda otra
vida?
La ciudad está llena de seres especiales, magnéticos, cargados de
historia y de historias. Nos caen bien, los consideramos cercanos, sabemos
mucho de su corteza, pero poco de lo que están compuestos.
Nos cruzamos con ellos, les compramos el pan, les deseamos los
buenos días, charlamos del último concierto de jazz programado sin saber que
sus días son buenos por dentro, que se sustentan en una masa madre casi
incontaminada. O, al menos, tan robusta como para que las bacterias del tiempo,
las de los éxitos e, incluso, las de los fracasos, no la echen a perder.
La enésima pregunta de este texto sin respuestas es… si hablaba poco y escribía menos…
¿cómo conocer a Moncho más allá de la barra del Rvbicón, más allá del tinte
amarillo, rojo y morado con el que barnizaba su arcoíris particular? ¿Cuántos
bigotes hacen falta para ocultar las cicatrices? ¿Cuántas cicatrices se
ocultaban tras la corteza cotidiana?
Hay más lenguajes que el oral o el escrito. Por ejemplo, el del
barro: trabajo del alfarero que siempre fue más que eso, y que encontró en el
cuenco la pieza repetida en la que volcar la coherencia confundida con
obstinación. ¿Dice algo el barro? Claro que sí, Moncho entraba al barro con el
alma, como le dio por vivir la vida. Gozándola. Sólo vendía sus piezas cuando
la necesidad apretaba y, mientras, prefería mecerse en el milenario arte del
Rakú.
Cuencos de esa arcilla que sobrevive a la carne, la que se cuece
en una vida de pasiones sin estridencias, sin compromisos no convenciones pero
con el compromiso y la convicción de quien se estrella sin importarle las
consecuencias contra las paredes del sistema que coloca una policía torpe y
burocrática.
Hoy 15 de diciembre de 2013, tengo el honor de poner a vuestra
disposición algunos de los elementos que componían el cuenco de la vida de
Moncho. Ved: ponemos un profundo compromiso social y político con los derechos
de las otras y los otros. Ese compromiso hay que amasarlo todos los días, sin
aspavientos, ni militancias nominales, sino en el difícil e inestable
territorio de lo cotidiano. Añadamos cabalidad y vehemencia en la ejecución de
lo decidido. Hagamos que esas decisiones se tomen por intuición y a punta de
pasión.. y ahí lo tenemos.
Hoy 15 de diciembre de 2013 os quiero señalar la ausencia, la
falta del que muchos conocieron como el Príncipe Rojo, el que supo del frío
tremor de Carabanchel, del cálido recibimiento que pueden proporcionar las
croquetas de Maricua en un sitio imposible y pionero como La Paquita (allá en
la Travesía de África donde tres mesas con mantel de papel, una estufa y un
gato hacían de atrezzo para el atrevimiento gastronómico), el que se embarcó un
par de años para, finalmente, perderse el Carnaval de Río de Janeiro, que cortó
tulipanes en Holanda o le puso la estrella a algún Mercedes Benz en el frío y distante
Heidelberg, el que supo que los quirófanos y los injertos no iban a silenciar
su estruendoso silencio.
Hoy 15 de diciembre de 1987 estamos en la calle del Carmen que un
día fue Sol y donde la luz ha vuelto a brillar, un lugar por el que nadie
hubiera apostado hoy, nadie excepto un terco alfarero, un fino cocinero, un
respetuoso republicano razonador, un trotskista sin carnet ni secta, un
indisciplinado fiel a sus convicciones.
Hoy debe ser 15 de diciembre ¿verdad? Y si es así, allá al fondo,
debe venir caminando un tipo no muy alto, de bigote espeso y coleta sempiterna,
bajo un sombrero de paño. En su casa, aguarda el Panamá para cuando el clima le
diga que la alegría se ha vuelto a posar sobre la ciudad. Aquí, en nuestra
calle, la que es nuestra por la lucha de muchos y muchas como él, nosotros
tenemos el deber de la memoria y la alegría de haberlos conocido. Y una
obligación… yo os invito a que, a partir de hoy, miréis a los otros y a las
otras sospechando de la profunda riqueza que guardan en su interior.
Preguntadles… preguntadles por su historia íntima, por sus apuestas secretas. Esas
que los expedientes judiciales no cuentan, esas que los agentes Pulido Ruiz y
Carreño Pérez no pudieron intuir en el “marginal” que tenía la costumbre de
romperse la cara él solito.
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