29/4/20

Estamos solas; nos tenemos

Parece una constatación poco original: estamos solas. Estamos solas porque esta crisis global nos ha pillado con las defensas de clase destruidas. Ya no hay organizaciones masivas, políticas, sindicales o de clase que den sentido a nuestras resistencias. Estamos solas porque los partidos políticos que preformatean la democracia en unos Parlamentos nada representativos de las mayorías no son nuestros y no trabajan con/para nosotras. Estamos solas porque no nos ha dado tiempo a tejer nuevos vínculos planetarios entre las nadie al tiempo que nos defendíamos de las brutales dentelladas del tardocapitalismo y su necesidad de desposeer para acumular. Estamos solas porque nos hicieron sospechar de nuestras iguales, porque nos convencieron de que solas podíamos, que el ombligo era el punto cardinal más “moderno”, que la autorrealización equivalía a una especie de felicidad digital en la que dejar pasar el tiempo mientras tiempo era lo que vendíamos a cambio de un salario pregastado en el economato de la patronal.
Sindicatos que son maquinarias institucionales de defensa de ciertos grupos de privilegio o meros proveedores de servicios a trabajadoras y trabajadores que pueden pagar la cuota; partidos que cierran los canales de participación cuando sienten que la gente participa; movimientos ‘revolucionarios’ autocomplacientes en su pureza porque abrirse a la vida plural significaría contaminarse y salir del autoconfort del dogma; proyectos atrapados en las lógicas de la consecución de ‘objetivos’ y eurodependientes de subvenciones y repartos inequitativos de la miseria institucional…. Estamos solas.
Algunas, miramos con esperanza el movimiento telúrico que hizo temblar a la América Latina desde 1998 y descubrimos, una vez más, que la institucionalidad –cualquier institucionalidad- fagocita a las alternativas que creen posible domarla y que, una vez institucionalizadas, las alternativas juega a defenderse de las personas y a gestionarlas -con mayor o menor reparto de las migajas, pero gestión al fin y al cabo-. Otras, pensaron que los movimientos clasemedianeros del 15M o del Occupy podrían hacer la diferencia, cuando lo que reclamaban era la atención de ese padre canalla y alcohólico que es el estado y un espacio en el sofá familiar del neoliberalismo. Quizá alguien pensó que en los movimientos neorurales de autosalvación se podría gestar una salvación colectiva con el paso del tiempo; pero, eso, el tiempo, es lo que no teníamos –ni antes, ni ahora.
Estamos solas.
Jodidamente solas.
Pero nos tenemos las unas a las otras. Es decir, que si constatamos esa soledad política desde la óptica tradicional podremos imaginar otras formas de articulación política que rehuya cualquier tentación institucional. Estamos solas, pero nos tenemos y eso, si sabemos interpretarlo, traducirlo y articularlos, es tremendamente poderoso. No hay manual de uso, jamás nos hemos enfrentado a una orfandad tan brutal, tan desoladora. Así que sólo nos queda tirar de imaginación, de osadía y de afinidades. ¿Nos animamos?

7/4/20

Blancos ‘normalizados’ aterrorizados sólo por este virus

No hay que investigar mucho para toparse con la realidad planetaria. Esa realidad nos recuerda que cada año mueren unas 400.000 personas como consecuencia de la malaria (entre ellas, 700 menores de cinco años al día), que al menos 770.000 personas murieron por enfermedades relacionadas con el VIH en 2018 y que al final de ese año 37,9 millones vivían con el virus, que unos 390 millones de personas se contagiaron de dengue el año pasado, que sólo en 2018 murieron 1,2 millones de personas VIH negativas por tuberculosis… No hace falta meter en el repaso de cifras a refugiados, desplazados internos ni migrantes… digamos que obviaremos así al ‘virus’ de las guerras de dominio, las invasiones, las sanciones internacionales o los ‘desastres naturales’.
Pero lo que sí dice la realidad respecto a cuatro situaciones de salud –malaria, VIH, dengue y tuberculosis- es que ya vivíamos con pandemias de dimensión abrumadora. Más incluso que la actual pandemia del coronavirus. Entonces ¿qué nos ha pasado para que ahora estemos tan consternados, tan afectados por la crisis sanitaria y por la visibilidad extrema de las prácticas del biopoder?
No es que nos hayamos dado cuenta de que la globalización  y la tecnomovilidad del siglo XXI ha expandido con velocidad el virus (eso ya pasó con el VIH y su claro recorrido planetario en los años 80 del siglo pasado), ni que nos falten recursos para enfrentar médicamente al virus (eso lleva pasando con la malaria desde hace décadas), ni que la dimensión de las cifras sea imposible de aceptar para la sociedad mediatizada (las cifras que suman estas tres enfermedades suponen el contagio, entre las tres de 629 millones de personas al año, un 8% del total de la población mundial)… Lo que ocurre es que esta pandemia afecta por primera vez a las personas blancas normalizadas que habitan el norte global. Y es ahora, cuando afecta a los seres humanos provistos de humanidad, cuando se prenden todas las alarmas.
No hay demagogia en el argumento. Cuando el coronavirus estaba en China se pudo constatar como Europa o Estados Unidos veían el asunto como un “problema chino” y en las calles de España lo que se vivían eran ejemplos de claro racismo y xenofobia. Cuando el virus golpeó a Italia, España, Inglaterra, Francia o Estados Unidos, entonces, y sólo entonces, se convirtió en una “lucha de todos”, en un “de esta salimos todos juntos”, en ese “no se queda nadie atrás”.
La mayoría de analistas han centrado su crítica o su diagnóstico respecto al capitalismo y sus desigualdades, con un cierto placer morboso por ver “al emperador desnudo” en su propia casa y, al tiempo, denotan una cierta culpa por haber ‘maltratado al planeta’. Ven una situación apocalíptica respecto al capitalismo y la crisis ambiental y se preguntan, cómo salir del atolladero, cómo repartir las migajas, cómo evitar la precarización de las ya precarizadas tras la crisis económica de 2008.
Digamos que el COVID19 ha mostrado una vez más las costuras no sólo del sistema capitalista neoliberal, sino del racismo sistémico (también intelectual) y de la negación de las jerarquías de la colonialidad que siguen operando incluso al abordar crisis denominadas como globales.
Con poco éxito y mucha dificultad, colectivos de ‘nadies’ de la zona del ser –como las trabajadoras del hogar, las personas sin hogar o las privadas de libertad- tratan de hacerse un hueco en la agenda ‘buenista’ de las soluciones a la era postCOVID19 pero menos éxito aún se tiene cuando se intenta hablar de la condición de racialización de parte de nuestras sociedades –y la precarización que incluye de partida-.
Se repite la frase “nada va a ser igual” después de la pandemia de coronavirus y ojalá sea así. Lo que debería ocurrir es que el “nuevo orden internacional” pusiera la vida en el centro de sus debates y acciones sin criterios racistas, pero siento decirles que no creo que eso ocurra. Mientras la mayoría de muertes por tuberculosis ocurran en India o China, mientras el dnegue golpee básicamente los países de América Latina y algunos del sudoeste asiático, mientras el VIH siga enquistado en grupos de población considerados “malos” (maricones, drogatas, promiscuas de diferente pelaje y pobres africanos) y la malaria sea cosa de negros y de cholos, el Norte Global seguirá invirtiendo millonarias cantidades para encontrar vacuna para el COVID19 mientras los refugiados esperan junto a sus muros y mientras fuera, en el Sur Global, nada habrá cambiado.
Ébola, Zika, SARS, fiebre amarilla, malaria, VIH, dengue… la salud de una buena parte del planeta seguirá siendo tan frágil como antes del COVID19 pero los pocos recursos que se redirigían del Norte Global al Sur Global para tratar de combatir los brotes epidémicos ya no fluirán en la misma –y pírrica- medida. No es un tema de humanitarismo, sino de racismo, de una mirada blanca, occidental, capitalista y heteropatriarcal del mundo en el que todas las jerarquías operan para que el blanco “normalizado” sobreviva en la guerra darwinista (eso sí es una guerra) con la que se lucra y subsiste el sistema.


5/4/20

La normalidad

Si algo se ha incentivado en nuestra era es el presentismo. Desde los coach pseudosicológicos, hasta los buenistas del hedonismo se ha incentivado un “vive el presente” que ha empujado a la mayoría de familias de la clase media occidental a una especie de carrera hacia el abismo pensando que al final sólo se encontraba un centro comercial.
Para que el presentismo extremo funcione debe ser convenientemente combinado con e “adanismo”: esa perversa idea de que la historia comienza con nosotros y que su final, en todo caso, no nos incumbe. Tanto las derechas más tradicionales, como las más sofisticadas, así como un sector de la izquierda marxista convencional han vendido la idea de que es en el presente donde encontramos soluciones a cada reto que se nos presenta. Occidente, para ello, nos ofreció la ciencia y a los científicos como placebo ante cualquier reto apocalíptico: ellos, ellas encontrarían una solución mágica para que todo siguiera siendo igual, normal, al fin.
En Islandia, por ejemplo, en lugar de diseñar un plan para acabar con el problema de las emisiones de CO2 –algo que pasaría obligatoriamente por descartar el modelo económico del crecimiento ad infinitum, es decir, el capitalismo- han inventado CarbFix, un mecanismo para capturar el CO2 de la atmósfera y mineralizarlo gracias a un sistema que lo termina convirtiendo en roca. Dentro de una décadas habrá que inventar un destructor de rocas para sacudirnos el nuevo problema, pero el CarbFix parece una metáfora perfecta de la ciencia al servicio del suicidio colectivo.
La pandemia del COVID19 y la(s) crisis que trae en la mochila para las próximas décadas opera en esa misma clase media presentista al extremo un fenómeno similar: un deseo desenfrenado porque la ciencia ataje el problema al costo que sea para poder volver al presente, es decir, a la normalidad. De hecho, los Estados, que nos conocen bastante bien, dosifican la información para generar el espejismo de que el confinamiento obligatorio es un paréntesis breve en la vida que no pertenece exactamente al presente y que sobrellevarlo supone que “todo va a salir bien” y que podremos volver a la normalidad. Mientras nosotras, de forma disciplinada cumplimos la función de policías de nosotras mismas, fuera, en el exterior del paréntesis, hay “héroes” científicos que libran una “batalla” para lograr un vacuna que nos permita seguir en la fiesta del presente suspendido. Y llegará un momento en que los grandes medios certificarán la “vuelta a la normalidad” –como hicieron con el “fin de la crisis” de 2008, aunque esa crisis nunca acabara- y recordaremos estos meses como una pesadilla que justificará los excesos de consumo y de fiesta posterior.
¿Por qué no hemos sido tan disciplinados con las terribles consecuencias del cambio climático reduciendo nuestro consumo, nuestras emisiones y cambiando nuestras formas de vida para salvar al planeta y, con él, a nuestra especie? Porque la amenaza estaba situada en el futuro y esta sociedad occidental no está programada para pensar en esa clave.
Este presentismo que determina de forma dramática “la normalidad” supone dos problemas graves para interpretar con cierto tino la era postcoronavirus. Por un lado, nos evita pensarnos como ancestros, es decir: nos libra de la responsabilidad de pensar y actuar para que las generaciones venideras habiten territorios donde la vida sea viable. La irresponsabilidad del presentismo se cifra, entonces, en clave de un egoísmo absoluto del yo, de un narcicismo inherente al capitalismo y a esta etapa decadente de La Modernidad. Una vez que hemos eliminado la trascendencia de la ecuación vital –y para eso hemos matado, primero a los dioses; después a las utopías sociales- la forma de vivir con “normalidad” está determinada, fundamentalmente, por la irresponsabilidad. Para ello, hay algunos mantras que conviene conjugar: “No hay que saber demasiado”, “Greta Thumber es una niña alterada y pesimista", “Hay que ser optimistas”, “Experimenta el presente como si no hubiera un mañana para ser feliz”. Felicidad, optimismo, ignorancia… la receta mágica está servida.
El segundo gran problema es que nos deja especialmente expuestas a las consecuencias de nuestra ignorancia. Es decir, no hay que ser linces del análisis para intuir que la era postcoronavirus estará atravesada por ciertas veleidades fascistas, de control social, de una importante reconfiguración de la relación con el “otro”, de una precarización de la vida para amplios bolsones de personas que pasarán a ser una amenaza para la que superen la crisis manteniendo un empleo decente, una casa segura y una salud razonable. En estos días se ha machacado a cualquiera que apuntara los problemas que puede conllevar la entrega de la ciudadanía sin condiciones a autoridades, por un lado, y científicos, por el otro. Ese hecho, el haber renunciado a la ciudadanía, no es nuevo. Llevamos décadas arrancando pedacitos de lo que se suponía ser ciudadano a cambio de placeres presentistas: desde la entrega de los datos personales para “disfrutar” de ciertas aplicaciones digitales, hasta la nula participación real en movimientos asociativos (sindicatos, partidos políticos, asociaciones de vecinas…) a cambio de que “otros” (empresas, funcionarios, aplicaciones…) se encargaran de la pesada tarea de gestionar los asuntos públicos que nos atañen a todas, pasando por la renuncia a parte de nuestra humanidad (permitiendo campos de concentración, millones de refugiados, cientos de miles de muertos por enfermedades “de pobres) a cambio de la “seguridad” de nuestro hogar.
Lo que ocurrirá ahora, como continuidad necesaria acelerada por el COVID-19, es la entrega de los últimos fragmentos de nuestra ciudadanía y eso permitirá desde el control geolocalizado de poblaciones enteras, hasta los periodos reiterados pero cortos de confinamiento, pasando por una elitización aún mayor de los movimientos transfronterizos. Y eso ocurrirá desde un nacionalismo casposo y patético como el de la derecha española o desde una sofisticada tecnopolítica autoritaria al estilo chino. Todo se justificará en defensa de la vida y esa vida –las vidas que sí merecen la pena ser vividas- supondrá la condena a muerte de millones de personas absolutamente prescindibles –las poblaciones “supérfluas” de Bauman o las nudas vidas de Agamben, da igual-.
La normalidad a la que volveremos pasado el desastre pandémico será tan desigual, injusta y violenta como la que ya experimentaban los “condenados de la tierra” (¡ay Fanon!) antes de que el virus acelerara la globalización del despojo. A las que nos vemos como ancestras, como personas responsables con el futuro y con la vida por-venir nos tocará resistir, huir de la angustia del presente pero incidiendo en él, atender las urgencias que esta crisis va a provocar a muchas de nuestras hermanes pero trabajar con la perspectiva de ese cambio civilizatorio que nosotres no veremos aunque seamos co-responsables de su construcción.