5/4/20

La normalidad

Si algo se ha incentivado en nuestra era es el presentismo. Desde los coach pseudosicológicos, hasta los buenistas del hedonismo se ha incentivado un “vive el presente” que ha empujado a la mayoría de familias de la clase media occidental a una especie de carrera hacia el abismo pensando que al final sólo se encontraba un centro comercial.
Para que el presentismo extremo funcione debe ser convenientemente combinado con e “adanismo”: esa perversa idea de que la historia comienza con nosotros y que su final, en todo caso, no nos incumbe. Tanto las derechas más tradicionales, como las más sofisticadas, así como un sector de la izquierda marxista convencional han vendido la idea de que es en el presente donde encontramos soluciones a cada reto que se nos presenta. Occidente, para ello, nos ofreció la ciencia y a los científicos como placebo ante cualquier reto apocalíptico: ellos, ellas encontrarían una solución mágica para que todo siguiera siendo igual, normal, al fin.
En Islandia, por ejemplo, en lugar de diseñar un plan para acabar con el problema de las emisiones de CO2 –algo que pasaría obligatoriamente por descartar el modelo económico del crecimiento ad infinitum, es decir, el capitalismo- han inventado CarbFix, un mecanismo para capturar el CO2 de la atmósfera y mineralizarlo gracias a un sistema que lo termina convirtiendo en roca. Dentro de una décadas habrá que inventar un destructor de rocas para sacudirnos el nuevo problema, pero el CarbFix parece una metáfora perfecta de la ciencia al servicio del suicidio colectivo.
La pandemia del COVID19 y la(s) crisis que trae en la mochila para las próximas décadas opera en esa misma clase media presentista al extremo un fenómeno similar: un deseo desenfrenado porque la ciencia ataje el problema al costo que sea para poder volver al presente, es decir, a la normalidad. De hecho, los Estados, que nos conocen bastante bien, dosifican la información para generar el espejismo de que el confinamiento obligatorio es un paréntesis breve en la vida que no pertenece exactamente al presente y que sobrellevarlo supone que “todo va a salir bien” y que podremos volver a la normalidad. Mientras nosotras, de forma disciplinada cumplimos la función de policías de nosotras mismas, fuera, en el exterior del paréntesis, hay “héroes” científicos que libran una “batalla” para lograr un vacuna que nos permita seguir en la fiesta del presente suspendido. Y llegará un momento en que los grandes medios certificarán la “vuelta a la normalidad” –como hicieron con el “fin de la crisis” de 2008, aunque esa crisis nunca acabara- y recordaremos estos meses como una pesadilla que justificará los excesos de consumo y de fiesta posterior.
¿Por qué no hemos sido tan disciplinados con las terribles consecuencias del cambio climático reduciendo nuestro consumo, nuestras emisiones y cambiando nuestras formas de vida para salvar al planeta y, con él, a nuestra especie? Porque la amenaza estaba situada en el futuro y esta sociedad occidental no está programada para pensar en esa clave.
Este presentismo que determina de forma dramática “la normalidad” supone dos problemas graves para interpretar con cierto tino la era postcoronavirus. Por un lado, nos evita pensarnos como ancestros, es decir: nos libra de la responsabilidad de pensar y actuar para que las generaciones venideras habiten territorios donde la vida sea viable. La irresponsabilidad del presentismo se cifra, entonces, en clave de un egoísmo absoluto del yo, de un narcicismo inherente al capitalismo y a esta etapa decadente de La Modernidad. Una vez que hemos eliminado la trascendencia de la ecuación vital –y para eso hemos matado, primero a los dioses; después a las utopías sociales- la forma de vivir con “normalidad” está determinada, fundamentalmente, por la irresponsabilidad. Para ello, hay algunos mantras que conviene conjugar: “No hay que saber demasiado”, “Greta Thumber es una niña alterada y pesimista", “Hay que ser optimistas”, “Experimenta el presente como si no hubiera un mañana para ser feliz”. Felicidad, optimismo, ignorancia… la receta mágica está servida.
El segundo gran problema es que nos deja especialmente expuestas a las consecuencias de nuestra ignorancia. Es decir, no hay que ser linces del análisis para intuir que la era postcoronavirus estará atravesada por ciertas veleidades fascistas, de control social, de una importante reconfiguración de la relación con el “otro”, de una precarización de la vida para amplios bolsones de personas que pasarán a ser una amenaza para la que superen la crisis manteniendo un empleo decente, una casa segura y una salud razonable. En estos días se ha machacado a cualquiera que apuntara los problemas que puede conllevar la entrega de la ciudadanía sin condiciones a autoridades, por un lado, y científicos, por el otro. Ese hecho, el haber renunciado a la ciudadanía, no es nuevo. Llevamos décadas arrancando pedacitos de lo que se suponía ser ciudadano a cambio de placeres presentistas: desde la entrega de los datos personales para “disfrutar” de ciertas aplicaciones digitales, hasta la nula participación real en movimientos asociativos (sindicatos, partidos políticos, asociaciones de vecinas…) a cambio de que “otros” (empresas, funcionarios, aplicaciones…) se encargaran de la pesada tarea de gestionar los asuntos públicos que nos atañen a todas, pasando por la renuncia a parte de nuestra humanidad (permitiendo campos de concentración, millones de refugiados, cientos de miles de muertos por enfermedades “de pobres) a cambio de la “seguridad” de nuestro hogar.
Lo que ocurrirá ahora, como continuidad necesaria acelerada por el COVID-19, es la entrega de los últimos fragmentos de nuestra ciudadanía y eso permitirá desde el control geolocalizado de poblaciones enteras, hasta los periodos reiterados pero cortos de confinamiento, pasando por una elitización aún mayor de los movimientos transfronterizos. Y eso ocurrirá desde un nacionalismo casposo y patético como el de la derecha española o desde una sofisticada tecnopolítica autoritaria al estilo chino. Todo se justificará en defensa de la vida y esa vida –las vidas que sí merecen la pena ser vividas- supondrá la condena a muerte de millones de personas absolutamente prescindibles –las poblaciones “supérfluas” de Bauman o las nudas vidas de Agamben, da igual-.
La normalidad a la que volveremos pasado el desastre pandémico será tan desigual, injusta y violenta como la que ya experimentaban los “condenados de la tierra” (¡ay Fanon!) antes de que el virus acelerara la globalización del despojo. A las que nos vemos como ancestras, como personas responsables con el futuro y con la vida por-venir nos tocará resistir, huir de la angustia del presente pero incidiendo en él, atender las urgencias que esta crisis va a provocar a muchas de nuestras hermanes pero trabajar con la perspectiva de ese cambio civilizatorio que nosotres no veremos aunque seamos co-responsables de su construcción.


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