Alguna vez, el hombre que creyó ser hombre intuyó que éramos
sangre, huesos, tendones no más. Alguna vez, el hombre que creyó ser hombre se
equivocó hasta la médula y, al llegar, la miró de frente y afirmó negando: no
somos médula, ni sangre, ni huesos, ni tendones no más. Y el hombre que creyó ser
hombre buscó en su mochila y apenas alcanzó a sacar una flauta de hielo y una
espátula sin mango. Puso los escombros de su cuerpo sobre la mesa de café y
distribuyó vísceras y estructuras a la vista de los viandantes. Allá, sentado, mirándose
de frente, sangrando el olvido, anhelando un cuerpo no más, una sangre no más,
unos huesos quizás, unos tendones no más, el hombre que creyó ser hombre pudo
balbucear una frase entremezclada con su último suspiro de hombre que era
hombre. Los cien pelícanos que siempre lo acompañaban con la boca cerrada
alcanzaron a escuchar el sabio susurro de los moribundos: somos, de ser algo, memoria
no más, tejido gaseoso a la intemperie, pleamar de afectos y de saña, vigilia
desdentada a la espera de que sangre, huesos y tendones vuelvan a ser tierra no
más.