28/7/08

Hay caminos




El indicador de mis sentimiento es el dolor. Solo en muy contadas ocasiones, el punzón del placer se ensaña en mi lóbulo occipital y me hace ver las estrellas que el día a día anodino me oculta. He caminado hoy horas de piedra y altura. 3.100 metros de altura que hacen más pequeños mis ajados pulmones y que me obligan a dar la batalla en cada recodo. Arriba, la atmósfera es abierta, gaseosa, innecesaria por inabarcable. De manera abrupta tomo aire para no sentirme muerto y al llegar al sitio marcado hay luces que escenifican una mentira.
Me duele la cabeza, intensamente, pero no pienso en ello. Más bien me conecto con Mariana, la indígena kogui que está llenando la olla en un ritual de la alimentación que más parece una operación quirúrgica; o en José, su hijo, que a los 11 años ya sabe que debe convertirse en Sanador de la Humanidad y que para lograrlo se pega de los relatos de su papá Roberto o de José, el cacique del resguardo muisca de Cota.
También me engancho con el mismo camino que alborota mi dolor primigenio. Y lo disfruto, y lo miro, y lo camino hasta el dolor. Y me gusta.
Llegamos a esta tierra bautizada como Utopía y el nombre, aburridor por previsible, se vuelve verdad al entrar en el saloncito de la escuela donde se reúnen campesinos, líderes de vereda, jóvenes de ciudad en busca de otros vértices y mujeres líderes desde sus úteros y para los ajenos… negocian, acuerdan estar de acuerdo y luchar contra este mundo de locos a punta de locura, de utopía.
Héctor y yo estamos recién aterrizados y bao los efectos de una marihuana rica que nos fumamos al pie de la maloka invisible (una catarata limpia y perturbadora), así que preferimos apoyar en la maloka real, donde Mariana y sus hijas, y sus hijos, y una par de mujeres de Sumapaz están construyendo el milagro de la comida. Y picamos yuca, plátano verde, tomate y cebolla, ají y arracacha. Y el milagro hierve, como todos los milagros que merecen la pena. Meto la pata y con un flash agredo a Mariana. “Mi pensamiento se ha ido”, me dice y yo me hundo en absoluta pérdida, en fracaso, en blanco de mierda jugando a la incoherencia.
Marina, sin embargo, es generosa. Me encuentra en una esquina de la maloka, solo, bebiendo chicha, mirando el fuego. Se sienta conmigo y me empieza a hablar. En un tono de voz que me conmueve, con una ternura por delante que me conmociona. Y me cuenta por qué no lleva a sus hijos a la escuela, y sobre el secreto de la yuca, y del cariño de Roberto, su marido, ahora a medio camino desde a Sierra Nevada, de donde salieron desplazados hace ocho años a este frío tan lejano del otro frío donde el mar es el horizonte.
Después de la sopa y la conversa con este ejército de convencidos de su dignidad, emprendemos camino en el frío y en la loma. Y no me alcanza el oxígeno y la cabeza quiere estallar. Caminamos en silencio y el sonido de nuestras huellas me hace sentirme cerca, muy cerca de Héctor y de todas las puertas que, generosamente, me abre. De regreso, otro impacto, pero ese será para otra conversa.

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