En días como mañana querría tener un dios. Se añora uno a la
hora de maldecir. Echarle en cara la podredumbre del cuerpo, la indómita
somnolencia de las almas, la interminable mentira de los tiempos.
Un dios a medida, suficiente lejano y ausente como para
dictar en su contra una cadena perpetua a (mal) vivir como humano;
suficientemente cercano como para escupirle sobre la mejilla lo que la otra es
incapaz de asumir.
Un dios en el que descreer, un dios al que deshonrar. Un dios,
al fin y al cabo, tan dios como el vuestro: ese al que os encomendáis con tal
de no asumir que estamos (que estáis) solos en este hueco de incertidumbre y
hastío.
A los que estamos desendiosados solo nos queda resistir,
amarrarnos fuerte a la vida a pesar de los dictámenes de batas blancas, pelear
hasta el último aliento para poder bebernos el aliento de quien nos acaricia,
reírnos de las tribulaciones de los feligreses antes de que sus velas prendidas
incendien este templo desdentado en el que los ritos están reservados a los
ciegos visionarios.
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