Camino en los sucios
andenes ordenados del Norte soñando despierto. La mayoría de la gente va en la dirección
contraria a la mía. El ayuntamiento ha decretado día de alegría y, por tanto,
aun sin motivo aparente, se han activado piernas y brazos, lenguas y pañoletas,
sonrisas impostadas y humores de fiesta. El decreto incluye las sanciones
pertinentes para los que seguimos cabizbajos, solo pensativos, quizá. Me
explican que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, al contrario
del real decreto sobre la televisión que indica con claridad que el
desconocimiento de la realidad sí te exime del compromiso.
En la plaza reina
un silencio ensordecedor. Gritan hoy los que callan todos los días. Los que
callan. Los que callan cuando les quitan el empleo, cuando echan de su casa al
vecino, los que callan cuando las concertinas rajan los anhelos de los nadie,
los que callan cuando ese-tipo-que-parecía-normal raja a su mujer de varios y
certeros machetazos. Ay que ver cómo está el mundo, musitan algunos antes de
seguir con el estricto cumplimiento de la ley. Antes de regresar a la alegría
que durará exactamente entre el lanzamiento del chupinazo y el regreso a las
galeras.
Caminaba seguro
de la originalidad de mi pedrada pero al llegar a casa el periódico me supera.
El suplemento de las fiestas, encabezado por una foto en la que no caben los
humanos, titula: Se permite la alegría y, así, una vez más, la prensa me
confirma mis peores pesadillas.
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