De pronto hay un silencio. Más silencio que el silencio
anterior. Un silencio que no acompaña, de esos que no se nos regalan sino que
son impuestos. Es la ausencia de los buenos. Da igual que sea ley de vida o
naturalidad de la muerte. El silencio de los buenos es una catástrofe para esta
humanidad tan necesitada de acciones y voces dignas, sólidas, confiables.
En unos días, se ha apagado un montón de fueguitos
imprescindibles. Los hay conocidos, como Gelman o Pacheco; los hay incrustados
en la vida cotidiana, sin focos ni estridencias. Puede que su silencio nos
duela a menos humanos, pero es tan catastrófico como los otros.
Luis Ramírez Feliú ha vuelto a la tierra, a fertilizar nuestras
ideas y recordarnos que la ética, la coherencia y las apuestas hay que mantenerlas
con terquedad y con convicción. La realidad es que no todos los fueguitos que
se apagan iluminaban igual. El de Luis fue durante décadas vereda transitada
por cientos de nicaragüenses, por cientos de catalanes, por ciudadanos del
mundo que entendieron su compromiso y la rotundidad de su seriedad divertida.
Sí, el silencio impuesto duele. O quizá, escuece. Escuece
tomar el relevo, saber que las voces perduran en nuestra conciencia colectiva e
interpelen a nuestra conciencia individual.
Buen regreso amigo. Los que nos quedamos aún, vamos a seguir
en las trincheras del pensamiento y la acción dignas.
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