(Publicado el día 25 de agosto en la sección de opinión de El Diario Montañés)
Los ciudadanos estamos sometidos a
múltiples trampas. Demasiadas. Las más peligrosas parten del uso torticero que
se le da a las palabras y a los conceptos. En Occidente somos presos de nuestros
propios inventos. Uno de los más perversos es del “contrato social”. La idea, nacida
en pleno siglo XVII, se le ocurrió por primera vez a Hobbes, pero ahora
tertulianos y políticos siguen hablando del “contrato social” como si cada
recién nacido untara su dedo en tinta y rubricara un documento notarial con los
términos del acuerdo. Fíjense que el contrato social, que Rousseau maquilló
para hacerlo parecer como “voluntario”, es la fórmula que encontró el bueno –y fan del
absolutismo- de Hobbes para obligar a los ciudadanos a renunciar a su “libertad
natural”. Con el tiempo mejoró la
teoría para hacerla más digerible hasta que John Rawls dejó claro ya en
el siglo XX que para que el contrato funcione es imprescindible “un velo de
ignorancia” en las masas que lo aceptan sin rechistar.
Las palabras las carga el diablo y el
diablo de la democracia capitalista occidental cargó el “contrato social” para
jugar a la ficción del acuerdo, de la coerción consentida, de la delegación de
la única violencia legítima en el Estado. ¿Qué ocurre, por ejemplo, cuando el
Estado es ilegítimo, cuando lo controlan fuerzas que nada tienen que ver con la
representación política, cuando estamos sometidos a la tiranía financiera y a
la angurria empresarial…?
Las palabras las cargan los diablos del
poder y son luego sembradas impunemente por los jornaleros de la
“socialización” desde los medios de comunicación, las escuelas, los púlpitos y
los entornos familiares. El “miedo” a la ley (que no respeto), la “resignación”
ante las leyes injustas (que no la aceptación), el “conformismo” ante los
designios de la vida (que parte de la indolencia inducida)… Las palabras en sí
no son peligrosas. Lo dañino es el uso de ellas.
Uno de los ejemplos más evidentes es el
de “democracia”. Los portavoces de el poder han elevado este palabro al altar
de lo sagrado e intocable pero le han quitado intencionalmente todos los
apellidos. Se puede tener una democracia representativa o una democracia
directa, una democracia electoral o una democracia participativa, se opta por
la democracia capitalista o por la democracia comunitaria, por la democracia
monárquica o por la republicana y, por si fuera esto poco, se pueden combinar
varias de estas formas para llegar a la deseada.
La palabra “democracia” sin apellidos no
quiere decir nada. Pero los medios del poder han convertido a esas 10 letras en
la línea roja de la crítica: no se puede cuestionar. Tampoco se puede hacer un
análisis crítico de las leyes que nos rigen; leyes que, por cierto, redactan
los mismos políticos que luego van a la cárcel por corruptos o pasan a la
galería del olvido por su falta de brillantez. Por eso el “contrato social” es
líquido… depende de la volunta de una sola de las partes contratantes y los
jueces, por tanto, no son seres magnánimos y justos, sino aplicadores
racionales de unas leyes que ni ellos han hecho ni tiene por qué ser justas.
En este juego de las trampas semánticas,
los que controlan la partida suelen calificar de demagogos a los que utilizan
otras palabras, como “justicia”, “equidad”, “solidaridad”, “horizontalidad” o
“participación”. Cuando se nos ocurre exigir “derechos”, en seguida sacan la
batería de “deberes”; cuando planteamos una mejora de la sacrosanta
“Constitución”, se nos recuerda que es la base intocable del “contrato social”;
si cuestionamos el “enriquecimiento” de unos pocos, nos hablan de la “creación
de valor” y nos llaman “holgazanes”; si pedimos “participar” en las decisiones
clave sobre nuestro futuro, nos remiten al “derecho a voto” (el único que jamás
nos quitarán mientras puedan manipularlo).
No es que las palabras viciadas puedan
triunfar por sí mismas. Para posicionarlas y garantizar su hegemonía se utiliza
una violencia sin sangre que provoca más víctimas que una guerra pero que hace
menos ruido que una pistola con silenciador. Se indignan pues ante la
expropiación de cuatro bolsas de lentejas en un supermercado, pero no ante el
robo a mano bancaria de las preferentes; consideran que los “antisistema” (otro
palabro de moda) son violentos desde que cruzan el umbral de su casa, pero les
parece “democrático” y “proporcional” impedir el acceso de los ciudadanos al
parlamento que supuestamente les “representa” y dispersarlos con bombas
lacrimógenas, bolas de goma y una considerable dosis de mala leche aplicada por
otros trabajadores sin derechos que se llaman policías.
La violencia física es espectacular,
mediática, utilizable. No hay más que ver algunas portadas de algún periódico
de circulación nacional gratuita dominical para comprobarlo. Pero la violencia
estructural, más discreta aparentemente, tiene consecuencias más duraderas,
profundas y dañinas. La exclusión, la educación de mala calidad, la denegación
de atención sanitaria, el déficit democrático participativo, la soberbia de los
gobernantes, la violencia económica, la estigmatización de jóvenes o de
inmigrantes, las mentiras repetidas por aquellos que supuestamente nos
representan…. eso vende poco pero acontece todos los días.
El gran éxito de este sistema tramposo
sobre el que descansa el poder de unos cuentos en toda Europa o en Estados
Unidos es que una gran masa de ciudadanos se han convertido en “defensores
voluntarios” del delirio y de la violencia estructural. Al igual que en tiempos
de dictadura o de gobiernos absolutistas, sólo sufren las peores consecuencias
los que ven al emperador desnudo. A ellos les debemos agradecimiento, aunque
ahora no nos demos cuenta. Son el único contrapeso a la violencia sin sangre
que se ensaña con ellos y les deja en sus cuerpos cicatrices reales. El resto,
se quedan viendo los estériles debates en las televisiones talibanes, protegen sus tristes ahorros con uñas y dientes, tienen
pánico al caos que las masas incultas y pobre pueden provocar y, por eso, le apuestan a que los políticos -a los
que tanto critican- y la policía –en la que delegan gustosos el uso de la
violencia oficial- hagan el trabajo sucio.
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