25/1/15

La Excursión

Tras desnudar cuidadosamente a nuestros tres hijos, esta familia de clase media sale de casa limpia de conciencia y vacía de escrúpulos. Hay que cumplir las promesas y prometimos a los niños que los llevaríamos a la cámara de gas. Dentro, no son necesarias ropas ni corazas, todo está previsto en el laberinto del consumo. Nos entregamos sin harapos al mercado de la muerte.
La cámara está a 150 metros, pero nuestros hijos ya saben que la calle es peligrosa. [No juegues, no te ensucies, no trasiegues en la hierba, no te hurgues tras la bragueta, no beses farolas, no grites, no hables con conocidos, no respires lo desconocido…]. Subimos al coche. Es un todo-terreno, aunque no salimos del asfalto; es del banco, aunque no recordamos ya de cual. Prendemos las pantallas con películas estúpidas donde una esponja le limpia la ingle a una exploradora insufrible para que los niños no se aburran [cuando somos menores de edad no pensamos y cuando ya podemos votar no sentimos]. Estos peques… son esponjas incapaces de explorar por sí mismas…
Nosotros hablamos  de los asuntos que consumen nuestra vida [aquella oferta de Mercadona, esa carrera en la que sudar mi aburrimiento, quizá alguna anécdota de la última y aburrida fiesta de cumpleaños infantil…]. Somos adultos y, como tal, nos acomodamos a la sombra que nos designa y al destino que nos destinan.
Aparcamos frente a la cámara de gas cuidadosamente, con la tranquilidad de los que tenemos asegurados nuestro vehículo, nuestra casa, sus carreras universitarias frustradas de antemano, nuestra jubilación, sus piernas, nuestra vajilla de porcelana, nuestros sexos, su muerte, nuestro plácido entierro sin tierra. Bajamos tranquilos, estamos cumpliendo nuestra promesa, nuestros hijos saben que somos de confiar. El edificio es transparente para poder ocultar lo evidente. Hay colores estridentes, toboganes de cantos rodados, un arcoíris de bolas de plástico en el que enterrar los sueños. Y comida. El gas ya no se distribuye de forma despiadada sobre sus cuerpos desnudos en frías duchas sin aliento. Ahora viene envuelto en papel de cera y suele ir acompañado de patatas fritas y soda grande. “¿Quiere agrandar su agonía? Por sólo 50 céntimos más se la duplicamos y usted ni se da cuenta”. Agrandamos todo, que somos buenos padres y prometimos junto a la piscina bautismal de la familia que a nuestros hijos jamás les faltaría de nada.

Los niños comen con avidez porque saben que la oferta incluye un muñeco de regalo que es una caricatura de lo que ellos van a ser si sobreviven. Somos buenos padres, cumplimos nuestras promesas, nos envenenamos al tiempo que nuestros chicos, en una sagrada comunión con los vecinos de esta zona anodina donde vivimos nuestra muerte cotidiana. Y somos agradecidos. Por eso votaremos de nuevo a este alcalde de plástico que aceleró permisos y extendió la alfombra roja para que la cámara de gas se instalara en nuestro cuadrante, generando puestos de empleo y acortando la distancia que nos separa de la muerte. ¡Qué rico!

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